Quitó las planchas de laparotomía, pesadas y chorreantes, y rellenó con unas nuevas. Por unos pocos y valiosos segundos trazó las marcas. La sangre se filtraba desde el hígado, pero no había ningún punto dañado a la vista. Parecía estar goteando por toda la superficie del órgano.
– ¡Estoy perdiendo presión! -exclamó una enfermera.
– Pinzas -dijo Catherine, y el instrumento fue depositado instantáneamente sobre su mano-. Voy a intentar hacer una maniobra Pringle. Barrows, ¡coloca más planchas!
Sorprendido al verse llamado a la acción, el estudiante de medicina se acercó a la bandeja y chocó contra la pila de planchas de laparotomía. Las miró con horror mientras caían.
Una enfermera abrió un paquete nuevo con un desgarrón.
– Van sobre el paciente, no en el piso -le indicó con desdén. Su mirada se cruzó con la de Catherine, y un mismo pensamiento se reflejó en los ojos de ambas mujeres.
¿Este chico quiere ser médico?
– ¿Dónde las pongo? -preguntó Barrows.
– Sólo despeja el campo. ¡No puedo ver nada con toda esta sangre!
Le dio unos pocos segundos para limpiar la herida, luego ella se adelantó y desgarró el omento superficial. Guiando las pinzas desde la izquierda, identificó el pedículo hepático, atravesado por la arteria hepática y la vena porta. No era más que una solución temporaria, pero si podía detener el flujo de sangre en ese punto, podría controlar la hemorragia. Eso les daría un tiempo precioso para estabilizar la presión y bombear más sangre y plasma a su circulación. Apretó las pinzas, cerrando los vasos del pedículo.
Para su desesperación, la sangre continuaba filtrándose sin pausa.
– ¿Estás segura de que cerraste el pedículo? -dijo Littman.
– Sé que lo hice. Y sé que no viene del retroperitoneo.
– ¿Tal vez de la vena hepática?
Ella sacó dos planchas de laparotomía de la bandeja. Su siguiente maniobra era el último recurso. Colocando las planchas sobre la superficie del hígado, apretó el órgano con sus manos enguantadas.
– ¿Qué está haciendo? -preguntó Barrows.
– Compresión hepática -dijo Littman-. A veces puede cerrar los bordes de laceraciones ocultas. Detiene la hemorragia.
Cada músculo de sus hombros y brazos se puso rígido mientras apretaba para mantener la presión y controlar la marea de sangre.
– Sigue sangrando -dijo Littman-. Esto no funciona.
Ella miró fijamente la herida y observó la sostenida acumulación de sangre. «¿De dónde carajo está sangrando?», se preguntó. Y de repente notó que también había sangre filtrándose desde otros lugares. No sólo del hígado, sino también de la pared abdominal, del mesenterio. De los bordes de la piel recién cortada.
Observó el brazo izquierdo del paciente, que sobresalía por debajo de los paños esterilizados. La gasa que cubría la aguja de la vía intravenosa estaba empapada de sangre.
– Quiero seis unidades de plaquetas y plasma fresco inmediatamente -ordenó-. Y comiencen una infusión de heparina. Diez mil unidades por bolsa de suero, luego mil unidades por hora.
– ¿Heparina? -dijo Barrows estupefacto-. Pero si se está desangrando.
– Esto es una CID -dijo Catherine-. Necesita un anticoagulante.
– Todavía no tenemos los resultados del laboratorio. ¿Cómo sabes que es una CID? -Littman la miraba atentamente.
– Para el momento en que tengamos los estudios de coagulación, será demasiado tarde. Tenemos que movernos ya mismo. -Le hizo una indicación a la enfermera-. Adelante.
