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– ¿Rizzoli?

– No pelees mis batallas por mí, ¿está claro? -dijo con sequedad.

– No estabas peleando. Estabas sentada ahí con esa… cosa sobre tu escritorio.

– Tampón. ¿No puedes repetir esa palabra en voz alta y clara?

– ¿Por qué estás enojada conmigo? Trato de estar de tu lado.

– Mira, Santo Tomás, así es como funciona el mundo real para las mujeres. Si elevo una queja, soy yo la que termina perjudicada. Queda una nota en mi expediente. No se desenvuelve bien con los muchachos. Si vuelvo a quejarme, mi reputación está sellada. Rizzoli la quisquillosa. Rizzoli la histérica.

– Si no te quejas dejas que ellos ganen.

– Ya intenté tu método. No funciona. Así que no me hagas más favores, ¿puede ser? -Colgó con energía la cartera de su hombro y dio un paso hacia el ascensor.

En el momento en que la puerta se cerró entre ellos, quiso retirar sus últimas palabras. Moore no se merecía semejante contestación. Siempre había sido amable, siempre un caballero, y ella, en su furia, le había arrojado en la cara el apodo con el que se lo conocía en la unidad. Santo Tomás. El policía que nunca se pasaba de la raya, el que nunca decía malas palabras, el que nunca perdía la calma.

Y luego venían las tristes circunstancias de su vida personal. Dos años atrás su esposa Mary había sido abatida por una hemorragia cerebral. Por seis meses estuvo suspendida en la dimensión desconocida de un coma, pero hasta el día en que finalmente murió, Moore se negó a rechazar la esperanza de una recuperación. Incluso ahora, a un año y medio de la muerte de Mary, él no parecía aceptarla. Seguía llevando la sortija de casamiento, seguía conservando su foto en el escritorio. Rizzoli había observado la desintegración de muchos otros matrimonios de policías, había observado la galería cambiante de fotos de mujeres sobre los escritorios de sus colegas. En el de Moore, la imagen de Mary permanecía con su sonrisa como un atributo permanente.

«¿Santo Tomás?» Rizzoli sacudió la cabeza con cinismo. Si existían los santos verdaderos en el mundo, seguramente no eran policías.

Uno quería que viviera, la otra quería que muriera, y ambos pretendían amarlo más que el otro. El hijo y la hija de Herman Gwadowski se miraban a través de la cama donde yacía su padre, y ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el brazo a torcer.

– No eras tú el que se ocupaba de papá -dijo Marilyn-. Yo le hacía la comida. Yo limpiaba la casa. Yo lo llevaba al médico todos los meses. ¿Cuándo viniste a visitarlo? Siempre tenías cosas más importantes que hacer.

– Vivo en Los Ángeles, por el amor de Dios -retrucó Ivan-. Tengo un negocio.

– Podrías haber volado una vez por año. ¿Era tan difícil?

– Bueno, ahora estoy aquí.

– Ah, sí. El señor Magnánimo irrumpe y salva el día. Antes no te molestabas en venir a visitarlo. Pero ahora quieres que todo se haga según tu criterio.

– No puedo creer que lo quieras dejar ir sin más.

– No quiero que siga sufriendo.

– O tal vez quieres impedir que siga vaciando su cuenta bancaria.

Cada músculo en la cara de Marilyn se puso rígido.

– ¡Bastardo!

Catherine no podía seguir escuchando.

– Éste no es el lugar para discutirlo -interrumpió-. ¿Podrían salir los dos de la habitación, por favor?

Por un momento, los hermanos se miraron en un silencio hostil como si el acto de salir primero significara una derrota. Luego Ivan tomó la delantera con su intimidante figura trajeada. Su hermana, Marilyn, cuyos rasgos delataban el ama de casa agobiada que era, apretó la mano de su padre y siguió luego a su hermano.

En el corredor, Catherine se explayó sobre los sombríos hechos.

– Su padre ha estado en coma desde el accidente. Sus riñones están fallando. A causa de una diabetes de larga data ya funcionaban irregularmente, y el traumatismo empeoró las cosas.

– ¿Cuánto de eso se debe a la cirugía? -preguntó Ivan-. ¿A los anestésicos que le administraron?

Catherine sofocó su cólera en aumento y dijo con tranquilidad:

– Estaba inconsciente cuando ingresó. La anestesia no fue un problema. Pero el tejido dañado perjudica los ríñones, y ahora están dejando de funcionar. Además tiene un diagnóstico de cáncer de próstata con metástasis en los huesos. Aunque recuperara la conciencia, todos esos problemas subsistirían.

