Según el Globe, el asesino había tenido acceso al departamento a través de la escalera de incendios. Volviendo a la acera, Catherine descubrió una verja de hierro que serpenteaba junto al edificio por el callejón. Caminó unos pocos pasos en las tinieblas del callejón y luego abruptamente se detuvo. Sentía un hormigueo en la nuca. Se dio vuelta para mirar hacia la calle y vio pasar una camioneta, luego a una mujer corriendo. Una pareja se metió dentro de un auto. Nada que la hiciera sentirse amenazada, si bien no podía ignorar los mudos gritos de pánico.
Volvió a su auto, trabó las puertas, y destrabó el freno de mano, repitiéndose: «Todo está bien. Todo está bien». Mientras el aire frío surgía desde la ventilación, sintió que su pulso gradualmente disminuía su ritmo. Por fin, con un suspiro, se reclinó sobre el asiento.
Su mirada volvió, una vez más, hacia el departamento de Elena Ortiz.
Sólo entonces le llamó la atención el auto estacionado en el callejón.
La placa que llevaba el paragolpes.
Posey5.
Al instante revolvió su cartera en busca de la tarjeta del detective. Con manos temblorosas marcó su número desde el teléfono del auto.
La atendió una voz con tono expeditivo.
– Detective Moore.
– Habla Catherine Cordell -dijo ella-. Usted vino a verme un par de días atrás.
– Sí, la doctora Cordell.
– ¿Elena Ortiz manejaba un Honda verde?
– ¿Perdón?
– Necesito saber su número de placa.
– Temo que no entiendo su…
– ¡Sólo dígamelo! -Su brusca orden lo sorprendió. Se produjo un largo silencio en la línea.
– Déjeme buscarlo -dijo él. Detrás ella escuchó voces de hombres, teléfonos que sonaban. Moore volvió al teléfono-. Es una placa personalizada -dijo-. Supongo que tiene que ver con los asuntos del negocio familiar.
– Posey Cinco -murmuró ella.
Una pausa.
– Sí -dijo él, con la voz extrañamente calma. Alerta.
– Cuando hablamos el otro día, me preguntó si conocía a Elena Ortiz.
– Y usted dijo que no.
Catherine dejó escapar un suspiro entrecortado.
– Estaba equivocada.
Seis
Caminaba de un lado a otro de la sala de emergencia, con la cara pálida y tensa, su pelo cobrizo como una crin enmarañada suelta sobre sus hombros. Miró a Moore en cuanto entró en la sala de espera.
– ¿Tenía razón? -dijo ella.
Él asintió.
– Posey Cinco era el apodo que usaba en Internet. Lo chequeamos en su computadora. Ahora dígame cómo sabía todo esto.
Ella echó un vistazo a la bulliciosa sala de emergencias y dijo:
– Vamos a una de las salas de guardia.
El cuarto que eligió era una pequeña cueva oscura, sin ventanas, amueblada sólo con una cama, una silla y un escritorio. Para un médico exhausto cuya única intención es dormir, ese cuarto debía de ser perfecto. Pero en cuanto la puerta se cerró, Moore fue agudamente consciente del reducido espacio con que contaban, y se preguntó si esa forzada intimidad la pondría a ella tan incómoda como a él. Ambos buscaron un lugar donde sentarse. Por fin ella se ubicó sobre la cama, y él tomó la silla.
– En realidad nunca conocí a Elena -dijo Catherine-. Ni siquiera sabía su nombre. Pertenecíamos a una misma sala de chat en Internet. ¿Sabe lo que es una sala de chat?
– Es una manera de tener una conversación en vivo en la computadora.
– Sí. Un grupo de personas que están conectadas al mismo tiempo pueden encontrarse en Internet. Éste es un chat privado, sólo para mujeres. Hay que conocer todas las contraseñas correctas para entrar. Y todo lo que se ve en la computadora son nombres para la ocasión. No se trata de nombres ni de caras reales, de modo que todos pueden conservar el anonimato. Nos permite sentirnos lo bastante seguras como para compartir nuestros secretos. -Hizo una pausa-.¿Nunca participó en uno?
