El proceso habrá durado más de una hora. Elena Ortiz estuvo consciente al menos una parte de ese tiempo. La piel de sus muñecas y tobillos estaba escoriada, señal de que se resistió. En su pánico, en su agonía, había vaciado la vejiga, y la orina había traspasado el colchón mezclada con su sangre. La operación era delicada, y él se tomó el tiempo necesario para hacerla, para llevarse sólo lo que quería, nada más.
No la violó; tal vez era incapaz de hacer algo así.
Cuando terminó con su terrible extirpación, ella todavía estaba viva. La herida pélvica continuaba sangrando, el corazón latiendo. ¿Por cuánto tiempo? El doctor Tierney arriesgaba que al menos por media hora. Treinta minutos que deben de haber parecido una eternidad para Elena Ortiz.
¿Qué hacías durante ese lapso? ¿Guardabas tus herramientas? ¿Colocabas tu premio en un frasco? ¿O tan sólo permaneciste allí de pie, disfrutando del espectáculo?
El acto final fue rápido y expeditivo. El atormentador de Elena Ortiz había sacado lo que quería, y ahora era el momento de terminar las cosas. Se movió hacia la cabecera de la cama. Con su mano izquierda tomó un puñado de pelo y tiró para atrás con tanta fuerza que desprendió más de dos docenas de cabellos. Esto se encontró más tarde, desparramado sobre la almohada y el piso. Las manchas de sangre indicaban a gritos los acontecimientos finales. Con la cabeza inmovilizada y el cuello completamente expuesto, hizo un único y profundo corte que comenzó por la mandíbula izquierda y se extendió hacia la derecha, atravesando la garganta. Había cortado la arteria carótida izquierda y la tráquea. La sangre manó a borbotones. Sobre el lado izquierdo de la pared había densos racimos de pequeñas gotas circulares derramándose hacia abajo, características tanto de la aspersión arterial como de la hemorragia traqueal. La almohada y las sábanas estaban saturadas por este goteo. Algunas gotitas más lejanas, expelidas cuando el intruso retiró el filo, habían salpicado el alféizar de la ventana.
Elena Ortiz vivió lo suficiente como para ver su propia sangre surgiendo a chorros de su cuello y dando contra la pared como un aerosol de pintura roja. Vivió lo suficiente para aspirar la sangre por su tráquea seccionada, para escuchar el gorgoteo en sus pulmones, para toser en explosivos accesos y escupir una flema carmesí.
Vivió lo suficiente como para saber que moría.
Y cuando todo estuvo hecho, cuando sus agónicos esfuerzos cesaron, nos dejaste tu tarjeta de presentación. Doblaste con prolijidad el camisón de la víctima y lo colocaste sobre la cómoda. ¿Por qué? ¿Fue acaso un retorcido signo de respeto por la mujer que acababas de masacrar? ¿O es tu manera de burlarte de nosotros? ¿Tu manera de decirnos que tienes el control?
Moore regresó al living y se hundió en un sillón. El apartamento estaba caliente y sin aire, pero él temblaba. No sabía si el escalofrío era físico o emocional. Le dolían los muslos y los hombros, por lo que tal vez se tratara de algún virus en camino. Una gripe de verano, la peor clase de gripe. Pensó en todos los lugares en los que preferiría estar en ese momento. A la deriva en el lago de Maine, cortando el aire con su caña de pescar. O de pie frente a la orilla del mar, observando el avance de la niebla. En cualquier lugar menos en ese lugar de muerte.
El zumbido de su localizador lo sobresaltó. Lo apagó y se dio cuenta de que su corazón latía desordenado. Se obligó a tranquilizarse antes de sacar el celular y marcar el número.
– Rizzoli. -Contestó al primer llamado, su saludo tan directo como una bala.
– Me llamaste al localizador.
– Nunca me dijiste que habías consultado el Programa de Captura de Criminales Violentos -dijo ella.
– ¿Qué consulta?
– Sobre Diana Sterling. Estoy revisando su archivo en este momento.
El Programa de Captura de Criminales Violentos, era una base de datos nacional sobre homicidios y asaltos que recogía casos de todo el país. Los asesinos a menudo repiten los mismos patrones, y con esta información los investigadores pueden relacionar crímenes cometidos por el mismo individuo. Como cuestión de rutina, Moore y su compañero en ese momento, Rusty Stivack, habían iniciado una búsqueda en el Programa.
