Anaíd se mantuvo al abrigo del viento hasta que franqueó las ruinas de las viejas murallas de Urt. Una vez a campo descubierto, recibió el azote del norte en pleno rostro. Dos gruesos lagrimones le resbalaron mejillas abajo, pero no se arredró y, enfrentándose al vendaval, tomó el camino del bosque sin detenerse ni una sola vez.
El viejo robledal aparecía de buena mañana con un aspecto lastimoso. Ramas desgajadas, troncos centenarios carbonizados, hojas caídas, matorrales chamuscados… Aquí y allá la tormenta había dejado heridas que sólo el tiempo se encargaría de cicatrizar. Anaíd, con la ayuda de un bastón, desbrozaba palmo a palmo el manto grisáceo y fangoso que cubría el suelo. Temía dar con lo que buscaba. Lo temía tanto que lo negaba una y otra vez. Pero así y todo, y a pesar de su pánico, hacía su trabajo concienzudamente. Se había propuesto recorrer el bosque de punta a punta, revisando palmo a palmo todos sus rincones.
Buscaba el cuerpo de Selene.
Anaíd nunca podría olvidar la mañana en que desapareció Deméter ni la noche que precedió a su muerte. Deméter, su abuela, había muerto en el bosque durante una noche de tormenta hacía poco menos de un año, al regresar de atender su último parto. Era comadrona. Al recordarlo, Anaíd todavía notaba el sabor salado de las lágrimas que lloró por ella.
Esa mañana, tras una aparatosa tormenta, el día había amanecido cubierto por una neblina descolorida. Selene estaba inquieta porque Deméter no había dormido en su cama, y Anaíd sintió un miedo abstracto, inconcreto. Selene no dejó que la acompañara al bosque, quiso ir sola, y al regresar, aterida de frío y con los ojos cubiertos por una telaraña de dolor, no podía articular las pocas palabras que necesitaba para comunicarle la muerte de su abuela. Pero no hizo falta porque Anaíd ya lo sabía. Había notado el gusto agrio de la muerte subiendo por su garganta nada más despertar. Selene, a duras penas, le explicó que ella misma había encontrado el cuerpo de Deméter en el bosque. Luego calló. Selene, de natural tan parlanchina, enmudeció y no respondió a una sola de las preguntas de Anaíd.
Durante los días siguientes la casa se llenó de familiares lejanas venidas de todas las partes del mundo. Recibieron centenares de cartas, de llamadas telefónicas, de e-mails, pero nadie aventuraba nada. Por fin dijeron que había sido un rayo y la médica forense, una especialista que voló desde Atenas, así lo certificó. Sin embargo Anaíd no pudo besarla antes de meterla en su ataúd, pues su cuerpo estaba carbonizado, irreconocible.
En el pueblo se habló largamente del rayo que alcanzó a la abuela de Anaíd esa noche de tormenta eléctrica, aunque nadie se explicó nunca, ni siquiera Anaíd, qué hacía Deméter en el robledal a osas horas de la noche. Su coche fue hallado en la carretera, apareado junio a la cuneta del camino forestal, con la ventanilla de la puerta del conductor abierta, los faros de posición encendidos y el intermitente parpadeando con terquedad.
Anaíd se detuvo y el presente se reinstaló raudo entre las sombras de las hojas de los robles. Su bastón había topado con algo, con un objeto duro cubierto por la hojarasca. Sin poder remediarlo sus manos la traicionaron y comenzaron a temblar de forma insistente. Recordó los consejos de Deméter para vencer al miedo cuando el pánico se enseñoreaba de la voluntad. Dejó su mente en blanco y luego apartó las hojas con sus botas y contuvo la respiración: era un cuerpo todavía caliente, pero no pertenecía a un ser humano, era…, era… un lobo, mejor dicho, una loba, puesto que se distinguían perfectamente sus mamas hinchadas de leche. Sus cachorros no debían de andar lejos. Pobrecillos, sin la leche de su madre estaban condenados a morir de hambre. Anaíd se consoló pensando que tal vez ya estuviesen lo suficientemente crecidos para subsistir con la ayuda de la manada. Observó al animal. Era bello. Su pelaje, a pesar de la suciedad del barro, era de un gris perla, suave y sedoso al tacto. Sintió lástima por la joven loba y la cubrió de nuevo con hojas secas, ramaje y piedras para evitar que fuese pasto de carroñeros. La loba estaba lejos de las montañas, había bajado al valle aventurándose en territorio humano y había hallado la muerte. ¿Por qué bajaría al valle?