La enfermera clavó la aguja dentro del puerto de inyección de la vía intravenosa. La heparina era una tirada de dados desesperada. Si el diagnóstico de Catherine era correcto, si el paciente sufría de CID -coagulación intravascular diseminada-, entonces a través de su flujo sanguíneo se estaba formando una cantidad masiva de trombos como una microscópica tormenta de granizo, consumiendo todos sus preciosos agentes de coagulación y sus plaquetas. Un traumatismo severo, un cáncer o una infección latente podían disparar una formación descontrolada de trombos en cascada. Como la CID utiliza agentes de coagulación y plaquetas, ambos necesarios para la coagulación, el paciente comenzaría con una hemorragia. Para detener la CID tenían que administrarle heparina como anticoagulante. Era un tratamiento extrañamente paradójico. Era también una apuesta. Si el diagnóstico de Catherine estaba errado, la heparina no haría más que empeorar la hemorragia.
«Como si las cosas pudieran empeorar», pensó. La espalda le dolía y sus brazos temblaban por el esfuerzo de mantener la presión sobre el hígado. Una gota de sudor se deslizó por su mejilla y empapó su barbijo.
Desde el laboratorio llamaban de nuevo por el intercomunicador.
– Traumatismo Dos, tengo los resultados de coagulación del paciente.
– Adelante -dijo la enfermera.
– Plaquetas en mil. El tiempo de protrombina se eleva a treinta, y tiene elementos de degradación de fibrina. Parece que el paciente tiene un caso agudo de CID.
Catherine captó la mirada de asombro de Barrows. «Los estudiantes de medicina son tan impresionables».
– ¡Taquicardia ventricular! ¡Está en taquicardia ventricular!
La mirada de Catherine se lanzó al monitor. Una línea irregular trazaba dientes filosos a través de la pantalla.
– ¿Presión?
– Nada. La perdí.
– Comencemos la resucitación cardiopulmonar. Littman, estás a cargo del protocolo.
El caos se formaba como una tormenta, girando a su alrededor con una violencia vertiginosa. Un empleado irrumpió con plasma fresco y plaquetas. Catherine escuchó que Littman impartía órdenes para las drogas cardíacas, vio a una enfermera colocar sus manos sobre el esternón y comenzar a empujar contra el pecho, mientras la cabeza del paciente se bamboleaba como un muñeco. Con cada compresión cardíaca irrigaban el cerebro, manteniéndolo vivo. Así también alimentaban la hemorragia.
Catherine observó la cavidad abdominal del paciente. Todavía mantenía comprimido el hígado, deteniendo la marea de sangre. ¿Era su imaginación o la sangre, que se derramaba en cintas brillantes a través de sus dedos, comenzaba a disminuir?
– Desfibrilación -dijo Littman-. Cien joules…
– No, espera. ¡Su ritmo ha vuelto!
Catherine miró el monitor. ¡Taquicardia sinusal! El corazón latía nuevamente, pero también forzaba sangre en las arterias.
– ¿Está irrigando? -exclamó-. ¿Cuál es la presión sanguínea?
– Presión… noventa sobre cuarenta. ¡Sí!
– Ritmo estable. Manteniendo la taquicardia sinusal.
Catherine miró el abdomen abierto. La hemorragia había disminuido a una filtración apenas perceptible. Se quedó acunando el hígado en sus manos, y escuchó el sonido regular del monitor. Música para sus oídos.
– Amigos -dijo-. Creo que hemos salvado una vida.
Catherine se quitó los guantes y el guardapolvos lleno de sangre, y siguió a la camilla que se llevaba al paciente desconocido de Traumatismo Dos. Los músculos de sus hombros temblaban de fatiga, pero era una buena fatiga. El cansancio de la victoria. Las enfermeras deslizaron la camilla dentro del ascensor, para llevar al paciente a la unidad quirúrgica de terapia intensiva. Catherine estaba a punto de entrar en el ascensor cuando alguien la llamó por su nombre.
Se volvió y vio a un hombre y a una mujer que se acercaban. La mujer era baja y de aspecto poco amistoso, una morena con ojos color carbón y una mirada tan directa como un láser. Estaba vestida con un austero traje azul que la hacía verse casi como un militar. El hombre tendría unos cuarenta y cinco años, y unas franjas plateadas se destacaban sobre su pelo oscuro. La madurez había dibujado unos sobrios surcos en lo que todavía resultaba una cara sorprendentemente atractiva. Fue en sus ojos en donde Catherine detuvo la mirada. Eran de un gris suave, ilegible.