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Tres

La doctora Catherine Cordell pasó a toda velocidad por el corredor del hospital, las suelas de sus zapatillas chillando contra el piso de linóleo, y abrió con un empujón la puerta de dos hojas de la sala de emergencias.

– ¡Están en Traumatismo Dos, doctora Cordell! -exclamó una enfermera.

– Allá voy -dijo Catherine, moviéndose como un misil teledirigido hacia Traumatismo Dos.

Media docena de caras le manifestaron su alivio con la mirada mientras entraba en la sala. Con un solo vistazo apreció la situación, observó una maraña de instrumental quirúrgico brillando sobre una bandeja, las vías intravenosas con bolsas de lactato de Ringer colgando como pesados frutos de troncos de acero, gasas estriadas de sangre y envoltorios desgarrados tirados por todo el piso. Un acelerado ritmo sinusal marcaba una línea crispada sobre el monitor cardíaco; el patrón eléctrico de un corazón en carrera contra la muerte.

– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó mientras el personal se hacía a un lado para dejarla pasar.

Ron Littman, residente avanzado de cirugía, le hizo un informe relámpago.

– NN masculino, peatón, golpeado por un auto que huyó. Ingresó en emergencias inconsciente. Pupilas simétricas y reactivas, pulmones despejados, pero el abdomen está distendido. No hay sonidos hidroaéreos. Presión sanguínea por debajo de sesenta. Le hice una paracentesis. Tiene una hemorragia en el abdomen. Le aplicamos una vía intravenosa con lactato de Ringer al máximo, pero no podemos mantener la presión.

– ¿Sangre RH negativo y plasma fresco en camino?

– Deberían llegar en cualquier momento.

El hombre sobre la mesa estaba desnudo, con cada detalle íntimo expuesto cruelmente a su mirada. Parecía cercano a los sesenta, y ya estaba intubado y con respirador. Los flácidos músculos se plegaban en capas sobre los miembros descarnados, y las costillas sobresalían como aspas arqueadas. «Una enfermedad crónica preexistente», pensó. Cáncer era su primera apuesta. El brazo derecho y la cadera estaban escoriados y sanguinolentos a causa del raspón contra el pavimento. En el extremo derecho de su torso, un hematoma formaba un continente púrpura sobre el pergamino blanco de la piel. No había heridas profundas.

Ella se colocó el estetoscopio para verificar lo que el residente acababa de decirle. No pudo escuchar sonidos en el abdomen. Ni siquiera un gruñido. El silencio de un traumatismo intestinal. Deslizando el diafragma del estetoscopio hacia el pecho, escuchó el sonido de la respiración, y confirmó que el tubo endotraqueal estaba correctamente colocado y que ambos pulmones recibían aire. El corazón latía como un puño contra la pared del pecho. Su examen sólo fue cuestión de segundos, aunque sentía que se movía en cámara lenta y que, a su alrededor, la sala llena de personal esperaba congelada en el tiempo, a la espera de su siguiente movimiento.

– ¡Apenas puedo mantener la presión sistólica en cincuenta! -exclamó una enfermera.

El tiempo corría a una velocidad temible.

– Guardapolvos y guantes -dijo Catherine-. Abran la bandeja de laparotomía.

– ¿Por qué no lo llevamos al quirófano? -dijo Littman.

– Todas las salas están ocupadas. No podemos esperar. -Alguien le alcanzó una cofia descartable. A toda velocidad ató su largo pelo rojo y se ajustó el barbijo. Una enfermera ya le tendía un guardapolvos quirúrgico esterilizado. Catherine deslizó sus brazos en las mangas y encajó las manos dentro de los guantes. No tenía tiempo para lavarse, no tenía tiempo para vacilar. El desconocido estaba bajo su responsabilidad y sólo contaba con ella.

Se colocaron lienzos esterilizados sobre el pecho y la pelvis del paciente. Ella arrebató unos hemostatos de la bandeja y sujetó velozmente los lienzos en su lugar, apretando los dientes de acero con un satisfactorio sonido.

– ¿Dónde está esa sangre? -exclamó.

– Estoy chequeando con el laboratorio -dijo una enfermera.

