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Ella se colocó el estetoscopio para verificar lo que el residente acababa de decirle. No pudo escuchar sonidos en el abdomen. Ni siquiera un gruñido. El silencio de un traumatismo intestinal. Deslizando el diafragma del estetoscopio hacia el pecho, escuchó el sonido de la respiración, y confirmó que el tubo endotraqueal estaba correctamente colocado y que ambos pulmones recibían aire. El corazón latía como un puño contra la pared del pecho. Su examen sólo fue cuestión de segundos, aunque sentía que se movía en cámara lenta y que, a su alrededor, la sala llena de personal esperaba congelada en el tiempo, a la espera de su siguiente movimiento.

– ¡Apenas puedo mantener la presión sistólica en cincuenta! -exclamó una enfermera.

El tiempo corría a una velocidad temible.

– Guardapolvos y guantes -dijo Catherine-. Abran la bandeja de laparotomía.

– ¿Por qué no lo llevamos al quirófano? -dijo Littman.

– Todas las salas están ocupadas. No podemos esperar. -Alguien le alcanzó una cofia descartable. A toda velocidad ató su largo pelo rojo y se ajustó el barbijo. Una enfermera ya le tendía un guardapolvos quirúrgico esterilizado. Catherine deslizó sus brazos en las mangas y encajó las manos dentro de los guantes. No tenía tiempo para lavarse, no tenía tiempo para vacilar. El desconocido estaba bajo su responsabilidad y sólo contaba con ella.

Se colocaron lienzos esterilizados sobre el pecho y la pelvis del paciente. Ella arrebató unos hemostatos de la bandeja y sujetó velozmente los lienzos en su lugar, apretando los dientes de acero con un satisfactorio sonido.

– ¿Dónde está esa sangre? -exclamó.

– Estoy chequeando con el laboratorio -dijo una enfermera.

– Ron, tú serás el primer asistente -le dijo Catherine a Littman. Recorrió la sala con la vista y se detuvo en el joven pálido parado junto a la puerta. Su identificación decía: «Jeremy Barrows, Estudiante de Medicina»-. Tú -dijo-. Tú serás el segundo asistente.

El pánico cruzó por los ojos del joven.

– Pero… Sólo estoy en segundo año. Yo vine para…

– ¿Podemos conseguir a otro residente de cirugía?

Littman movió la cabeza.

– Todos están ocupados. Hay una lesión de cabeza en Traumatismo Uno, y una emergencia al final del pasillo.

– De acuerdo. -Se volvió hacia el estudiante-. Barrows, serás tú. Enfermera, consígale guantes y guardapolvos.

– ¿Qué tengo que hacer? Yo en realidad no sé…

– Mira, ¿quieres ser médico? ¡Entonces ponte los guantes!

Intensamente sonrojado, se dio vuelta para vestirse con el guardapolvos. El muchacho estaba asustado pero, en muchos sentidos, Catherine prefería a un estudiante ansioso como Barrows a uno arrogante. Había visto a muchos pacientes muertos a causa del exceso de confianza de un médico.

Una voz carraspeó en el intercomunicador.

– Hola. ¿Traumatismo Dos? Es el laboratorio. Tenemos un hematocrito del paciente. Es de quince.

«Está desangrándose», pensó Catherine.

– ¡Necesitamos el RH negativo ahora!

– Está en camino.

Catherine tomó un escalpelo. El peso de la empuñadura y el contorno del acero le resultaban cómodos al tacto. Era una extensión de su propia mano, de su propia carne. Aspiró brevemente, inhalando el olor del alcohol y del talco de los guantes. Luego presionó el filo de la hoja contra la piel y practicó una incisión en el centro exacto del abdomen.

El escalpelo trazó una brillante línea de sangre sobre la tela blanca de la piel.

– Preparen las planchas de succión y laparotomía -dijo-. Tenemos un abdomen lleno de sangre.

– La presión apenas se mantiene en cincuenta.

– ¡Tenemos RH negativo y plasma fresco! Ya lo estoy colgando.

– Que alguien controle el ritmo. Manténganme informada de lo que hace -dijo Catherine.

– Taquicardia sinusal. Se mantiene en uno cincuenta.

Cortó la piel y la grasa subcutánea, ignorando la hemorragia de la pared abdominal. No perdió el tiempo con sangrados menores; la hemorragia más seria se hallaba dentro del abdomen, y debía ser detenida. El bazo o el hígado dañado eran la fuente más probable.

