Выбрать главу

Nina Peyton no sale, no ve a nadie. No ha ido a su trabajo en semanas. Hoy llamé a su oficina en Brookline, donde trabaja como gerente de ventas, y su compañera me dijo que no sabía cuándo volvería. Es como una bestia herida, arrinconada en su guarida, demasiado aterrorizada como para dar un paso en la noche. Sabe lo que la noche le tiene preparado, porque ha sido tocada por el mal, y ahora incluso puede sentirlo filtrándose por las paredes de su casa como vapor. Las cortinas están bien corridas, pero la tela es delgada, y puedo verla moviéndose en el interior. Su silueta está comprimida, los brazos cruzados sobre el pecho, como si su cuerpo quisiera replegarse sobre sí mismo. Sus movimientos son bruscos y mecánicos mientras se pasea de un lado al otro.

Ahora controla los cerrojos de las puertas, las perillas de las ventanas, con la ilusión de dejar fuera la oscuridad.

Debe de estar sofocante dentro de esa casita. La noche es como un vapor, y allí no se ven aparatos de aire acondicionado en ninguna ventana. Ha permanecido dentro toda la tarde, con las ventanas cerradas a pesar del calor. La imagino brillante de sudor, después de sufrir el calor durante todo el día para internarse en el calor de la noche, desesperada por dejar entrar aire fresco, pero temerosa de que lo que entre sea otra cosa.

Pasa una vez más por la ventana. Se detiene. Ahora se inclina, enmarcada por un rectángulo de luz. De repente las cortinas se abren y ella extiende el brazo para destrabar la ventana. La abre. Parada allí, toma hambrientas bocanadas de aire fresco. Finalmente se ha rendido al calor.

No hay nada tan excitante para un cazador como el olor de la presa herida. Casi puedo olerlo flotando hacia mí, el aroma de la bestia ensangrentada, de la carne profanada.

Así como ella aspira el aire nocturno, yo también aspiro su olor. Su miedo.

Mi corazón late más rápido. Meto la mano en mi bolso para acariciar los instrumentos. Incluso el acero es cálido a mi tacto.

Ella cierra la ventana con fuerza. Unas pocas bocanadas de aire fueron todo lo que se permitió, y ahora vuelve a la miseria de su sofocante casita.

Tras unos momentos, acepto la desilusión y me alejo, dejándola transpirar toda la noche en ese horno.

Mañana, dicen, hará más calor.

Cinco

– Este individuo es el clásico punzador -dijo el doctor Lawrence Zucker-. Alguien que utiliza un cuchillo para obtener una satisfacción sexual secundaria o indirecta. El puncerismo es el acto de apuñalar o cortar; cualquier penetración repetida de la piel con un objeto punzante. El cuchillo es un símbolo fálico, una sustitución del órgano sexual masculino. En lugar de tener relaciones sexuales normales, nuestro sujeto obtiene su satisfacción sometiendo a la víctima al terror y al dolor. Es el poder lo que lo excita. El poder total sobre la vida y la muerte.

La detective Jane Rizzoli no se asustaba fácilmente, pero el doctor Zucker le producía escalofríos. Parecía un John Malkovich pálido y voluminoso, y su voz era susurrante, casi femenina. Mientras hablaba movía los dedos con serpentina elegancia. No era policía, sino psicólogo criminalista de la Northeastern University, y colaboraba con el Departamento de Policía de Boston. Rizzoli había trabajado con él una vez en un caso de homicidio, y ya entonces le había producido escalofríos. No se trataba de su aspecto, sino de la manera en que lograba introducirse en la cabeza del asesino, y el obvio placer que encontraba en ese paseo por la dimensión satánica. Disfrutaba del trayecto. Ella casi podía escuchar el timbre de excitación subliminal en su voz.

Miró alrededor de la sala de conferencias a los otros cuatro detectives, y se preguntó si alguno de ellos también se asustaría con este ser extraño, pero todo lo que vio fueron expresiones de cansancio y las sombras declinantes de las cinco de la tarde.

