Rizzoli miró las fotos sobre la mesa, y una imagen de Diana Sterling captó su atención. Mostraba a una resplandeciente joven, la flamante graduada del Smith College con su toga y su birrete. La niña mimada. «¿Qué se sentirá ser una niña mimada?», se preguntaba Rizzoli. No tenía idea. Había crecido como la desdeñada hermana de dos atractivos varones, como la desesperada varonera que sólo quería ser parte de la banda. Seguramente Diana Sterling, con sus pómulos aristocráticos y su cuello de cisne, nunca supo lo que significaba quedar afuera, excluida. Nunca supo lo que significaba ser ignorada.
La mirada de Rizzoli se detuvo en una cadena dorada que colgaba del cuello de Diana. Levantó la foto y le echó una mirada más de cerca. Con el pulso acelerándose, miró alrededor de la sala para comprobar si algún otro policía había registrado lo que ella acababa de notar, pero nadie la miraba ni a ella ni a las fotos; estaban pendientes del doctor Zucker.
Éste había desenrollado un mapa de Boston. Por encima de la franja de calles de la cuidad había dos áreas sombreadas, una señalando Back Bay, y la otra limitada por el South End.
– Éstos son los espacios conocidos de actividad de nuestras dos víctimas. Los barrios en los que vivían y trabajaban. Todos nosotros tendemos a manejar nuestras vidas cotidianas en áreas familiares. Hay un dicho entre los investigadores geográficos: «El lugar al que vamos depende de lo que sabemos, y lo que sabemos depende de hacia dónde vamos». Esto es verdad tanto para las víctimas como para los asesinos. Pueden ver en este mapa los mundos separados en que vivían estas dos mujeres. No hay yuxtaposición. No hay un punto de anclaje en común ni un cruce en el que intersecaran sus vidas. Esto es lo que más me desconcierta. Es la clave de la investigación. ¿Cuál es el eslabón entre Sterling y Ortiz?
Rizzoli volvió a mirar la foto. La cadena dorada colgando del cuello de Diana. «Podría equivocarme. No puedo decir nada, no hasta estar segura, o será una cosa más que Darren Crowe utilizará para ridiculizarme».
– ¿Está enterado de que hay otra vuelta de tuerca en este caso? -dijo Moore-. La doctora Catherine Cordell.
Zucker asintió.
– La víctima sobreviviente de Savannah.
– Algunos detalles sobre los asesinatos de Andrew Capra nunca fueron revelados al público. El uso de sutura catgut. Los camisones doblados de las víctimas. Y nuestro asesino está reproduciendo esos mismos detalles.
– Los asesinos se comunican entre ellos. Es una cofradía retorcida.
– Capra murió hace dos años. No se puede comunicar con nadie.
– Pero mientras vivía pudo haber compartido todos los detalles morbosos con nuestro asesino. Espero que ésa sea la explicación. Porque la otra alternativa es mucho más perturbadora.
– Que nuestro asesino haya tenido acceso a los informes policiales de Savannah -dijo Moore.
Zucker asintió.
– Lo que significaría que se trata de alguien de la fuerza policial.
La sala quedó en silencio. Rizzoli no pudo evitar mirar a sus colegas, todos ellos hombres. Pensó en la clase de hombre que se siente atraído hacia el trabajo de policía. La clase de hombre que ama el poder y la autoridad, el revólver y la placa. La posibilidad de controlar a los demás. «Precisamente lo que busca nuestro asesino».
Cuando la reunión se disolvió, Rizzoli esperó a que el resto de los detectives saliera de la sala de conferencias antes de acercarse a Zucker.
– ¿Puedo quedarme con esta foto? -preguntó.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– Una corazonada.
Zucker le dedicó una de sus siniestras sonrisas al estilo John Malkovich.
– ¿La compartirás conmigo?
– No comparto mis corazonadas.
– ¿Es mala suerte?
– Protejo mi terreno.
– Ésta es una investigación de equipo.
– El concepto de equipo me causa gracia. Cada vez que comparto mis corazonadas, es otro el que se lleva los méritos. -Con la foto en la mano, salió de la sala y se arrepintió inmediatamente de su último comentario. Pero había estado todo el día irritada a causa de sus colegas masculinos, con sus pequeñas observaciones y desaires, que se sumaban a un patrón general de desprecio. La gota que rebasó el vaso fue la entrevista que ella y Darren Crowe mantuvieron con la vecina de Elena Ortiz. Crowe interrumpía sistemáticamente las preguntas de Rizzoli para hacer las suyas. Cuando ella lo sacó del cuarto y lo amonestó por su comportamiento, él le devolvió el clásico insulto masculino:
– Supongo que es esa época del mes.
