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También las hijas de Odi, las Odish, sufrieron el desprecio, la reclusión y la persecución de su propio padre y su hermano. Y por eso las Odish envenenaron a su padre Shh y luego engañaron a su hermano enviándolo a la muerte a manos de otro guerrero ambicioso.

Y así se sucedió una guerra tras otra, una traición tras otra, una persecución tras otra.

Oma y sus muchas hijas, que fueron llamadas Omar, continuaron ocultas aplicando calladamente sus artes curativas y mitigando el dolor de los que sufrían. Se refugiaron en los bosques, en las cuevas, en los valles junto a los arroyos y en los cruces de los caminos, donde recogían cuantos regalos les brindaba la naturaleza. Las Omar preparaban pociones y remedios para los dolores del cuerpo y aplicaban la fuerza de su mente y sus hechizos benéficos para aplacar los sufrimientos del espíritu. Acostumbradas a la persecución, se ocultaban durante el día y se reunían por la noche en los claros del bosque, donde celebraban sus ceremonias con las danzas y los cantos que les habían sido prohibidos. Se acogieron al poder de la luna, la que rige el ciclo femenino, fructifica la siembra y ordena las mareas, y prometieron ayudarse las unas a las otras sirviéndose de la telepatía y la lengua antigua para protegerse de la envidia de las Odish y del recelo de los hombres.

Las hijas de Oma fundaron las tribus Omar y a su vez sus nietas escogieron su clan entre los animales que pueblan la tierra. Aprendieron de sus tótems, su sabiduría, sus virtudes, su lengua y su espíritu. Las muchas biznietas de Om fundaron los clanes de las gallinas, las liebres, las osas, las lobas, las águilas, las oreas, las serpientes, las focas, las ratas y muchos más, se vincularon a sus linajes familiares y se dispersaron por el mundo. Allá donde llegaron fueron bien acogidas, puesto que dispensaban amor y sabiduría. Algunas fueron pitonisas, oráculos, músicas, poetisas, comadronas, herboristas o curanderas. Todas fueron fértiles, sabias y sensuales, y transmitieron su saber de madres a hijas ocultando su verdadera naturaleza a sus esposos y amantes para preservarse.

En los tiempos oscuros de persecuciones y ejecuciones, muchas perecieron en el fuego, pero otras, las que quedaron, suspiraban para que un día no muy lejano se cumpliera la profecía do O y llegara la elegida, la bruja del cabello rojo, la que acabaría con las Odish y pondría fin a la guerra de las brujas.

El tiempo, se decían estudiando las constelaciones, estaba cerca.

CAPITULO VII

La revelación

Anaíd no podía dar crédito.

– ¿Selene es la elegida de la profecía? Criselda le sonrió con orgullo mien-tras saboreaba un bombón de praliné de la caja que trajo Anaíd. Era delicioso.

– Las estrellas así lo han confirmado, el cometa anunció su próxima llegada, el meteorito cayó en el valle y la conjunción astral está a punto de consolidarse. Su cabello rojo y su poder son inconfundibles.

– Yo ya sabía que Selene era diferente, muy diferente…

– Yo soy la tía de la elegida y tú eres su hija. Es todo un honor pertenecer a su tribu, a su clan y a su linaje.

Anaíd recitó lo que acababa de aprender:

– Soy Anaíd, hija de Selene, nieta de Deméter, de la tribu escita, del clan de la loba, del linaje de las Tsinoulis.

Lo dijo en voz alta para creérselo. Todo era tan reciente que la incredulidad la dominaba veintitrés de las veinticuatro horas del día.

– Si tu madre te pudiese ver… -murmuró tía Criselda emocionada, pero enseguida un velo de tristeza nubló sus ojos.

Anaíd lo percibió.

– Entonces…, ¿Selene no huyó con Max?

– Probablemente Max no exista.

– Sí, sí que existe. Tengo su número de teléfono.

– ¿Lo conoces?

– No. Selene no me habló de él.

Anaíd y Criselda se miraron sin atreverse a expresar sus dudas en voz alta. Anaíd se preguntaba los motivos que podían haber llevado a Selene a ocultarle a Max. ¿Y Max? ¿Sabría algo de ella?

– ¿Dónde está Selene ahora? ¿Qué le pasará?

