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Un escalofrío de placer le acarició la nuca, la idea le agradaba tanto que una sonrisa fue instalándose en su expresión marmórea, la máscara que tan bien sabía interpretar.

– En ese caso, si el cetro de poder existe y la profecía me reserva la capacidad de empuñarlo…-Selene miró retadoramente hacia las sombras donde se ocultaba la condesa-, lo haré.

LIBRO DE ROSEBUTH

El secreto del amor bien pocas lo saben.

Sentirá una sed eterna,

sentirá un hambre insaciable,

pero desconocerá que el amor

funde y derrite

y alimenta y sacia

la fuerza monstruosa del mal

que habita en las profundidades

de su corazón de elegida.

CAPITULO IX

La sospecha

Elena, dando rienda suelta a su sueño e imaginando que Anaíd era su hija y la heredera de sus poderes, profirió el conjuro en la lengua antigua.

Anaíd lo tradujo por algo así como: «Cíñete a su cintura, oprime su vientre y esconde sus senos.»

Anaíd sintió un calor súbito en su cuerpo que le oprimió el tronco, como una faja, pero al poco se fue aflojando, aflojando, y desapareció. En su lugar sólo le quedó un leve enrojecimiento de la piel a la altura del ombligo.

Elena la examinó preocupada.

– ¿No sientes una opresión que no te deja respirar?

Anaíd lo negó.

– No. Ha desaparecido.

– Es lo mismo que me ha ocurrido a mí -exclamó Criselda, que hasta ese momento se había mantenido en un discreto segundo plano sin intervenir.

Criselda se había quitado un peso de encima, creía que le fallaba la memoria o, peor aún, la habilidad. Lo cierto es que se sentía anormalmente cansada y olvidadiza y llevaba mucho tiempo intentando conjurar un escudo protector para Anaíd sin ningún resultado. Se dirigió a Karen, que en su calidad de médico era la experta.

– ¿Quieres probarlo tú?

Pero Karen estaba tan intrigada como Elena y Criselda.

– Todo ha sido correcto, pero parece como si Anaíd lo rechazara. Si no fuera porque sé que no puede hacerlo, diría que ella misma expulsa el escudo.

– ¿Yo? -exclamó Anaíd, un poco harta.

No le gustaba que le probasen ropa y todavía le gustaba menos ser una especie de banco de pruebas de madres frustradas que pretendían recordar antiguos conjuros de adolescencia con ella como conejillo de indias.

Karen examinó minuciosamente a Anaíd. Revisó su ropa, sus cabellos y se detuvo en las minúsculas lágrimas negras que colgaban de su cuello.

– Quizá sea culpa de este talismán. ¿De dónde lo has sacado?

Anaíd lo tomó con afecto y lo besó.

– Lo tallé yo misma, en recuerdo de Deméter.

Karen parecía intrigada.

– Pero… esta piedra. Fijaos. ¿Quién te la dio?

Todas se acercaron y Anaíd dio las explicaciones pertinentes. Se sentía orgullosa de su hallazgo.

– Es un meteorito. Lo encontré en el bosque, cerca de…

Calló. Iba a decir cerca de la cueva, pero nadie, ni siquiera su madre, conocía su existencia. Rectificó a tiempo.

– Cerca del arroyo. ¿Os gusta?

– ¿Cómo sabes que es un meteorito? -intervino desconfiada Gaya.

– Me lo dijo la abuela -respondió humildemente Anaíd, que tratándose de Gaya procuraba no llevarle la contraria ni incomodarla; al fin y al cabo era su profesora.

– Si lo dijo Deméter será cierto. Anda, quítatelo.

Probaremos el conjuro sin la piedra -resolvió Elena-. ¿Quieres hacerlo tú, Gaya?

Elena también procuraba contentar a Gaya y mantener la paz dentro del reducido coven, pero desafortunadamente Gaya no tuvo el menor éxito. El conjuro rebotaba en el cuerpo de Anaíd como una pelota contra una pared.

– ¿No estará bajo la protección de un sortilegio más potente? ¿Un anillo de protección radial tal vez?-lanzó Gaya.

Karen repasó con sumo cuidado el espacio circundante del aura de Anaíd con la palma de su mano.

– No -respondió, pero no dejó libre a la niña-. Espera un momento, ahora que me fijo…, has crecido y has engordado mucho.

– Cinco kilos y nueve centímetros… -confirmó Anaíd.

– ¿Y por qué no me lo has dicho?

Anaíd se encogió de hombros.

– Tía Criselda está enfadada porque he aumentado dos tallas.

Criselda lo confirmó. Había refunfuñado cada vez que Anaíd, desolada, le mostraba la ropa inservible. Anaíd era una ruina.

Karen lo celebró.

– Ojalá Selene pudiera verte. Estaba tan preocupada… Pero yo sabía que cualquier día pegabas el estirón.

Anaíd calló.

– ¿No estás contenta? -inquirió Karen extrañada.

– Sí, aunque me siento un poco rara y tropiezo bastante -dijo señalando sus piernas y sus brazos desmañados. Y tampoco entiendo por qué empecé a crecer cuando dejé de tomar la medicina.

Anaíd lo dijo con un cierto reproche en el tono. Y ciertamente se sentía engañada. Cuatro años bebiendo aquel asqueroso brebaje con la fe ciega de conseguir lo imposible y una vez lo dejaba de tomar enfermaba, pero luego… crecía.

Criselda se llevó una mano a la boca asombrada. No había reparado en la coincidencia.

Pero fue Karen quien la asombró más si cabe con su respuesta.

– ¿Qué medicina?

– El jarabe y la poción que Selene me daba. Tía Criselda me los tiró a la basura y tú no estabas para reponerlos -aclaró Anaíd.

– ¿Te refieres a la poción del cabello? -se encalló Karen sin asumir el equívoco.

Criselda estuvo a punto de caer de la silla y cruzó una rápida mirada de entendimiento con Elena. Sus peores suposiciones se confirmaban.

Afortunadamente, Anaíd no estaba atenta y no pudo interferir los gestos que hicieron Criselda y Elena a Karen para hacerla callar.

Anaíd no dio importancia al apuro de Karen y su tía. Estaba preocupada por otro motivo. Había confiado en aquella reunión para plantear el tema que la preocupaba. Compuso su mejor sonrisa y se dirigió a las cuatro brujas:

– Os quería pedir a todas un favor especial.

Las cuatro mujeres se la quedaron mirando. Tía Criselda cogió un bombón para asimilar mejor la sorpresa. ¿Por dónde saldría Anaíd?

– Os pido permiso para adelantar mi iniciación. Tía Criselda me ha enseñado muchas cosas, pero yo querría aprender más rápido.

– ¿Por qué? ¿A qué vienen esas prisas? -se extrañó Karen.

– Quiero encontrar a mi madre.

– ¿Y cómo piensas encontrarla? -continuó Karen con cariño.

Anaíd meditó la respuesta.

– Sé que está viva, lo noto.

– La intuición no basta. A veces te confunde. ¿Qué pruebas tienes?-la interrogó Elena.

– Ahora que tía Criselda me ha enseñado a escuchar, puedo… escucharla.

Hasta tía Criselda quedó desconcertada.

– No me lo habías dicho.

Anaíd calló que no le había dicho ni eso ni muchas otras cosas. Si su tía supiera todos los conjuros que había aprendido y las voces de los animales que era capaz de comprender e imitar, a buen seguro le daba un patatús.

Elena miró a su alrededor.