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– ¿Y la conjunción de los siete planetas?

– Está próxima, tal vez un par de meses, o tres.

Elena rechazó el bombón y continuó pelando las judías.

– Llévate la caja, son demasiado ricos -luego, pensativa, añadió-: Todo parece encajar. La conjunción astral y el meteorito lunar señalan el cuándo y el dónde.

– Aquí y ahora.

– No me lo puedo creer. Sospechábamos que Selene fuera la elegida, pero no existían certezas como las que ahora nos das.

– Las Odish lo sabían desde mucho antes. Desde la ofensiva en la que murió Deméter -afirmó Criselda.

– Malditas Strigas…, malditas brujas Odish, a punto estuvieron también de llevarse a Anaíd.

Llegados a ese punto Criselda negó rotundamente con la cabeza.

– Anaíd no pudo ver a la Striga, no ha sido iniciada.

– ¿Ah no? La descripción que nos hizo del cuervo era la de una Striga. Dijo deformada, enorme, ojos inteligentes, hasta le habló… Intentó torcer su voluntad -le rebatió Elena.

– Pero… si hubiera sido la Striga, hubiera corrido la misma suerte que Selene. Nadie, y menos una niña, puede resistirse a su voluntad -le rebatió Criselda tozuda como una muía.

– ¿Y ese Max?

– No merece la pena ni buscarlo. Probablemente no exista.

Elena se puso nerviosa y el bebé lo notó, por eso comenzó su sesión de nuevo, una patada, dos… Había tantas cosas extrañas, tantas. Y estaba segura de que Criselda le ocultaba muchas más.

– Entonces estás diciendo que Anaíd tenía razón, que la desaparición de la ropa de Selene, el telegrama, el dinero, todo lo que justificó su partida posterior fue un apaño para hacernos creer que se había marchado por voluntad propia.

– …Lo supe desde el primer momento.

– Entonces…, ¿por qué has dejado que Anaíd crea que su madre la ha abandonado por un hombre?

– ¿Y qué íbamos a decirle? -preguntó Criselda comiendo otro bombón.

– La verdad -defendió Elena-. Tiene derecho a saber la verdad.

– Eso deberá decidirlo el coven.

– Muy bien, pero hasta entonces tenemos que protegerla. Tiene catorce años, concédele un escudo protector -suplicó Elena.

– ¿Yo? -objetó Criselda levantándose nerviosa de la mesa.

Era incapaz de permanecer cinco minutos sentada y no podía tener las manos quietas. Cogió un cucharón de encima del mármol. Elena insistió.

– Mientras duerme, sin que lo note. ¿Recuerdas el conjuro?

Y mientras lo recordaba, Elena se entristeció al constatar que ella nunca lo había recitado y, dada su mala suerte de concebir sólo varones, tal vez no lo llegara a recitar jamás. El escudo protector servía para las muchachas adolescentes, para protegerlas de la maldición de las Odish e impedir que en el delicado tránsito de niña a mujer perecieran desangradas. Anaíd lo ignoraba y debía protegerse.

Criselda estaba apurada. Se notaba a la legua que jamás había creado un escudo protector para una adolescente. Removió el enorme puchero con excesivo ímpetu mientras hablaba.

– Pero Anaíd parece que tenga diez años, no hace falta.

– ¿Que no hace falta? Su madre acaba de ser secuestrada y ella está en el momento más delicado de la vida de una Ornar. ¿Y dices que no hace falta? ¿Qué hace falta entonces? -gritó Elena desesperada.

Criselda era un absoluto desastre, pensó Elena. ¿A quién se le había ocurrido la brillante idea de enviar a Criselda? A Gaya, claro, para sacarse de encima a la niña y vengarse de Selene.

Pero Criselda se enfadó y agitó el cucharón.

– Mi trabajo es encontrar a Selene, por eso vine y eso es lo que estoy haciendo.

– ¿Y la niña? -inquirió Elena.

– La niña ya se apaña, yo no soy ninguna niñera.

Y era cierto, Criselda entendía tanto de niñas como de cocidos. No tenía ni idea.

Elena cambió de postura e interrogó a Criselda.

