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A la mañana siguiente, en clase, procuró sentarse lo más cerca posible de Marión. Roberta accedió al cambio de asiento por un paquete de chicles, y así Anaíd consiguió colocarse en el pupitre justo detrás de su víctima. Cuando estuvo segura de que nadie la veía, sacó rápidamente su vara de abedul de la mochila y la escondió bajo el libro de Sociales. Había esperado a la clase de Corbarán, el profesor de Sociales que no se enteraba de nada. Y mientras Corbarán charlaba y charlaba -sin importarle si alguien le escuchaba o no-, Anaíd pronunció su conjuro con los labios entornados dirigiendo su vara hacia Marion, sentada delante de ella, y rozándole levemente los cabellos.

¡Estupendo! Marion había reaccionado al contacto ladeando la cabeza. Al cabo de un rato, alzó su mano y se rascó distraída.

Anaíd contuvo la respiración. Surtía efecto. Marion se daba por aludida y respondía a la seducción. Ahora sentía un cosquilleo leve, de ahí el gesto de rascarse. Le seguiría un impulso, giraría la cabeza y la descubriría. Luego, recordaría su nombre, le sonreiría y la invitaría a su fiesta.

Todo sucedería tal y como el conjuro vaticinaba.

Anaíd esperó un minuto, dos, tres -que se le hicieron eternos- y luego… efectivamente Marion se giró y la descubrió. Pero no sonrió. Se rió. Se rió con ganas, como si estuviese viendo una película de risa o escuchando un chiste muy gracioso. Se rió de Anaíd en sus narices. Y dijo algo así como:

– Vaya, vaya, a la enana sabelotodo le han crecido las tetas y le han salido granos.

Anaíd se quedó muerta. Muerta es poco. La chanza de Marión y su cachondeo se oyeron hasta la torre de los vigías -eso le pareció a Anaíd- y fue coreada por todos los pelotas de la clase, por los cuervos del torreón y por los turistas que descendían el río en rafting. El mundo entero rué testigo de la AFRENTA DE MARIÓN.

El primero en reírse, sin embargo, fue Roc, el hijo de Elena y el novio del momento de Marion. Eso Anaíd también lo oyó y se lo apuntó.

Anaíd aguantó el tipo como pudo hasta que, sin pedir permiso siquiera a Corbarán -total, no se enteraba-, salió de clase corriendo y se metió en el baño para llorar a gusto.

Y llorando, llorando y mirándose al espejo descubrió que, en efecto, le había salido un minúsculo grano en la nariz. Fue entonces cuando decidió vengarse. Peor de lo que estaba no podía quedar. Ni ella ni su prestigio ni su honor.

Salió del baño con la cabeza bien alta y su plan decidido. Acababa de sonar la campana y todos habían salido al recreo a estirar las piernas, darle a la lengua y comer el bocata. Claro que Marion y Roc acostumbraban a comerse el bocata en la terraza del bar de la plaza con una Coca-Cola en la mano y su pandilla alrededor. Y allí fue hacia donde Anaíd, con la cabeza bien alta y su vara escondida bajo la manga de su camiseta, se dirigió.

A lo mejor Anaíd habría cambiado de opinión si Marion simplemente la hubiese ignorado como siempre había hecho, pero su propio conjuro había conseguido centrar la atención de Marion en su persona, como si fuese un imán irresistible. En cuanto Anaíd apareció, Marion percibió su presencia, giró la cabeza, clavó sus ojos en ella y volvió a la carga.

– Mirad quién viene, la pequeña Anaíd. ¿Te pedimos un biberón o prefieres una papilla? Anaíd se acercó a Marion.

– ¿No dijiste que tenía granos?

– Oh, sí, claro… Si ya eres una teenager.

Y ahí fue donde Anaíd arriesgó el todo por el todo. Deslizando su vara sin que se notara por debajo de su manga, se tocó su grano de la nariz y luego rozó levemente la cara de Marion.

– Aunque el mío no tiene ni punto de comparación con los tuyos. ¿Cuántos granos tienes, Marion? ¿Una docena? ¿Dos docenas? ¿Tres docenas?