No, ella se guardaría todas sus corazonadas. Si no se comprobaban, nadie la ridiculizaría. Y si resultaban fructíferas, reclamaría legítimamente su crédito.
Regresó a su cubículo y se sentó para echar una mirada más detenida a la fotografía de graduación de Diana Sterling. Mientras buscaba la lupa, su vista se cruzó de repente con la botella de agua mineral que siempre mantenía en el escritorio, y su temperatura subió al descubrir lo que habían metido dentro.
«No reacciones, -pensó-. No les dejes ver que caíste en la trampa».
Ignorando la botella de agua y el asqueroso objeto que contenía, apuntó la lupa hacia el cuello de Diana Sterling. El lugar parecía inusualmente silencioso. Casi podía sentir la mirada de Darren Crowe, a la espera de su reacción explosiva.
«Eso no sucederá, imbécil. Esta vez me voy a mantener calma».
Se concentró en la cadena de Diana. Casi había pasado por alto ese detalle, porque era la cara lo que inicialmente había llamado su atención, esos pómulos estupendos, el delicado arco de las cejas. Ahora estudiaba los dos dijes que colgaban de la fina cadena. Uno de los dijes tenía la forma de una cerradura, y el otro era una diminuta llave.
«La llave de mi corazón», pensó Rizzoli.
Revisando entre las fichas de su escritorio encontró las fotos de la escena del crimen de Elena Ortiz. Con la lupa estudió un primer plano del pecho de la víctima. A través de la capa de sangre seca coagulada a la altura del cuello apenas pudo distinguir la fina línea de una cadena dorada; los dos dijes estaban oscurecidos.
Tomó el teléfono y marcó el número de la oficina del médico forense.
– El doctor Tierney estará afuera toda la tarde -dijo su secretaria-. ¿Puedo ayudarla?
– Es acerca de una autopsia que hizo el viernes pasado. Elena Ortiz.
– ¿Sí?
– Esta víctima llevaba una joya cuando fue ingresada en la morgue. ¿Todavía lo tiene?
– Déjeme chequear.
Rizzoli esperó, dando golpecitos con su lápiz sobre el escritorio. La botella de agua estaba justo frente a ella, pero la ignoraba con todas sus fuerzas. Su furia había dado lugar a la excitación. A la felicidad de la cacería.
– ¿Detective Rizzoli?
– Aquí estoy.
– Los efectos personales fueron reclamados por la familia. Un par de aros de oro, una cadena y un anillo.
– ¿Quién firmó por ellos?
– Anna García, la hermana de la víctima.
– Gracias. -Rizzoli colgó y miró su reloj. Anna García vivía fuera de la ciudad, en Danvers. Eso significaba un viaje en plena hora pico…
– ¿Sabes dónde está Frost? -dijo Moore.
Rizzoli levantó la mirada, sorprendida al verlo parado junto a su escritorio.
– No, no lo vi.
– ¿No lo has visto por aquí?
– No lo llevo atado con correa.
Hubo una pausa. Luego él preguntó:
– ¿Qué es esto?
– Las fotos de la escena del crimen de Ortiz.
– No. Esa cosa en la botella.
Ella miró de nuevo, y vio el entrecejo fruncido de Moore.
– ¿Qué te parece que es? Es un maldito tampón. Alguien aquí tiene un sentido del humor verdaderamente sofisticado. -Ella clavó sus ojos en Darren Crowe, que reprimió una risotada y se dio vuelta.
– Yo me ocuparé de esto -dijo Moore tomando la botella.
– Bueno, bueno -interrumpió ella-. Maldición, Moore, olvídalo.
Moore se acercó a la oficina del teniente Marquette. A través del tabique de vidrio vio a Moore depositar la botella con el tampón sobre el escritorio de Marquette, que se dio vuelta y miró en dirección a Rizzoli.
«Aquí vamos de nuevo. Ahora dirán que la bruja no tolera una broma».
Tomó su cartera, recogió las fotos y caminó fuera de la oficina.
Ya estaba frente a los ascensores cuando Moore la llamó.