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Oyó unos golpes en el vidrio. Desde la ventana del cubículo vio que la saludaba su colega de cirugía, el doctor Peter Falco, con una expresión preocupada en su cara por lo general alegre.

Algunos cirujanos son conocidos por descargar sus accesos de cólera en el quirófano. Algunos se deslizan con arrogancia en su uniforme quirúrgico y se calzan los guantes como si se tratara de un atavío real. Algunos son fríos y eficaces técnicos para quienes los pacientes representan un manojo de partes mecánicas que necesitan reparación.

Y luego estaba Peter. Gracioso, extrovertido, capaz de cantar a todo pulmón canciones de Elvis en el quirófano o de organizar concursos de aviones de papel en su oficina; también estaba dispuesto a tirarse al piso a jugar con sus pacientes de pediatría. Estaba acostumbrada a ver siempre una sonrisa en la cara de Peter. Cuando lo vio serio en la ventana, salió de inmediato del cubículo de su paciente.

– ¿Todo en orden? -preguntó.

– Terminando la ronda.

Peter echó un vistazo a los tubos y las máquinas que rodeaban la cama del señor Gwadowski.

– Me dijeron que fue un gran rescate. Una hemorragia de doce unidades.

– No sé si llamarlo rescate. -La mirada de Catherine volvió a su paciente-. Todo funciona menos la materia gris.

Se quedaron callados por un momento, ambos observando el movimiento del pecho del señor Gwadowski.

– Helen me dijo que hoy vinieron a verte dos policías -dijo Peter-. ¿Qué sucede?

– No era nada importante.

– ¿Olvidaste pagar las facturas del estacionamiento?

Ella soltó una risa forzada.

– Exacto, y cuento contigo para pagar la fianza.

Abandonaron la sala de terapia y caminaron hacia el corredor. Peter, con toda su altura, caminaba junto a ella con su plácida forma de andar. Mientras entraban en el ascensor, él le preguntó:

– ¿Estás bien, Catherine?

– ¿Por qué? ¿No me veo bien?

– ¿Honestamente? -Estudió su cara, los ojos azules tan directos que ella se sintió invadida-. Tienes el aspecto de necesitar una copa de vino y una linda comida afuera. ¿Qué tal si vienes conmigo?

– Una invitación tentadora.

– ¿Pero?

– Pero creo que esta noche me quedaré en casa.

Peter se llevó la mano al pecho, como mortalmente herido.

– ¡Una vez más rechazado! ¿Hay alguna frase que funcione contigo?

Ella sonrió.

– Eso te corresponde averiguarlo a ti.

– ¿Qué tal esto? Un pajarito me contó que el sábado es tu cumpleaños. Déjame llevarte en mi avioneta.

– No puedo. Ese día estoy de guardia.

– Puedes cambiarla con Ames. Hablaré con él.

– Oh, Peter. Sabes que no me gusta volar.

– ¿Vas a decirme que tienes fobia a los aviones?

– No soy buena cuando tengo que delegar el control.

Él asintió con un gesto grave.

– Típica personalidad de cirujano.

– Es una linda manera de decir que soy rígida.

– De modo que rechazas mi invitación a volar. ¿No hay forma de hacerte cambial de opinión?

– No lo creo.

Peter suspiró.

– Bien, se me acabaron las frases. Ya agoté todo mi repertorio.

– Lo sé. Comenzabas a reciclarlas.

– Eso dice Helen.

Ella lo miró sorprendida.

– ¿Helen te está dando consejos de cómo invitarme a salir?

– Dice que no puede soportar el patético espectáculo de un hombre golpeando su cabeza contra un muro inexpugnable.

Ambos rieron mientras salían del ascensor y caminaban hacia la oficina. Se trataba de la risa desahogada de dos colegas que sabían que este juego no era para tomarlo en serio. Mantenerlo en ese nivel significaba que no había sentimientos heridos, ni emociones en peligro. Una pequeña coquetería segura los mantenía a ambos alejados de la posibilidad de involucrarse seriamente. Juguetonamente él la invitaba a salir; y del mismo modo ella rechazaba la invitación, y toda la oficina participaba de la broma.

Eran cerca de las cinco y media y el equipo ya había partido por ese día. Peter se metió en su oficina y ella fue al suyo para colgar el uniforme y tomar la cartera. Mientras colgaba el guardapolvos del gancho de la puerta, la asaltó un pensamiento.

Cruzó el pasillo y asomó la cabeza en la oficina de Peter. Estaba revisando planillas, con los anteojos en la mitad del puente de la nariz. A diferencia de su prolija oficina, la de Peter se veía como una central del caos. El cesto estaba lleno de aviones de papel. Los libros y las revistas de cirugía formaban pilas sobre las sillas. Una pared estaba casi invadida por un filodendro fuera de control. Enterrados bajo esa jungla de hojas colgaban los diplomas de Peter: su grado académico en la escuela de ingeniería aeronáutica, y el doctorado en medicina de la Facultad de Medicina de Harvard.