Y a medida que Anaíd iba profiriendo cifras, la cara y el cuello de Marion iban perdiendo la tersura y se iban cubriendo de espinillas infectadas.

A su alrededor resonaron los gritos y Anaíd, envalentonada, arriesgó más de lo que se había propuesto.

– ¡Jo! Tu novio tampoco se queda atrás -dijo rozando la cara de Roc, que al instante también se cubrió de acné.

Marion no se vio. Pero vio el efecto que su cara causaba en los demás y dio un grito al ver el aspecto de Roe.

– ¡Qué asco! -gritó Marion.

E inmediatamente se dio cuenta de que la misma pinta debía de tener ella, puesto que los que estaban a su lado retiraban la silla y arrugaban la nariz. Se palpó la cara con incredulidad y, al notar las horrorosas protuberancias, se lapo el rostro con las dos manos, escondiéndose avergonzada, y chilló muy fuerte:

– ¡Bruja, más que bruja!

Sólo entonces Anaíd se dio cuenta de lo que había hecho.

Y lo malo era que desconocía el antídoto de su conjuro.

Dio media vuelta y salió huyendo.

Criselda no podía dar crédito a lo que oía en boca de Elena. Anaíd no sólo la había desobedecido ensayando conjuros sin su consentimiento, sino que -peor imposible- había proferido un conjuro de venganza públicamente y había sido acusada de bruja.

La mataría de un disgusto.

– ¿Te has vuelto loca? -le gritó Criselda.

Anaíd había aguantado el chaparrón estoicamente, aunque por dentro estaba hecha papilla. Era un desastre.

– ¿Te das cuenta de que nos estás poniendo en peligro a todas? ¿A ti la primera?

Elena no había perdido los nervios como Criselda, pero estaba preocupada.

– Los conjuros de venganza son impropios de una Ornar.

– Están terminantemente prohibidos. ¿Quién te enseñó a formularlos? -la interrogó Criselda, ya repuesta del susto inicial.

Anaíd no lo sabía. Le había salido de dentro y le había funcionado.

– Yo sólo quería que Marión me invitara a su fiesta -se defendió Anaíd.

– ¿Cómo? ¿Llenándola de granos?

– No, primero formulé un conjuro de seducción para que Marión se fijara en mí, pero se fijó tanto que me insultó delante de todos.

Criselda y Elena, simultáneamente, se llevaron las manos a la cabeza.

– ¡Oh, no!

Anaíd se dio cuenta de que la equivocación venía desde el principio.

– ¿Que hice mal?

– Todo.

– No tienes dos dedos de frente.

– ¿A quién se le ocurre suplir un sentimiento con un conjuro?

– Ninguna bruja puede conseguir amistad o amor con un elixir ni con un conjuro.

– Eso es propio de las Odish.

– ¿Quién te lo enseñó?

Anaíd se había ido achicando, achicando, hasta quedar hecha un ovillo. Entonces comenzó a sollozar. Le dolía ese aluvión de acusaciones que Elena y Criselda vomitaban sobre ella. Nunca las había visto tan indignadas. Lo hacía lodo mal, fatal, y no servía ni para chica, ni para bruja.

Anaíd se regodeaba en sus lágrimas. Se había convertido en una llorona impenitente. El crecimiento conllevaba unas enormes ganas de comer y unas terribles ganas de llorar.

Elena y Criselda callaron y se sentaron junto a ella en silencio. Criselda pasó la mano por su frente y Elena le acarició el cabello. Poco a poco fueron consolando su desespero hasta que cesaron los hipidos.

Anaíd se sorbió los mocos, se frotó los ojos y se secó las mejillas dispuesta a continuar escuchando a sus mayores.

Elena y Criselda retomaron su sermón procurando infundirle un tono amable y didáctico.

– Todo tu poder y tu magia deben estar al servicio del bien común, nunca del bien privado. ¿Lo tendrás presente?

– Una bruja Ornar nunca formula conjuros para su limpio provecho.

– Has cometido dos infracciones gravísimas.

– Tres.

– Un montón.

– Pero equivocarse también enseña.

– Las brujas Omar somos humanas y mortales que convivimos con los humanos y no nos podemos servir de la magia para conseguir el amor, ni la amistad, ni el respeto ni el poder… ni la riqueza.