Eso era lo que tía Criselda recitaba hasta la saciedad.
– ¿Quieres decir que no estoy en paz?
– Eso lo sabrás tú sola, pero debes quererle mucho a ti misma. Debes hallar tu propio equilibrio.
– Gaya no tiene nada de eso.
– Precisamente por eso Gaya es una bruja tan mediocre. Su única virtud es la música. Cuando toca su flauta y compone sus melodías, encuentra lo que habitualmente le falta.
Anaíd no quería esperar, sentía dentro de ella una curiosidad insaciable y tenía ganas de ir más allá, más deprisa.
Pero tía Criselda, anormalmente plácida, se iba acomodando a una rutina apática que la invitaba a sentarse junto a la ventana y a contemplar anestesiada las mortecinas puestas de sol, cada vez más sucias y tristes, mientras comía bombones y bebía té. Anaíd sospechaba que los años comenzaban a gastarle malas jugadas. Tía Criselda cada día era más olvidadiza y desmemoriada. Algunas noches vagaba por la casa y en ocasiones preguntaba a Anaíd dónde se encontraba.
Anaíd, impaciente y deseosa de aprender, se ponía de los nervios al verla. ¡Sólo faltaba que su tía también enloqueciese!
Y decidió prescindir de Criselda. La fuerza que le salía a borbotones y que le confería una sensibilidad especial en las manos y en los ojos la llevó a explorar los rincones ocultos de la biblioteca de su madre y su abuela. Y buscando, buscando, encontró lo que quería.
No necesitaba a tía Criselda, ya tenía los libros de conjuros escritos en la lengua antigua, la lengua que Deméter le había enseñado y en la que pronunció el primer conjuro de su vida, el conjuro de vuelo del libro de Criselda mediante el cual había acudido al coven.
Sin que tía Criselda se enterara, se llevó los libros uno a uno hasta su cueva y allí, sola, con la única compañía de Apolo, aprendió a utilizarlos sin ayuda.
CAPITULO VIII
Selene permanecía prisionera del mundo opaco. En el mundo opaco, sin tiempo ni contrastes, se podía vivir eternamente en el olvido.
Espejo del mundo real, negativo de sus bosques, sus lagos, sus cuevas y sus recodos ignotos, todo en el mundo opaco transcurría absurdamente idéntico a sí mismo, igual al antes y al después.
Tan sólo el movimiento tenue del curso de los ríos, la inclinación caprichosa de las copas de los robles y el cambio en la ordenación de las cumbres contribuían a confundir el recuerdo para acabar instalando la convicción de que los recuerdos no tenían lugar ni cabida en ese mundo extraño sin horas, minutos ni colores.
Selene vagaba por sus bosques y se dejaba adormecer, sin escucharlas, por las vocecillas burlonas de los trentis, esos hombrecillos diminutos y liantes. Era inmune a sus mentiras y a sus engaños e impermeable al canto de las anjanas. Las anjanas, esas bellísimas doncellas que peinaban eternamente sus cabellos, ya no la subyugaban con sus dulces voces y sus leyendas de amor que narraban una y otra vez sin aburrirse jamás. Ya no se quedaba embobada contemplando el reflejo de sus siluetas en las aguas.
Nunca supo el tiempo que permaneció en el mundo opaco hasta que la condesa la recibió. Sólo supo que era el lugar adecuado para el olvido y la locura, y a punto estuvo de sucumbir a su encanto.
Cuando Salma la acompañó a través de las profundas galerías que socavaban la tierra, formando abruptas salas naturales pobladas de estalactitas y estalagmitas, Selene se atrevió a hablar y a desbloquear los sentidos que trentis y anjanas habían estado pugnando por robarle. Se trataba de eso, de superar las pruebas que le iban imponiendo. Resistió a las privaciones y había resistido a la nada. ¿Qué más cabría esperar?
La condesa la esperaba sentada en la oscuridad. Selene percibió la inmensa fuerza de su poder al penetrar en la galería. En efecto, Salma la saludó, manteniéndose distante, y presentó a Selene.