– ¿Peter? Ésta es una pregunta estúpida…

Él la miró por encima de los anteojos.

– Entonces viniste a ver a la persona indicada.

– ¿Has estado en mi oficina?

– ¿Puedo llamar a mi abogado antes de contestarte?

– Vamos. Es en serio.

Peter se irguió y su mirada se volvió más aguda.

– No, no estuve en tu oficina. ¿Por qué?

– No importa. No es gran cosa. -Se dio vuelta para irse y oyó el rechinar de la silla de Peter, que se había levantado. La siguió hasta su oficina.

– ¿Por qué no es gran cosa? -preguntó.

– Estoy algo obsesiva, compulsiva. Eso es todo. Me irrita que las cosas no estén donde tienen que estar.

– ¿Cosas como qué?

– Mi uniforme de laboratorio. Siempre lo dejo colgado de la puerta, y por algún motivo termina sobre el fichero, o sobre una silla. Sé que no es Helen ni las otras secretarias. Les pregunté.

– Tal vez lo movió la señora que limpia.

– Y también me volví loca buscando el estetoscopio.

– ¿Todavía no apareció?

– Tuve que pedírselo prestado a la jefa de enfermeras.

Peter frunció el entrecejo y miró alrededor del cuarto.

– Bueno, allí está. Sobre el estante de la biblioteca. -Cruzó la habitación hacia el estante, donde el estetoscopio yacía enrollado en el extremo de una fila de libros.

Ella lo tomó en silencio, mirándolo como algo extraño. Una serpiente negra enroscada sobre su palma.

– ¿Qué sucede, Catherine?

Respiró profundo.

– Creo que es sólo cansancio. -Puso el estetoscopio en el bolsillo izquierdo de su uniforme; el mismo lugar en donde lo dejaba siempre.

– ¿Estás segura de que eso es todo? ¿No hay nada más?

– Necesito volver a casa. -Salió de la oficina y él la siguió hasta la recepción.

– ¿Tiene algo que ver con esos policías? Mira, si estás en algún problema… Puedo ayudarte a…

– No necesito ayuda, gracias. -Su respuesta fue más fría de lo que en realidad sentía, y en el acto se arrepintió de lo que había dicho. Peter no se merecía algo así.

– Sabes, no me molestaría que me pidieras un favor de tanto en tanto -dijo con suavidad-. Es parte de trabajar juntos. De ser colegas. ¿No te parece?

Ella no contestó.

Él volvió a su oficina.

– Te veo mañana.

– ¿Peter?

– ¿Sí?

– Con respecto a esos dos policías, y la razón por la que vinieron a verme…

– No es necesario que me cuentes.

– No, debo contarte. Te quedarás con la duda si no lo hago. Vinieron a preguntarme acerca de un caso de homicidio. Una mujer fue asesinada el jueves pasado por la noche. Pensaron que tal vez la conocía.

– ¿Y era así?

– No. Fue un error. -Suspiró-. Fue sólo un error.

Catherine corrió el cerrojo y luego deslizó el pasador, sintiendo el satisfactorio roce de la cadena de metal al llegar a su fin. Una línea de defensa más contra los horrores sin nombre que acechaban detrás de las paredes. Atrincherada en la seguridad de su departamento, se quitó los zapatos, colocó su cartera y las llaves del auto sobre la mesa de madera de cerezo de la recepción y caminó con las medias puestas a través de la gruesa alfombra de su living. El apartamento estaba agradablemente templado, gracias al milagro del aire acondicionado central. Afuera hacía treinta grados, pero allí dentro la temperatura nunca variaba de los veintidós grados en verano ni bajaba de los veinte en invierno. Era tan poco lo que se podía determinar o calcular por adelantado en la vida, que ella se esforzaba por mantener el orden dentro de lo que podía manejar en los acotados límites de su vida. Había elegido este condominio de doce apartamentos sobre la avenida Commonwealth porque era a estrenar y poseía un estacionamiento seguro. Aunque no tan pintoresco como las antiguas residencias de ladrillo rojo de Back Bay, no estaba plagado de las incertidumbres eléctricas o de plomería que venían con esos viejos edificios. La incertidumbre era algo que Catherine no toleraba. Su departamento se mantenía intachable, y a excepción de unos pocos toques llamativos de color, había elegido amoblarlo de blanco casi en su totalidad. Sillón blanco, alfombras blancas, mosaicos blancos. El color de la pureza. Inmaculado, virginal.