Anaíd miró su reloj. Eran las doce del mediodía. Decidió que lo más sensato sería volver a casa y comprobar si todo seguía igual. A veces sucedía que las circunstancias cambiaban inesperadamente y aquello que horas o minutos antes parecía horroroso dejaba de serlo.
Confiando en la remota posibilidad de hallar a Selene en casa, encaró el camino de regreso sin tomar precauciones y tuvo la mala fortuna de topar con sus compañeros de clase que salían en tropel de la escuela. Dar explicaciones o responder a preguntas engorrosas era lo último que deseaba hacer en aquellos momentos. Tampoco se veía con ánimos de afrontar sus burlas. Así pues dio media vuelta y salió disparada en dirección contraria desviándose por el callejón del puente. Se giró para comprobar si había conseguido esquivarlos y ese gesto la perdió. No vio venir el Land Rover azul que bajaba la cuesta y sólo sintió un fuerte golpe en la pierna y un chirrido de frenos. Después un grito. Luego nada.
Anaíd yacía en el suelo atontada, sin poder moverse, y la conductora del vehículo, una turista vestida con ropa deportiva, cabello rubio, ojos azules y leve acento extranjero, se arrodillaba sobre ella lamentándose y tanteando su cuerpo.
– Pobrecilla niña, quédate quieta, llamaré a una ambulancia. ¿Cómo te llamas?
Antes de que Anaíd abriese la boca, un montón de voces respondieron por ella.
– Anaíd Tsinoulis.
– La enana sabelotodo.
– La empollona.
Anaíd quiso fundirse y se negó a abrir los ojos. Había oído la voz de Marión, la chica más guapa de su clase, la que montaba las fiestas más guay y nunca la invitaba. Y también había oído la voz de Roc, el hijo de Elena, con el que jugaba de pequeña pero que ya no le hablaba, ni la miraba, ni la veía… Quería morirse.
Suponía que todos los buitres de su clase estaban en corro sobre ella, señalándola con el dedo, regodeándose de su desgracia, viéndola pequeña, enana, miserable, fea y cachondeándose de su accidente…
Quería morirse de vergüenza.
Desde que las chicas de su clase crecieron, crecieron y la dejaron atrás, riéndose de su talla de niña, Anaíd se sentía una marciana. Ni Marión ni las otras la invitaban a sus fiestas de cumpleaños, ni a sus salidas nocturnas a la ciudad, ni compartían con ella sus secretos, ni intercambiaban su ropa y sus CD. Y no era porque le tuviesen ojeriza o envidia por sacar mejores notas, sino porque ni siquiera la veían. Su problema, el gran problema de Anaíd, era que a pesar de haber cumplido catorce años medía como una niña de once y pesaba como una de nueve.
Era invisible, pasaba inadvertida fuese donde fuese, excepto en el aula. En el aula brillaba con luz propia y ahí residía su pequeña tragedia. Tenía la mala suerte de entenderlo todo a la primera y de sacar las mejores notas, así que cuando respondía en clase o le puntuaban con un diez en un examen sus compañeros se burlaban apodándola la enana sabelotodo. Para colmo de males, su inteligencia también molestaba a algunos profesores y en más de una ocasión se había arrepentido por no morderse la lengua a tiempo. Últimamente se abstenía de levantar la mano en clase y procuraba cometer siempre alguna falta en los ejercicios para bajar nota. Pero daba lo mismo, continuaba siendo la enana sabelotodo. Y eso escocía, vaya si escocía.
Anaíd, en el suelo, sólo quería que se marchasen y la dejasen tranquila, que dejasen de mirarla con sus ojos burlones y poco compasivos.
– ¡Fuera de aquí, niños, largo! -les increpó la extranjera.
La misma voz dulce y firme que la había atendido se había tornado dura e inflexible. Y le hicieron caso. Los chavales de su clase salieron a la desbandada y Anaíd, estirada en medio de la calzada, oyó el retumbar de las suelas de sus zapatos al correr por los suelos empedrados de las callejuelas de Urt. Corrían para propagar la noticia de su atropello.