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Maite Carranza

El Clan De La Loba

Trilogía de la Guerra de las Brujas

***

PROFECÍA DE O

Y un día llegará la elegida, descendiente de Om

Tendrá fuego en el cabello

alas y escamas en la piel

un aullido en la garganta

y muerte en la retina

Cabalgará el sol

y blandirá la luna

CAPITULO I

La desaparición de Selene

La niña dormía en su habitación de techos altísimos y paredes encaladas una y mil veces. Una habitación alegre en una casa de pueblo que olía a leña y a leche dulce acabada de hervir. Los postigos de las ventanas estaban pintados de verde y verdes eran también los rombos del kilim que cubría el suelo de madera, los valles de los dibujos que colgaban de las paredes y algunos de los lomos de los libros juveniles que se apiñaban en las estanterías junto a otros muchos rojos, amarillos, anaranjados y azules. Abundancia de colores diseminados con atrevimiento en los cojines, la colcha, las cajas de los puzzles y las babuchas abandonadas bajo la cama. Colores de infancia que ya no se correspondían con la ausencia de muñecas, relegadas al fondo del armario, ni con la seriedad de la mesa de trabajo, ocupada casi enteramente por un Pentium de última generación.

A lo mejor la niña no era tan niña.

Y, aunque aún lo fuera, no sabía que aquella mañana empezaría a dejar de serlo.

El sol se colaba a raudales por las rendijas de las persianas mal cerradas mientras Anaíd, que así se llamaba la niña, se movía inquieta y gritaba en sueños. Un rayo de sol reptó por la colcha, alcanzó trabajosamente su mano, ascendió lento pero tenaz por su cuello, su nariz, su mejilla y, finalmente, al rozar sus párpados cerrados, la despertó.

Anaíd lanzó un grito y abrió los ojos. Estaba confusa. Le faltaba el aliento y extrañaba la intensa luz que invadía su habitación. Se hallaba en ese estadio de duermevela que aún no discierne entre el sueño y la realidad.

En su pesadilla, tan vivida, corría y corría bajo la tormenta buscando refugio en el bosque de robles. Entre el fragor de los truenos oía la voz de Selene gritando «¡detente!», pero ella no hacía caso de la advertencia de su madre. A su alrededor, los rayos caían por doquier, a centenares, a miles, deslumbrándola, cegándola, inundando el bosque con una lluvia de fuego hasta que un rayo la alcanzaba y caía fulminada.

Anaíd parpadeó y sonrió aliviada. Efectivamente. El culpable de todo había sido un rayo de sol juguetón que se había filtrado por las persianas de su ventana sin pedir permiso.

Ya no quedaba ni rastro de la tormenta eléctrica que la noche anterior había azotado el valle. El fuerte viento había barrido las nubes y los cielos lavados resplandecían como el agua violeta de los lagos.

¿Y esa luz tan intensa? ¿Tan tarde era? ¡Qué extraño! ¿Cómo es que Selene no la había despertado todavía para ir a la escuela?

Saltó de la cama y reprimió un escalofrío al poner los pies desnudos sobre el kilim. Se vistió, como de costumbre, sin dedicar a su atuendo más de un segundo, y se lanzó en busca de su reloj, ¡las nueve! ¡Era tardísimo! Ya había perdido la primera hora de clase. ¿Y su madre? ¿Cómo es que Selene aún no estaba levantada? ¿Le habría ocurrido algo? Siempre la despertaba a las ocho.

– ¿Selene?

Musitó Anaíd empujando la puerta de la habitación contigua y reprimiendo la angustia de su pesadilla que comenzaba a invadirla de nuevo.

– ¿Selene?

Repitió incrédula al comprobar que en la habitación no había nadie excepto ella y el aire gélido del norte que entraba por la ventana abierta de par en par.

– ¡Selene!

Exclamó enfadada como hacía siempre que su madre le gastaba una broma pesada. Pero esa vez Selene no apareció tras la cortina, riendo con su risa atolondrada, ni echándose sobre ella para rodar juntas sobre la cama medio deshecha.

Anaíd respiró profundamente una vez, dos, y lamentó que el viento hubiera barrido el perfume a jazmín que impregnaba la habitación de Selene y que tanto le gustaba. Luego cerró la ventana temblando. Había nevado. A pesar de estar avanzado el mes de mayo y de apuntar ya los primeros brotes primaverales, esa noche había nevado. El campanario de pizarra negra de la ermita de Urt, en lontananza, amanecía espolvoreado de blanco como un pastel de nata. Pensó que era una mala premonición por tratarse de un año bisiesto y cruzó los dedos como le había enseñado a hacer Deméter.

– ¿Selene? -repitió de nuevo Anaíd en la cocina.

Pero allí todo estaba intacto, tal y como lo habían dejado la noche anterior después de la discusión, antes de la tormenta y la pesadilla. Anaíd fisgoneó meticulosamente. Ni un rastro de taza de café tomada a hurtadillas, ni una galleta mordisqueada, ni un vaso de agua bebido a deshora. Selene no había puesto los pies la cocina. Segurísimo.

– ¡Selene! -insistió Anaíd gritando cada vez más nerviosa.

Y su voz resonó en la era, en el porche y llegó hasta el viejo pajar que hacía las veces de garaje. Y allí Anaíd se detuvo unos instantes, justo en el lindar de la destartalada puerta de madera, esforzándose en acostumbrar sus ojos a la penumbra del interior. El viejo coche estaba inmóvil, cubierto de polvo y con las llaves en el contacto. Sin él Selene no podía haber ido muy lejos. Urt quedaba alejado de todas partes y a medio camino de todos sitios. Era necesario coger el coche para ir a la ciudad, a la estación de trenes, a las pistas de esquí, a la montaña, a los lagos y hasta al supermercado de las afueras. Entonces…, si no había cogido el coche…

Anaíd comenzó a urdir una sospecha. Regresó al caserón y lo revolvió a conciencia. Efectivamente, las pertenencias de Selene estaban intactas. Su madre no podía haber salido de casa sin abrigo, sin bolso, sin llaves y sin zapatos.

Anaíd, cada vez más alterada, iba acumulando más y más certezas que la remitían a la ansiedad que sintió la mañana de la muerte de su abuela Deméter. Era absurdo, pero todo parecía indicar que Selene se había esfumado con lo puesto, sin una miserable horquilla de su cabello, semi-desnuda y descalza.

Con el corazón latiéndole desacompasadamente arrancó literalmente su grueso anorak de plumas del perchero de la entrada y, poniéndoselo de cualquier manera, se cercioró de que las llaves estuviesen en el bolsillo, cerró la puerta tras de sí y salió a la carrera. En la callejuela, el viento helado se colaba silbando y zigzagueando por el estrecho corredor que dejaban las casas de gruesos muros construidas a resguardo del norte.

Urt, de casas de piedra y tejados de pizarra, se alzaba en la cabecera del valle de Istaín, a pie de Pirineos, rodeado de altas cimas e ibones helados. En su plaza, orientada al este para recibir en su altar el primer rayo de sol, se levantaba la iglesia románica. En lo alto, dominando el valle y la entrada del desfiladero, se erguía el torreón en ruinas, habitado por cuervos y murciélagos. Antiguamente, el vigía permanecía alerta día y noche con una única tarea, mantener viva la antorcha destinada a prender la fogata al divisar al enemigo. La torre vigía de Urt era la torre madre de los valles, su señal se divisaba desde seis poblaciones distintas y cuenta la leyenda que la fogata de Urt detuvo el avance implacable de las huestes sarracenas a través de los valles pirenaicos, allá por el siglo VIII, en una hazaña ignorada y anónima.