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– Es importante para mí no leer cosas trágicas. No puedo lidiar con eso. -Dejó escapar un suspiro de cansancio-. Tienen que entender; veo tantas cosas terribles en la sala de emergencia… Cuando llego a casa, al final del día, quiero paz. Quiero sentirme segura. No necesito leer nada de lo que sucede en el mundo ni de toda su violencia.

Moore buscó en su saco y deslizó dos fotografías por encima del escritorio.

– ¿Reconoce a alguna de estas dos mujeres?

Catherine miró con atención las caras. La de la izquierda tenía ojos oscuros y una sonrisa en los labios; el viento jugaba con su pelo. La otra era una rubia etérea, de mirada soñadora y distante.

– La de pelo oscuro es Elena Ortiz -dijo Moore-. La otra es Diana Sterling. Diana fue asesinada hace un año. ¿Estas caras no le resultan para nada familiares?

Ella sacudió la cabeza.

– Diana Sterling vivía en Back Bay, sólo a media cuadra de su casa. El departamento de Elena Ortiz está a tan sólo dos cuadras al sur de su hospital. Es probable que las haya visto. ¿Está absolutamente segura de que no reconoce a ninguna de las dos?

– Nunca las vi en mi vida. -Le devolvió las fotos a Moore, y de repente vio que su mano temblaba. Seguramente él lo notó cuando las recibía y rozaba sus dedos con los de ella. Catherine pensó que él debía de advertir a menudo ese tipo de cosas; un policía debía hacerlo. Había estado tan concentrada en su agitación que apenas registró a este hombre. Era tranquilo y amable con ella, y no la hacía sentirse amenazada en absoluto. Sólo ahora advertía que la había estado estudiando de cerca, a la espera de un atisbo de la Catherine Cordell interior. No la experimentada cirujana en traumatismos, tampoco la gélida y elegante pelirroja, sino la mujer bajo la superficie.

La detective Rizzoli habló ahora, y a diferencia de Moore, no hizo esfuerzo alguno para suavizar sus preguntas. Únicamente quería respuestas, y no perdió tiempo en conseguirlas.

– ¿Cuándo se mudó aquí, doctora Cordell?

– Dejé Savannah al mes del ataque -dijo Catherine, adaptándose al tono expeditivo de Rizzoli.

– ¿Por qué eligió Boston?

– ¿Por qué no?

– Es un largo camino desde el sur.

– Mi madre se crió en Massachusetts. Nos traía a Nueva Inglaterra todos los veranos. Sentí que… estaba volviendo a casa.

– De modo que está aquí desde hace dos años.

– Sí.

– ¿Haciendo qué?

Catherine se puso seria, perpleja ante la pregunta.

– Trabajando aquí en Pilgrim, con el doctor Falco. En el servicio de traumatismos.

– Supongo que entonces el Globe se equivocó.

– ¿Perdón?

– Leí el artículo sobre usted hace un par de semanas. El de las mujeres cirujanas. Muy buena foto suya, dicho sea de paso. Dice que usted trabaja aquí en Pilgrim desde hace sólo un año.

Catherine hizo una pausa.

– El artículo no se equivocó. Después de Savannah me tomé un tiempo para… -Se aclaró la garganta-. No me uní al equipo del doctor Falco hasta junio pasado.

– ¿Y qué hay de su primer año en Boston?

– No trabajé.

– ¿Qué hizo?

– Nada. -Esa única maldita respuesta, tan directa y terminante, era todo lo que pensaba decirles. No iba a revelar la humillante verdad de lo que había sido ese primer año. Los días, alargados en semanas, en los que tenía miedo de salir de su apartamento. Las noches en que el sonido más apagado podía dejarla temblando de pánico. El lento y doloroso trayecto de vuelta al mundo, cuando tan sólo subir a un ascensor o caminar en la noche hasta su auto eran actos de absoluta valentía. Se había sentido avergonzada de su vulnerabilidad; todavía lo estaba, y su orgullo nunca le permitiría revelarlo.

Miró su reloj.

– Los pacientes me esperan. En realidad, no tengo nada que agregar.

