Anaíd interrumpió los pensamientos de Criselda.
– ¿Sabes qué fue lo peor?
Criselda no lo sabía.
– Selene encontró el cuerpo de la abuela.
Criselda se llevó las manos a la boca para reprimir un grito. Selene no se lo había confesado. ¡Debió de ser terrible! Las Odish desfiguran a sus víctimas y las convierten en seres horrendos. Una vez, de niña, acudió de noche al cementerio con Deméter, desobedeciendo a los adultos y transgrediendo las normas. La escena que contemplaron no la olvidarían jamás. Las dos, tomadas de la mano, querían ver por última vez a Leda, su mejor amiga, la niña que no pudo llegar a ser mujer porque pereció desangrada a manos de las Odish antes de ser iniciada y antes de poder defenderse. Se escaparon de noche las dos, su hermana y ella, para besar a Leda. Su madre se lo había prohibido terminantemente, pero ellas no le hicieron caso y bajaron a la cripta donde descansaban los restos de Leda. ¡Ojalá nunca lo hubiesen hecho!
Leda era un monstruo.
Leda era un engendro.
Leda estaba sin cabello, hinchada, blanca, cubierta de pústulas, con las cuencas de los ojos vacías y las uñas de manos y pies arrancadas. Leda, la bonita Leda, se convirtió en el ser más horrible de todas sus pesadillas.
Nunca mientras viviese olvidaría a Leda.
Compadeció a Selene. En los casos de víctimas de las Odish las médicos forenses Omar acudían de lejos y se encargaban de buscar una explicación plausible para no despertar sospechas de la justicia. Así eludían las investigaciones policiales atribuyendo las muertes a caídas, atropellos, incendios, ahogamientos.
– A mí no me la dejaron ver -susurró Anaíd.
La pobre niña había descubierto demasiadas cosas juntas y no podía digerirlas.
– Las añoro tanto -murmuró a punto de llorar.
Criselda también las añoraba, eran su única familia. Sin poderse contener abrazó a Anaíd y Anaíd se refugió en su regazo, como un cachorrillo. Criselda le acarició suavemente la frente para borrar sus temores, sus angustias.
– ¿Selene lo estará pasando muy mal?
– Es fuerte, es poderosa, sabe protegerse.
– Quiero buscar a mi madre.
– Antes tendrás que aprender muchas cosas.
– Las aprenderé, me iniciaré como bruja Omar y rescataré a Selene de las Odish. ¿Me ayudarás?
– Claro que sí.
– ¿Empezamos ahora?
– Mañana, ahora duerme, duerme, pequeña, duerme y descansa.
Anaíd se arrebujó entre sus brazos e, inesperadamente, rodeó el cuello de la vieja Criselda y la besó en la mejilla.
– Te quiero, tía.
Criselda sintió un extraño cosquilleo en su piel. ¿Cuánto hacía que nadie la besaba? ¿Cuánto hacía que nadie musitaba «te quiero» a su oído?
Criselda, llena de melancolía por su lejana juventud en la que conoció el amor, acunó a su sobrina, la nieta de su hermana, y consideró que cambiar de opinión era de sabios. A lo mejor no entendía de niños, a lo mejor no sabía cocinar, a lo mejor no tenía paciencia, a lo mejor no servía, pero no la dejaría, no confiaría su educación en manos de otra bruja.
Se quedaría con Anaíd.
Era lo menos que podía hacer por las Tsinoulis.
Ver y no mirar, escuchar y no oír. Aprender a leer la naturaleza y la vida mediante la intuición.
Eso es lo que hacía Anaíd día y noche desde que tía Criselda se decidió a enseñarle los rudimentos del arte de la brujería. Hasta que no dominase los dos principios, no podía pronunciar conjuros ni servirse de su vara de abedul para encantamientos.
La vara la entusiasmaba, le daba segundad y le encantaba voltearla en el aire concibiendo originales signos, como las bengalas luminosas que agitaba la noche del solsticio junto a la hoguera.
Fue a cortar su vara con tía Criselda junto al río y, antes de escoger la rama oportuna y probar su sintonía, tía Criselda le mostró la forma de pedir permiso al viejo abedul. Anaíd oyó claramente la respuesta del árbol ofreciéndole su colaboración y se dio cuenta de que tía Criselda, en cambio, no lo había oído. ¿Estaba sorda su tía? No se atrevió a decírselo porque también se dio cuenta de que cuando escuchó las protestas del escarabajo que se agarraba a la rama tía Criselda tampoco se enteró.
Continuó escuchando y efectivamente escuchó muchas cosas, demasiadas. El ruido, el horrible zumbido que un día apareció en su cabeza, se había ido transformando en signos auditivos, lenguajes simples, lenguajes animales que podía comprender sin dificultad. Comprendía al perro, al gato, al gorrión y a la hormiga. En un perímetro de cinco metros cuadrados era absolutamente impensable la cantidad de voces que confluían. No obstante, prefirió mantener sus descubrimientos en absoluto silencio, por si acaso se había adelantado a sus lecciones, por si acaso, como le sucedía en la escuela, aprendía demasiado deprisa y debía morderse la lengua. Ya tenía práctica en ese tipo de tretas. Sabía simular perfectamente la estupidez.
Veía también muchos signos que antes le pasaban inadvertidos. Veía mensajes en la forma de las nubes, la dirección del viento, el vuelo de los pájaros y las arrugas de su sábana. Aprendió a leer lo que veía sirviéndose de sus propias intuiciones, en lugar de reprimirlas, y a interpretar algunos sueños y algunas premoniciones con la ayuda de su tía.
Tía Criselda la felicitó por sus progresos el día que Anaíd leyó correctamente el poso de su taza de té que vaticinaba una sorpresa inesperada y que se produjo unos minutos después, cuando el cartero les hizo entrega de un paquete postal que tía Criselda, emocionada, abrió con manos nerviosas y del que surgió un asustado gatito. El paquete provenía de su amiga Leonora, que la felicitaba por su cumpleaños y le regalaba el gatito, hijo de la gata Amanda que tía Criselda le regaló a ella años atrás.
Anaíd lo acarició, le habló en un arrullo y tuvo la satisfacción de obtener una respuesta en maullidos que supo interpretar: «Quiero a mi mamá.»
A Anaíd se le partió el corazón. Ella y el gatito tenían más puntos en común de los que podían tener una niña y un gato. Los habían separado de sus madres y estaban a merced de tía Criselda. Anaíd se erigió en protectora del nuevo inquilino de la casa y lo primero que hizo fue ponerle un nombre.
– Se llamará Apolo.
– ¿Apolo?
– ¿A que es guapo? Como Apolo.
Tía Criselda le permitió ocuparse de Apolo y, dicho sea de paso, se quitó un peso de encima. Si la niña le venía grande, no digamos la faena que suponía una cría llorona de gato que chupaba leche de un calcetín cada tres horas.
Anaíd tenía a Apolo, tenía su vara de abedul, sabía escuchar, ver, leer e interpretar, pero tía Criselda se negaba aún a enseñarle a utilizar ningún conjuro.
– La técnica te muestra el cómo, pero si no posees el que, nunca serías capaz de lograrlo. El qué es tarea tuya. Significa amar a tu propio espíritu, poseer paz, equilibrio y autoestima.