– Ron, tú serás el primer asistente -le dijo Catherine a Littman. Recorrió la sala con la vista y se detuvo en el joven pálido parado junto a la puerta. Su identificación decía: «Jeremy Barrows, Estudiante de Medicina»-. Tú -dijo-. Tú serás el segundo asistente.

El pánico cruzó por los ojos del joven.

– Pero… Sólo estoy en segundo año. Yo vine para…

– ¿Podemos conseguir a otro residente de cirugía?

Littman movió la cabeza.

– Todos están ocupados. Hay una lesión de cabeza en Traumatismo Uno, y una emergencia al final del pasillo.

– De acuerdo. -Se volvió hacia el estudiante-. Barrows, serás tú. Enfermera, consígale guantes y guardapolvos.

– ¿Qué tengo que hacer? Yo en realidad no sé…

– Mira, ¿quieres ser médico? ¡Entonces ponte los guantes!

Intensamente sonrojado, se dio vuelta para vestirse con el guardapolvos. El muchacho estaba asustado pero, en muchos sentidos, Catherine prefería a un estudiante ansioso como Barrows a uno arrogante. Había visto a muchos pacientes muertos a causa del exceso de confianza de un médico.

Una voz carraspeó en el intercomunicador.

– Hola. ¿Traumatismo Dos? Es el laboratorio. Tenemos un hematocrito del paciente. Es de quince.

«Está desangrándose», pensó Catherine.

– ¡Necesitamos el RH negativo ahora!

– Está en camino.

Catherine tomó un escalpelo. El peso de la empuñadura y el contorno del acero le resultaban cómodos al tacto. Era una extensión de su propia mano, de su propia carne. Aspiró brevemente, inhalando el olor del alcohol y del talco de los guantes. Luego presionó el filo de la hoja contra la piel y practicó una incisión en el centro exacto del abdomen.

El escalpelo trazó una brillante línea de sangre sobre la tela blanca de la piel.

– Preparen las planchas de succión y laparotomía -dijo-. Tenemos un abdomen lleno de sangre.

– La presión apenas se mantiene en cincuenta.

– ¡Tenemos RH negativo y plasma fresco! Ya lo estoy colgando.

– Que alguien controle el ritmo. Manténganme informada de lo que hace -dijo Catherine.

– Taquicardia sinusal. Se mantiene en uno cincuenta.

Cortó la piel y la grasa subcutánea, ignorando la hemorragia de la pared abdominal. No perdió el tiempo con sangrados menores; la hemorragia más seria se hallaba dentro del abdomen, y debía ser detenida. El bazo o el hígado dañado eran la fuente más probable.

La membrana peritoneal surgió hinchada, tensa de sangre.

– Esto va a ensuciar mucho -advirtió con el filo listo para penetrar. A pesar de estar preparada para el chorro, la primera penetración de la membrana liberó un borbotón de sangre tan explosivo que sintió una oleada de pánico. La sangre se derramó sobre los lienzos y corrió hasta el piso. Salpicó su guardapolvos, y pudo sentir su calor de fragancia cobriza empapando las mangas. Y todavía seguía fluyendo en un río satinado.

Encajó los retractores, ampliando el agujero de la herida y exponiendo el campo. Littman insertó el catéter de succión. La sangre corría con ruidos gorgoteantes por el entubado. Un hilo rojo brillante salpicó con un chorro el recipiente de vidrio.

– ¡Más planchas de laparotomía! -gritó Catherine por encima del ruido de succión. Ya había rellenado la herida con media docena de planchas absorbentes y observaba cómo se volvían rojas como por arte de magia. En cuestión de segundos estaban saturadas. Las arrebató de un tirón y colocó planchas nuevas, acomodándolas en los cuatro ángulos.

– ¡Veo una contracción ventricular prematura! -dijo una enfermera.

– Mierda, ya succionamos dos litros en el recipiente -dijo Littman.

Catherine levantó la vista y vio que las bolsas de RH negativo y plasma fresco goteaban velozmente por la vía intravenosa. Era como verter agua en un colador. Entraba por las venas y salía por la herida. No podían mantener la sangre. Ella no podía cauterizar vasos sumergidos en un lago de sangre; no podía operar a ciegas.