Criselda tomó aire, Anaíd era muy inteligente y le costaría engañarla, pero podía ocultar parte de sus emociones y confundirla. Nunca le diría a la niña que su tristeza provenía del miedo a la traición de Selene.

– No sabemos dónde está. Las Odish la han secuestrado.

Anaíd ya lo suponía y fue más lejos. Con vocecilla temerosa se atrevió a preguntar:

– ¿La matarán?

Criselda tardó en responder a la pregunta directa de la niña. ¿Entendería lo que encerraba su respuesta?

– A ella no.

Anaíd cazó al vuelo la insinuación, aunque a medias, listaba horrorizada.

– ¿Quieres decir que ELLAS mataron a la abuela?

Criselda dejó caer una lágrima. En efecto, Deméter, la matriarca Tsinoulis defendió con uñas y dientes a Selene antes de permitir que cayese en manos de las Odish. Criselda conocía a su hermana. Era dura como un pedernal, era una roca. Vencer a la gran mayoría debía de haber supuesto un gran desgaste para las Odish, por eso abandonaron y repusieron sus fuerzas para atacar un año después.

– Eso las mantuvo alejadas un tiempo. Tu abuela era muy poderosa y su hechizo de protección permaneció largo tiempo.

Anaíd no dejaba de pensar ni de atar cabos.

– Pero entonces, al morir la abuela, si mi madre estaba en peligro, ¿por qué no huyó? ¿Por qué no se escondió?

Criselda comenzó a sudar. Anaíd se iba acercando a la pregunta sin respuesta. Intentaría des-concertarla.

– Selene era tan valiente que creía que las vencería, por eso no se amilanó.

– Pero…

Criselda estuvo a punto de formular un hechizo de silencio. No soportaba tantas preguntas, no tenía respuestas a las preguntas de Anaíd que se acercaban peligrosamente a la gran cuestión.

Anaíd volvió a la carga. ¡Maldita niña!

– Pero no era valentía… Mi madre cambió, mi madre llamaba la atención aposta, salía por Internet, por la radio, concedía entrevistas y… bebía y conducía borracha… En la escuela decían que se le iba la olla.

Criselda respiró aliviada.

– Tú lo has dicho. Selene se volvió un poco… loca.

Anaíd recordó las locuras de Selene, algunas deliciosas, otras desconcertantes, las más inquietantes.

– La muerte de la abuela la afectó mucho y ahora lo entiendo. A lo mejor yo también me hubiera vuelto loca.

Criselda se sorprendió. ¿Sabría Anaíd más de lo que suponía?

– ¿Qué estás insinuando?

Anaíd, muy sabiamente, concluyó:

– ¿Cómo puedes continuar viviendo con la culpa de saber que tu propia madre ha muerto por defenderte?

Criselda la habría besado de alegría. Esa niña era un tesoro. Ella sólita, sin la ayuda de nadie, había encontrado el argumento que una bruja experimentada como ella llevaba más de quince días buscando.

A Selene la había vuelto loca la culpabilidad. ¡Claro! La excesiva responsabilidad de llevar sobre sus espaldas el destino de las Ornar y la muerte de su propia madre. Y, naturalmente, se había sentido desorientada, perdida y asustada. Por eso se había comportado como una loca irresponsable a pesar de las advertencias de sus compañeras de coven.

Criselda recordó que cuando tuvo lugar la muerte de la matriarca y su multitudinario entierro, Selene aún se recogía el cabello bajo sus originales sombreros y se comportaba con una cierta discreción. Cierta, porque siempre fue apasionada e inmediata. Entonces, las posibilidades de que fuera la elegida sólo eran rumorologías. Casi nadie la conocía, casi nadie sabía de ella, Selene era solamente la hija de Deméter, la matriarca Tsinoulis, la gran bruja. Sin embargo todo apuntaba ya a que así fuese. Hacía bastantes años que el cometa anunció su llegada. El año de la muerte de Deméter había caído el meteorito lunar y ahora, tras la inquietante conjunción de Saturno y de Júpiter, estaba acercándose el momento en que los siete astros se alinearían, esa conjunción que los tratados identificaban como el inicio del reinado de la elegida. La profecía se estaba cumpliendo.