– Me temo que hablar con extraños sin rostro no me atrae demasiado.
– A veces -dijo con voz apenas audible- un extraño sin rostro es la única persona con la que uno puede hablar.
Sintió la profundidad del dolor en su frase, y no pudo pensar en nada adecuado para responderle.
Tras un momento, ella inspiró profundo y se concentró no en él, sino en sus propias manos, dobladas sobre su falda.
– Nos encontramos una vez por semana, los miércoles a las nueve de la noche. Entro conectándome, haciendo clic en el icono del chat, y escribiendo primero PTSD, y luego ayudamujer. Y ya estoy allí. Me comunico con las otras mujeres escribiendo mensajes y enviándolos a través de Internet. Nuestras palabras aparecen en pantalla, donde todas podemos verlas.
– ¿PTSD? Eso significa…
– Desorden de estrés postraumático. Un hermoso término clínico para designar el sufrimiento de las mujeres de ese chat.
– ¿De qué clase de trauma estamos hablando?
Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
– Violación.
La palabra pareció flotar entre ambos por un momento, su mismo sonido cargaba el aire. Dos sílabas brutales con la fuerza de un golpe físico.
– Y usted se mete ahí por lo de Andrew Capra -dijo con amabilidad-. Por lo que le hizo a usted.
Su mirada vaciló y luego cayó.
– Sí -susurró. Una vez más se miraba las manos. Moore la observaba, sintiendo aumentar la furia por lo que le había pasado a Catherine. Lo que Capra había arrancado a su alma. Se preguntaba cómo sería antes del ataque. ¿Más cálida, más amigable? ¿O habría sido siempre tan ajena al contacto humano, como un pimpollo quemado por la escarcha?
Ella se irguió un poco.
– Así fue, entonces, como conocí a Elena Ortiz. No sabía su nombre real, desde luego. Sólo conocí el nombre que usaba para el chat, Posey Cinco.
– ¿Cuántas mujeres hay en este chat?
– Varía según las semanas. Algunas abandonan. Otros pocos nombres nuevos aparecen. En una noche puede haber entre tres y una docena de nosotras.
– ¿Cómo se enteró de su existencia?
– Por una publicidad para víctimas de violación. Se les da a las mujeres en las clínicas y hospitales de la ciudad.
– ¿Entonces estas mujeres del chat pertenecen todas al área de Boston?
– Sí.
– ¿Y Posey Cinco participaba regularmente?
– Estaba allí, a veces sí y a veces no, en los últimos dos meses. No decía gran cosa, pero yo veía su nombre en la pantalla y sabía que estaba.
– ¿Habló con ustedes sobre su violación?
– No. Sólo escuchaba. Le mandábamos saludos. Y ella agradecía esas muestras de atención. Pero no hablaba sobre ella. Era como si tuviera miedo de hacerlo. O quizá le daba demasiada vergüenza.
– Entonces no sabe si fue o no violada.
– Sé que lo fue.
– ¿Cómo?
– Porque Elena Ortiz fue tratada en esta sala de emergencia.
Él la miró incrédulo.
– ¿Encontró su ficha médica?
Ella asintió.
– Se me ocurrió que debía haber necesitado tratamiento médico tras el ataque. Éste es el hospital más cercano a su domicilio. Corroboré con la computadora del hospital. Posee los nombres de todos los pacientes atendidos en emergencia. Su nombre estaba allí. -Se puso de pie-. Le mostraré la ficha.
Él la siguió fuera del cuarto de guardia, de vuelta hacia la sala de emergencias. Era viernes por la noche, y los heridos entraban en hordas por la puerta. El empleado que se emborracha los fines de semana, torpe todavía por los efectos del alcohol, sosteniendo una bolsa de hielo sobre su cara golpeada. El adolescente impaciente que perdió su carrera contra la luz amarilla. El ensangrentado y amoratado ejército nocturno de los viernes, abriéndose paso a tropezones desde la noche. El Centro Médico Pilgrim era uno de los servicios de emergencias más atareados de Boston, y Moore sintió que caminaba por el corazón del caos mientras esquivaba enfermeras y saltaba por encima de charcos de sangre recientes.