– Déjeme repasar los hechos. -Rizzoli abrió un pequeño cuaderno de espiral. -Hace poco más de dos años, en la noche del 15 de junio, usted fue atacada en su domicilio por el doctor Andrew Capra. Un hombre que conocía. Un residente con el que usted trabajaba en el hospital. -Levantó la vista hacia Catherine.

– Usted ya conoce la respuesta.

– La drogó, la desnudó. La ató a su cama. La aterrorizó.

– No veo el sentido de…

– La violó. -Las palabras, aunque pronunciadas con suavidad, tuvieron el impacto brutal de una cachetada.

Catherine no dijo nada.

– Y eso no es todo lo que planeaba hacer -continuó Rizzoli.

«Dios santo, haz que se detenga».

– Iba a mutilarla de la peor manera posible. Tal como mutiló a otras cuatro mujeres de Georgia. Las abrió. Destruyó precisamente lo que las hacía mujeres.

– Es suficiente -dijo Moore.

Pero Rizzoli era implacable.

– Podría haberle sucedido a usted, doctora Cordell.

Catherine sacudió la cabeza.

– ¿Por qué hace esto?

– Doctora Cordell, no hay nada que desee más que atrapar a ese hombre, y se me ocurrió que podría ayudarnos. Que querría evitar que sucediera lo mismo con otras mujeres.

– ¡Esto no tiene nada que ver conmigo! Andrew Capra está muerto. Está muerto desde hace dos años.

– Sí. Leí el informe de su autopsia.

– Bien, yo puedo garantizarle que está muerto -respondió Catherine-. Porque fui yo la que maté a tiros a ese hijo de puta.

Cuatro

Moore y Rizzoli transpiraban dentro del auto, con el aire caliente rugiendo desde la salida de ventilación. Hacía diez minutos que estaban atrapados en un embotellamiento, y el auto no se enfriaba.

– Los que pagan impuestos obtienen aquello por lo que pagan -dijo Rizzoli-. Y este auto es un montón de chatarra.

Moore apagó la ventilación y bajó la ventanilla. El olor del pavimento caliente y de los escapes sopló dentro del auto. Ya estaba bañado en sudor. No lograba entender cómo Rizzoli podía seguir con su chaqueta puesta; él se había quitado su saco al minuto de salir del Centro Médico Pilgrim, cuando los envolvió un pesado manto de humedad. Sabía que ella debía de sentir el calor, porque vio la transpiración brillante sobre su labio superior, un labio que probablemente nunca había conocido el lápiz labial. Rizzoli no era fea, pero mientras que otras mujeres se realzan con maquillaje o usan aretes, Rizzoli parecía determinada a opacar sus atractivos. Usaba unos lúgubres trajes oscuros que no favorecían su pequeña contextura, y su pelo era una descuidada mata de rizos negros. Ella era así, y lo aceptabas o te podías ir sencillamente al infierno. Entendía la razón por la que había adoptado esa actitud de «vete a la mierda»; probablemente la necesitaba para sobrevivir como mujer policía. Rizzoli era, por sobre todo, una sobreviviente.

Tanto como lo era Catherine Cordell. Pero la doctora Cordell había desarrollado una estrategia diferente: la retirada. La distancia. Durante la entrevista sintió que la miraba a través de un vidrio escarchado, tan distante le había parecido.

Era ese distanciamiento lo que fastidiaba a Rizzoli.

– Hay algo extraño en ella -dijo-. Falta algo en el sector de los sentimientos.

– Es una cirujana de traumatismos. Está entrenada para mantenerse fría.

– Una cosa es el frío y otra, el hielo. Hace dos años fue atada, violada, y casi destripada. Y ahora se jacta de esa maldita tranquilidad sobre el asunto. Me llama la atención.

Moore frenó ante una luz roja y se quedó observando el callejón lateral enrejado. El sudor se deslizaba en minúsculas gotas por su espalda. No funcionaba bien en el calor; lo hacía sentir torpe y estúpido. Lo hacía anhelar el fin del verano, la pureza de la primera nevada…

– ¡Moore! -dijo Rizzoli-. ¿Estás escuchando?

– Su autocontrol es demasiado rígido -concedió. «Pero no se trata de hielo», pensó al recordar cómo temblaba la mano de Catherine Cordell cuando le devolvía las fotos de las dos mujeres.