– No encontramos ninguna correspondencia en Nueva Inglaterra -dijo Moore-. Rastreamos todos los homicidios que incluían mutilación, asalto nocturno y ataduras con tela adhesiva. Nada encajaba con el perfil de Sterling.
– ¿Y qué hay de la serie de Georgia? Hace tres años, cuatro víctimas. Una en Atlanta, tres en Savannah. Todos estaban en la base de datos del Programa.
– Revisé esos casos. Ese individuo no es nuestro asesino.
– Escucha esto, Moore. Dora Ciccone, veintidós años de edad, estudiante graduada en Emory. La víctima fue primero reducida con Rohypnol, luego atada a la cama con cuerdas de nailon…
– Nuestro muchacho usa cloroformo y tela adhesiva.
– Le abrió el abdomen. Le quitó el útero. Ejecutó el coup de grace; un único corte en el cuello. Y por último, escucha bien, dobló su camisón y lo dejó en una silla junto a la cama. Te repito que es diabólicamente parecido.
– Los casos de Georgia están cerrados -dijo Moore-. Han estado cerrados desde hace dos años. Ese individuo está muerto.
– ¿Y si la policía de Savannah se equivocó? ¿Y si él no era el asesino?
– Tenían ADN para corroborarlo. Fibras, pelos. Además, hubo una testigo. Una víctima que sobrevivió.
– Ah, sí. La sobreviviente. Víctima número cinco. -La voz de Rizzoli adquirió un tono extrañamente sarcástico.
– Ella confirmó la identidad del asesino -dijo Moore.
– También, y muy convenientemente, le dio un disparo mortal.
– ¿Qué pretendes, arrestar al fantasma?
– ¿Hablaste alguna vez con la víctima sobreviviente? -preguntó Rizzoli.
– No.
– ¿Por qué no?
– ¿Cuál hubiera sido el punto?
– El punto es que te hubieras enterado de algo interesante. Como, por ejemplo, que abandonó Savannah al poco tiempo del ataque. Y adivina dónde vive ahora.
A través del siseo del celular pudo escuchar la corriente de su propio pulso.
– ¿Boston? -preguntó en voz baja.
– Y no vas a creer cómo se gana la vida.
Tres
La doctora Catherine Cordell pasó a toda velocidad por el corredor del hospital, las suelas de sus zapatillas chillando contra el piso de linóleo, y abrió con un empujón la puerta de dos hojas de la sala de emergencias.
– ¡Están en Traumatismo Dos, doctora Cordell! -exclamó una enfermera.
– Allá voy -dijo Catherine, moviéndose como un misil teledirigido hacia Traumatismo Dos.
Media docena de caras le manifestaron su alivio con la mirada mientras entraba en la sala. Con un solo vistazo apreció la situación, observó una maraña de instrumental quirúrgico brillando sobre una bandeja, las vías intravenosas con bolsas de lactato de Ringer colgando como pesados frutos de troncos de acero, gasas estriadas de sangre y envoltorios desgarrados tirados por todo el piso. Un acelerado ritmo sinusal marcaba una línea crispada sobre el monitor cardíaco; el patrón eléctrico de un corazón en carrera contra la muerte.
– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó mientras el personal se hacía a un lado para dejarla pasar.
Ron Littman, residente avanzado de cirugía, le hizo un informe relámpago.
– NN masculino, peatón, golpeado por un auto que huyó. Ingresó en emergencias inconsciente. Pupilas simétricas y reactivas, pulmones despejados, pero el abdomen está distendido. No hay sonidos hidroaéreos. Presión sanguínea por debajo de sesenta. Le hice una paracentesis. Tiene una hemorragia en el abdomen. Le aplicamos una vía intravenosa con lactato de Ringer al máximo, pero no podemos mantener la presión.
– ¿Sangre RH negativo y plasma fresco en camino?
– Deberían llegar en cualquier momento.
El hombre sobre la mesa estaba desnudo, con cada detalle íntimo expuesto cruelmente a su mirada. Parecía cercano a los sesenta, y ya estaba intubado y con respirador. Los flácidos músculos se plegaban en capas sobre los miembros descarnados, y las costillas sobresalían como aspas arqueadas. «Una enfermedad crónica preexistente», pensó. Cáncer era su primera apuesta. El brazo derecho y la cadera estaban escoriados y sanguinolentos a causa del raspón contra el pavimento. En el extremo derecho de su torso, un hematoma formaba un continente púrpura sobre el pergamino blanco de la piel. No había heridas profundas.