– Ya llevas dos semanas en eso y aún no nos has dicho nada. ¿Qué has averiguado desde el telegrama y el sobre del dinero? ¿Eh?

– Nada -se excusó Criselda sin ocultar su apuro.

Y con ese «nada» no mentía, pero era una ocultación de la verdad. Ese «nada» significaba mucho. Significaba sospechas en torno a Selene. Sospechas que ella no formularía hasta que estuviera completamente segura. Lo que había averiguado era precisamente nada, lo cual era lo menos tranquilizador de todo.

– Y tampoco te ocupas de Anaíd.

– ¿Cómo que no me ocupo? Estoy viviendo con ella.

– Quiero decir que no la vigilas, no la atiendes, no sabes siquiera lo que le pasa por la cabeza.

– Tonterías, le pasan tonterías, le aplico las manos cada noche para borrarle las tonterías -se defendió Criselda con pasión.

– ¿Y eso es todo?

– Estoy buscando a su madre, que es lo que Anaíd necesita. A su madre. Yo no he tenido hijos como tú. ¿Por qué no te quedaste tú con ella?

A Elena le dio un patatús. Ya tuvo bastante con los dos días que convivió bajo su techo y que se le antojaron complicadísimos.

– En el próximo coven tenemos que decidir qué hacemos con Anaíd -dijo Elena para resolver la cuestión de una vez.

Criselda la miró con estupor y señaló su enorme vientre.

– ¿Podrás volar?

– Pues claro, qué remedio. Estoy más pesada, no puedo comunicarme, pero el hechizo funciona igual.

Criselda probó el guiso y se quemó la lengua.

– Anaíd no me preocupa. No sufro por su seguridad, no quiere salir de casa. Es muy prudente.

Elena se vio en la obligación de advertir a Criselda, no sabía nada de Anaíd.

– Es muy lista.

– Ya me he dado cuenta.

– Acabó con todos los libros de la biblioteca juvenil hace dos años. Selene le traía libros de la ciudad.

– Una niña lectora.

– Habla y escribe cinco lenguas perfectamente.

– Ya.

– Toca todos los instrumentos que se le pongan por delante.

Criselda ya se estaba quedando sin argumentos.

– ¿Qué me quieres decir?

– Que no entiendo ni entenderé nunca por qué Selene no la inició a la edad que le correspondía.

Elena observó a Criselda, que reaccionaba poco a poro, y retuvo la respiración cuando se apoyó en el puchero y el puchero se tambaleó. Elena gritó demasiado tarde.

– ¡Cuidado!

Criselda agarró el puchero, pero sin querer trastabilló y se sujetó a la cortina de la ventana. La cortina se vino abajo y el puchero cayó al suelo con gran estrépito; se rompió en mil trozos esparciendo pedazos de pollo, tocino, apio, zanahoria, cebollas y patatas por toda la cocina.

Elena respiró hondo una vez, dos, el pequeño saltarín se alteraba con ella. ¿Resistiría los dos meses que le quedaban hasta el parto con el pequeño futbolista arremetiendo desde dentro y Criselda complicándole la vida desde fuera? Tras el estruendo, la cocina comenzó a llenarse de niños que llegaban de todas partes creyendo que había explotado una bomba.

– ¿Y la bomba?

– ¿Qué ha pasado?

– ¿Qué comeremos?

– ¡Fuera! ¡Fuera de aquí todo el mundo! -gritó Elena a punto de echarse a llorar.

Criselda, en cambio, parecía flotar ajena a todo y a todos. Aun teniendo delante el desastre, parecía ciega y lo contemplaba sin verlo. Estaba atando cabos lentamente.

– ¿Me estás diciendo que Selene tenía alguna razón que desconocemos para no iniciar a Anaíd? ¿Cuál? ¿Quizá no es una Omar? ¿A lo mejor es una simple mortal?

Y Elena, agachada recogiendo pedazos de tocino, sonrió a través de las lágrimas, porque como mínimo una cosa le había salido bien en ese día atravesado. La desastrosa Criselda había entendido que Selene les ocultaba más cosas de las que creían y que Anaíd era una de ella.