Todos estaban cansados. Ella misma apenas había dormido cuatro horas la noche anterior. Esta mañana se había levantado antes del amanecer, con la cabeza procesando a toda velocidad un caleidoscopio de voces e imágenes. Había absorbido tan profundamente el caso de Elena Ortiz en su inconsciente que, en sus sueños, ella y la víctima tenían una conversación, aunque sin sentido. No hubo revelaciones sobrenaturales ni pistas de ultra-tumba, sino meras imágenes generadas por la electricidad de las neuronas. Con todo, Rizzoli lo consideraba un sueño significativo. Le indicaba lo mucho que le importaba este caso. Ser detective en jefe en una investigación de alto perfil era como caminar por la cuerda floja sin red de protección. Si atrapaban al asesino, todos aplaudirían. Si arruinaba las cosas, el mundo entero se limitaría a ver cómo la aplastaban.

Ahora se enfrentaban a un caso de alto perfil. Dos días atrás un titular del Boston Herald había aparecido en primera plana: «El cirujano ataca de nuevo». Gracias al Boston Herald, el asesino tenía ahora su apodo, y hasta los policías lo utilizaban. El Cirujano.

Dios, estaba preparada para afrontar el acto de la cuerda floja. Estaba preparada para elevarse o hundirse en función de sus propios méritos. Una semana atrás, mientras caminaba por el departamento de Elena Ortiz como detective en jefe, supo en un instante que ése sería el caso de su carrera, y estaba ansiosa por demostrarlo.

Las cosas cambiaban rápido.

En el lapso de un día, su caso se había inflado tomando las proporciones de una investigación mucho más amplia, comandada por Marquette, el teniente de la unidad. El caso de Elena Ortiz había sido adjuntado al de Diana Sterling y el equipo se había ampliado a cinco detectives, además de Marquette: Rizzoli y su compañero Barry Frost, Moore y su corpulento colega Jerry Sleeper, más un quinto detective, Darren Crowe. Rizzoli era la única mujer en el equipo; de hecho, era la única mujer en toda la Unidad de Homicidios, y algunos hombres no iban a permitir que lo olvidara. Oh, se llevaba bien con Barry Frost, a pesar de su irritante buen talante. Jerry Sleeper era demasiado flemático como para que alguien se llevara mal con él. Y en cuanto a Moore, bueno, a pesar de sus reservas iniciales comenzaba a caerle bien y a respetarlo sinceramente por su trabajo metódico y sosegado. Más importante aún, él parecía respetarla. Cada vez que hablaba, sabía que Moore la escuchaba.

No, era con el quinto policía del equipo, con Darren Crowe, con quien tenía problemas. Graves problemas. Ahora estaba sentado frente a ella en la mesa, impresa en la cara su habitual sonrisa burlona. Ella se había criado con chicos como él. Chicos de mucho músculo, muchas novias. Mucho ego.

Ella y Crowe se despreciaban mutuamente.

Una pila de papeles circuló por la mesa. Rizzoli tomó una copia y leyó el perfil criminal que el doctor Zucker acababa de ofrecerles.

– Sé que para muchos de ustedes mi trabajo es esotérico -dijo Zucker-. Así que permítanme explicarles mi razonamiento. Él entra en la casa de la víctima por una ventana abierta. Lo hace en las primeras horas de la madrugada, entre la medianoche y las dos de la mañana. Sorprende a la víctima en su cama. La inmoviliza atándola a la cama con tela adhesiva en las muñecas y los tobillos. Refuerza esto con ataduras en los muslos y el pecho. Finalmente le tapa la boca. Lo que consigue es el control total. Cuando poco después la víctima se despierta, no puede moverse, no puede gritar. Es como si estuviera paralizada, aunque despierta y consciente de todo lo que sucede después. Y lo que sucede después es la peor pesadilla de cualquiera.

La voz de Zucker se había vuelto monocorde. Cuanto más grotescos los detalles, más suave su voz, y todos se inclinaban hacia delante, pendientes de sus palabras.

– El asesino comienza a cortar -dijo Zucker-. De acuerdo con el informe de la autopsia, se toma su tiempo. Es meticuloso. Corta en el bajo vientre, capa por capa. Primero la piel, luego la capa subcutánea, luego la grasa, luego el músculo. Usa sutura para controlar la hemorragia, identifica y extrae únicamente el órgano que busca. Nada más. Y lo que busca es la matriz.

Zucker recorrió la mesa con la vista, tomando nota de sus reacciones. Su mirada se detuvo en Rizzoli, el único policía en la sala que poseía el órgano del que hablaba. Ella le devolvió la mirada, resentida de que su género fuera el causante de esa mirada.

– ¿Qué nos indica eso, detective Rizzoli? -preguntó.

– Odia a las mujeres -dijo ella-. Les extirpa lo único que las hace mujeres.