– Usted quiere que nos demos por vencidos, ¿no es así? -preguntó Ivan.

– Solamente quiero que piensen en su estado. Si su corazón se detuviera, no tendríamos que resucitarlo. Podríamos dejarlo ir pacíficamente.

– Quiere decir, dejarlo morir.

– Sí.

Ivan bufó.

– Déjeme decirle algo sobre mi padre. Él no es un perdedor. Y yo tampoco lo soy.

– Por amor de Dios, Ivan, no se trata de ganar o de perder -dijo Marilyn-. Se trata de cuándo dejarlo ir.

– Y tú estás ansiosa por hacerlo, ¿cierto? -dijo él volviéndose para enfrentarla-. Al primer indicio de dificultad, la pequeña Marilyn siempre abandona y deja que papi le solucione el problema. Bien, él nunca me solucionó un problema.

Las lágrimas brillaban en los ojos de Marilyn.

– El problema no es papá, ¿no? Se trata de que ganes.

– No, se trata de darle una oportunidad para luchar. -Ivan miró a Catherine- Quiero que se haga todo lo posible por mi padre. Espero que quede absolutamente claro.

Marilyn se secó las lágrimas de la cara y observó a su hermano alejarse.

– ¿Cómo puede decir que lo ama cuando nunca vino a visitarlo? -Miró a Catherine-. No quiero que se le haga resucitación a mi padre. ¿Puede poner eso en la planilla?

Era la clase de dilema ético que todo médico temía. A pesar de que Catherine compartía la postura de Marilyn, las últimas palabras del hermano conllevaban una amenaza definitiva.

– No puedo cambiar la orden hasta que usted y su hermano se pongan de acuerdo.

– Nunca estará de acuerdo. Ya lo escuchó.

– Entonces tendrá que volver a hablar con él. Tendrá que convencerlo.

– Teme que la denuncie, ¿no es así? Es por eso que no cambiará la orden.

– Sé que está enojado.

Marilyn asintió con tristeza.

– Así es como gana. Así es como siempre gana.

«Puedo coser un cuerpo y reconstituirlo, -pensó Catherine-. Pero no puedo arreglar una familia hecha pedazos».

El dolor y la hostilidad de esa reunión todavía pesaban sobre ella al salir del hospital, media hora más tarde. Era viernes por la noche y tenía todo un fin de semana por delante, aunque mientras salía del estacionamiento del centro médico no tuvo ninguna sensación de liberación. Hoy hacía más calor que ayer, cerca de treinta y tres grados, y sólo ansiaba la frescura de su departamento, sentarse con un té helado y entretenerse con el Discovery Channel.

Mientras esperaba en la primera intersección a que la luz se pusiera en verde, su mirada se desvió al nombre de la calle perpendicular. Worcester.

Era la calle en donde vivía Elena Ortiz. La dirección de la víctima había sido mencionada en el artículo del Boston Globe que Catherine finalmente se había sentido impelida a leer.

La luz cambió. Por puro impulso, dobló por la calle Worcester. Nunca antes había tenido una razón para manejar de ese modo, pero algo la obligaba a seguir adelante. La morbosa necesidad de ver dónde había atacado el asesino, de conocer el edificio en el que su propia pesadilla personal había cobrado vida para otra mujer. Sus manos estaban húmedas, y podía sentir la aceleración de su pulso mientras corroboraba el avance de la numeración de los edificios.

Se acercó al cordón de la acera frente a la dirección de Elena Ortiz.

No había nada distintivo en el edificio, nada que le hablara de terror y de muerte. Sólo vio otro edificio de tres pisos y ladrillos rojos.

Bajó del auto y miró las ventanas de los pisos superiores. ¿Cuál sería el departamento de Elena? ¿El de las cortinas a rayas? ¿O aquél con la jungla de plantas colgantes? Se acercó a la entrada principal y miró los nombres de los inquilinos. Había seis apartamentos; el nombre del inquilino del 2° A estaba en blanco. Elena ya había sido borrada; la víctima había sido purgada de la lista de los vivos. Nadie quería que le recordaran la muerte.

Según el Globe, el asesino había tenido acceso al departamento a través de la escalera de incendios. Volviendo a la acera, Catherine descubrió una verja de hierro que serpenteaba junto al edificio por el callejón. Caminó unos pocos pasos en las tinieblas del callejón y luego abruptamente se detuvo. Sentía un hormigueo en la nuca. Se dio vuelta para mirar hacia la calle y vio pasar una camioneta, luego a una mujer corriendo. Una pareja se metió dentro de un auto. Nada que la hiciera sentirse amenazada, si bien no podía ignorar los mudos gritos de pánico.