– Condesa, aquí tenéis a Selene.
La voz imperiosa no admitía dilaciones. Era una voz acostumbrada al mando.
– Acércate, Selene -ordenó la condesa.
Selene así lo hizo y un tacto frío manoseó su piel buscando un resquicio por el que colarse en su conciencia. Horrorizada, Selene notó cómo algo sinuoso penetraba en su cuerpo aprovechando el aire que inhalaba. Experimentó el mismo asco que le hubiera producido una inmensa cucaracha reptando por su boca e introduciéndose viva por su garganta para luego pasearse dentro de ella y hurgar en sus entrañas con sus patas. Selene luchó contra la repugnancia y el miedo utilizando, esta vez sí, un conjuro. Bloqueó sus sentidos y al/ó un muro de protección resistiendo estoicamente la minuciosa exploración a la que fue sometida. La tortura finalizó cuando el tentáculo de la condesa salió por un orificio de su nariz.
– Bienvenida, Selene, la elegida.
La voz de la condesa era metálica y falta de calor humano. ¿Y su rostro?, se preguntó Selene, pero lamentablemente la condesa no se dejaba ver, permanecía oculta en las sombras.
Selene, a pesar de su indudable inferioridad, mantuvo la cabeza bien alta.
– Aquí estoy, condesa, en el lugar de donde ninguna Omar ha regresado nunca.
Salma rió con su risa hueca y señaló a Selene encantada de ponerla en evidencia.
– Tenía miedo de venir, de conoceros.
Selene sintió la curiosidad de la condesa instalándose en sus cabellos, en los poros de su piel. Ahora husmeaba su cuerpo como un perro. Selene no se amedrantó.
– Salma tiene razón. ¿Acaso no se os conoce por el nombre de «la condesa sangrienta»?
La condesa suspiró.
– Eso fue hace mucho tiempo.
– Cuatrocientos años -musitó Selene-. Según las crónicas, en vuestro castillo húngaro degollasteis a más de seiscientas muchachas.
– Seiscientas doce. Todas doncellas. Su sangre me permitió resistir hasta nuestros días.
Selene se estremeció.
– ¿Y desde entonces no habéis regresado al mundo?
– Te estaba esperando.
Selene se inquietó.
– ¿A mí?
– He estado reponiendo fuerzas y estudiando los astros y las profecías. Por eso hemos podido adelantarnos a las Omar. Por eso hemos estado alertas a todas las señales, desde el cometa.
– Eso fue hace mucho tiempo -protestó Selene palideciendo.
– Exacto, hace casi quince años, cuando tú rechazaste a las Ornar y huiste. ¿Fue entonces también cuando descubriste que eras la elegida?
Selene entornó los ojos. Recordaba el tiempo oscuro de las revelaciones.
– Descubrí cuál era mi destino. Hasta entonces había creído que las profecías sólo eran paparruchas.
– No escogemos nuestro destino, Selene, el destino nos elige y no podemos eludirlo.
Selene se mantuvo callada. La condesa estaba en lo cierto.
– ¿Así pues sabéis de mis relaciones con… una Odish? ¿Os informó ella?
– Nos llegaron rumores, pero no era suficiente para estar seguras. Fue necesario el meteorito.
– El meteorito lunar -apuntó Selene-. Creí que habría pasado inadvertido.
– Para las Ornar tal vez, pero nosotras sabíamos que la caída del meteorito, poco antes de la conjunción, indicaría el lugar exacto donde la elegida se manifestaría. Y fue en el valle de Urt. Resultó sencillo. Tu linaje, tu fuerza, tu cabello y sobre todo tu historia te señalaban.
Selene reprimió una lágrima.
– Hace un año, cuando murió Deméter.
– ¿No te pondrás sentimental? -se burló Salma.
Selene se alzó sobre la sombra.
– ¡Era mi madre! ¡La matasteis!
Salma rió con ganas.
– Los sentimientos de las Omar. Ya los irás perdiendo, acaban por olvidarse, como los años o las arrugas.