La membrana peritoneal surgió hinchada, tensa de sangre.

– Esto va a ensuciar mucho -advirtió con el filo listo para penetrar. A pesar de estar preparada para el chorro, la primera penetración de la membrana liberó un borbotón de sangre tan explosivo que sintió una oleada de pánico. La sangre se derramó sobre los lienzos y corrió hasta el piso. Salpicó su guardapolvos, y pudo sentir su calor de fragancia cobriza empapando las mangas. Y todavía seguía fluyendo en un río satinado.

Encajó los retractores, ampliando el agujero de la herida y exponiendo el campo. Littman insertó el catéter de succión. La sangre corría con ruidos gorgoteantes por el entubado. Un hilo rojo brillante salpicó con un chorro el recipiente de vidrio.

– ¡Más planchas de laparotomía! -gritó Catherine por encima del ruido de succión. Ya había rellenado la herida con media docena de planchas absorbentes y observaba cómo se volvían rojas como por arte de magia. En cuestión de segundos estaban saturadas. Las arrebató de un tirón y colocó planchas nuevas, acomodándolas en los cuatro ángulos.

– ¡Veo una contracción ventricular prematura! -dijo una enfermera.

– Mierda, ya succionamos dos litros en el recipiente -dijo Littman.

Catherine levantó la vista y vio que las bolsas de RH negativo y plasma fresco goteaban velozmente por la vía intravenosa. Era como verter agua en un colador. Entraba por las venas y salía por la herida. No podían mantener la sangre. Ella no podía cauterizar vasos sumergidos en un lago de sangre; no podía operar a ciegas.

Quitó las planchas de laparotomía, pesadas y chorreantes, y rellenó con unas nuevas. Por unos pocos y valiosos segundos trazó las marcas. La sangre se filtraba desde el hígado, pero no había ningún punto dañado a la vista. Parecía estar goteando por toda la superficie del órgano.

– ¡Estoy perdiendo presión! -exclamó una enfermera.

– Pinzas -dijo Catherine, y el instrumento fue depositado instantáneamente sobre su mano-. Voy a intentar hacer una maniobra Pringle. Barrows, ¡coloca más planchas!

Sorprendido al verse llamado a la acción, el estudiante de medicina se acercó a la bandeja y chocó contra la pila de planchas de laparotomía. Las miró con horror mientras caían.

Una enfermera abrió un paquete nuevo con un desgarrón.

– Van sobre el paciente, no en el piso -le indicó con desdén. Su mirada se cruzó con la de Catherine, y un mismo pensamiento se reflejó en los ojos de ambas mujeres.

¿Este chico quiere ser médico?

– ¿Dónde las pongo? -preguntó Barrows.

– Sólo despeja el campo. ¡No puedo ver nada con toda esta sangre!

Le dio unos pocos segundos para limpiar la herida, luego ella se adelantó y desgarró el omento superficial. Guiando las pinzas desde la izquierda, identificó el pedículo hepático, atravesado por la arteria hepática y la vena porta. No era más que una solución temporaria, pero si podía detener el flujo de sangre en ese punto, podría controlar la hemorragia. Eso les daría un tiempo precioso para estabilizar la presión y bombear más sangre y plasma a su circulación. Apretó las pinzas, cerrando los vasos del pedículo.

Para su desesperación, la sangre continuaba filtrándose sin pausa.

– ¿Estás segura de que cerraste el pedículo? -dijo Littman.

– Sé que lo hice. Y sé que no viene del retroperitoneo.

– ¿Tal vez de la vena hepática?

Ella sacó dos planchas de laparotomía de la bandeja. Su siguiente maniobra era el último recurso. Colocando las planchas sobre la superficie del hígado, apretó el órgano con sus manos enguantadas.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó Barrows.

– Compresión hepática -dijo Littman-. A veces puede cerrar los bordes de laceraciones ocultas. Detiene la hemorragia.

Cada músculo de sus hombros y brazos se puso rígido mientras apretaba para mantener la presión y controlar la marea de sangre.

– Sigue sangrando -dijo Littman-. Esto no funciona.

Ella miró fijamente la herida y observó la sostenida acumulación de sangre. «¿De dónde carajo está sangrando?», se preguntó. Y de repente notó que también había sangre filtrándose desde otros lugares. No sólo del hígado, sino también de la pared abdominal, del mesenterio. De los bordes de la piel recién cortada.