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– Si una Omar se sirve de la ilusión o la maldición para sus propios fines o su propia venganza, es expulsada del clan y de la tribu y privada de sus poderes.

– ¿Lo entiendes?

– Anaíd…, nuestro poder tiene que ser limitado.

– Cocinamos, trabajamos, compramos… Imagina que no hiciésemos ningún esfuerzo para todo eso.

Anaíd iba asintiendo con movimientos de su cabeza y repitiendo sí, sí, sí. Finalmente no pudo más y, con un último sollozo, algo teatral, hizo la pregunta que la torturaba:

– ¿Me estáis diciendo que soy mala?

Elena y Criselda se miraron un poco sorprendidas. Ninguna de las dos había educado a ninguna joven bruja. A lo mejor lo que le había sucedido a Anaíd, su exceso de confianza, su uso incorrecto del poder, les pasaba a todas las muchachas.

Criselda optó por quitar hierro al asunto.

– Anda, vete a dormir y mañana será otro día.

Elena le recordó:

– Y mañana no comentes nada en la escuela. No me ha quedado otro remedio que invitar a Roc, a Marion y a sus amigos a una poción de olvido. Todo lo que ha sucedido en las últimas veinticuatro horas se ha borrado de sus cabezas. Lo siento por los que hayan estudiado para el examen de música.

Anaíd se emocionó.

– ¿Una poción de olvido? ¡Es fantástico! Así podría…

– ¡No! -gritaron al unísono Elena y Criselda.

Anaíd se echó airas y calló.

Tía Criselda añadió:

– En el próximo coven tendrás que pedir perdón por tu desobediencia. Puede que se te imponga algún castigo.

Anaíd calló. No le apetecía en absoluto pedir perdón a Gaya, pero tendría que hacerlo.

Besó a tía Criselda y a Elena y se fue cabizbaja hacia su habitación. En cuanto hubo desaparecido de su vista, las dos mujeres se miraron preocupadas. No les hacía falta explicitar con palabras todo lo que les rondaba por la cabeza.

– Aún no está preparada.

– ¿Lo estará algún día?

– ¿Y si nos hemos equivocado?

– A lo mejor Deméter y Selene tenían una razón de peso para no iniciar a Anaíd en la brujería.

– ¿Y si Anaíd fuera peligrosa?

Estas y otras preguntas pasaron veloces de las cabezas de Criselda a Elena y viceversa.

Estando cerca Anaíd no se atrevían a hablar de ella en voz alta. Comenzaban a sospechar que sus poderes no eran ni mucho menos los que la niña había confesado.

CAPITULO XI

Los espíritus obedientes

Anaíd se metió en la cama deprimida. Si se había levantado de buena mañana creyendo ser la persona más poderosa del mundo, capaz de conseguir lo que quisiese por las buenas o por las malas, ahora en cambio estaba convencida de que era la chica más miserable, egoísta y sinvergüenza que poblaba el planeta Tierra.

Dio mil vueltas sin conseguir pegar ojo. Ahuecó la almohada de plumas, probó a conciliar el sueño recostada del lado derecho, cambió al lado izquierdo, probó a taparse, pero al sentir calor se retiró la colcha y se destapó un brazo, luego un pie, el otro, y volvió a sentir frío de nuevo. Se hartó definitivamente, encendió la luz y saltó de la cama.

Ya no estaba deprimida. Estaba enfadada, enfadadísima con el mundo entero. Su vida era una verdadera porquería y todo avanzaba al revés, hacia atrás. Lo cual quería decir que hacía una semana era mucho más desgraciada que hacía un mes y así paulatinamente.

Sobre el kilim turco, junto a su cama, estaba sentada la alucinación del caballero con yelmo y armadura, que se echó a un lado para que Anaíd, con el impulso que llevaba, no le pisase.

La dama de las cortinas esbozó una sonrisa burlona por el susto que se había pegado el caballero.

Anaíd no se inmutó. Las dos alucinaciones formaban parte de su imaginario, eran invenciones suyas que habían surgido desde que tenía poderes. Ni la asustaban ni la incomodaban. Acudían algunas noches, en silencio, y tomaban posesión de sus dominios preferidos. El caballero, recostado en su alfombra de algodón de vivos colores, y la dama, medio oculta tras las cortinas. Con los primeros rayos del sol desaparecían.

Esa noche, sin embargo, Anaíd necesitaba pelea, fuese consigo misma o con alguien.

Primero lo intentó consigo misma. Se miró al espejo y se sacó la lengua. No se gustaba nada, nada, nada. Era un engendro. A medio camino entre una niña esmirriada y una joven granuda. Preferir por preferir, se prefería antes de crecer. Antes era una enana. Pero ahora, ¿en qué se había convertido? Ahora era un monstruo. Una bruja capaz de detener una mosca en pleno vuelo, hablar con los lobos, cubrir una bonita cara de granos pestilentes y preferir que la invitasen a una fiesta de cumpleaños antes que pensar en su madre y en la mejor forma de ayudarla.

Era una rencorosa que no perdonaba que su madre no hablase de ella a su novio.

Era una vengativa porque le dolía el engaño de Selene de ocultarle sus amoríos con Max.

Lo cierto era que le escocía la regañina de sus mayores y estaba muerta de miedo ante la empresa que ella misma había propuesto. Había dado un paso adelante sin saber hacia dónde tendría que continuar. Se había ofrecido a buscar a Selene y rescatarla de las manos de las Odish a la brava, por chulería. Pero…

¿Cómo sabría dónde estaba Selene?

¿Y si la encontraba qué haría?

¿Y si Selene no quería ser encontrada?

¿Y si los conjuros no le funcionaban y los que le salían estaban prohibidos por las Omar?

Por eso se había ido por la tangente soñando en ser invitada a la fiesta de Marion.

Puro escapismo.

¿Cómo había podido ser tan superficial?

¿Cómo había podido tener deseos de ir a una fiesta superficial, con gente superficial, cuando su madre estaba prisionera, probablemente estaba siendo torturada y ella, solamente ella, la quería lo suficiente como para sacarla del atolladero y salvarla?

La única explicación posible es que era una chica superficial, sin sentimientos y muerta de miedo. Además de fea, claro.

– ¡Cobarde! -se insultó Anaíd delante del espejo.

Y en el mismo espejo vio reflejada la silueta de la dama que, a sus espaldas, se reía por debajo de la nariz. Anaíd no pudo aguantarse.

– ¿De qué te ríes? -le espetó.

Esperaba que no dijese nada y continuase riéndose. Era más que evidente que se reía de ella. Anaíd era tan desgraciada que hasta sus propias pesadillas se reían de ella en sus narices, como Marion, como Roc y su pandilla. Pero la dama la sorprendió señalando al caballero y gritando gozosa:

– Me río de él. ¡Él es el cobarde!

El caballero se sonrojó, pero no respondió. Anaíd se desconcertó.

– ¿Ah sí? ¿Y por qué es un cobarde?

– ¿Me lo preguntas a mí? -sondeó la dama.

– Sí, a ti.

La dama dio un respingo, encantada de poder explicarse.

– Ahí donde lo ves, dejó plantado a su ejército en el desfiladero, dio media vuelta y salió corriendo.

Anaíd no se esperaba una acusación tan fundamentada. ¿Con quién estaba hablando?

– ¿Qué ejército?

– El del conde Ataúlfo que intentó defender el valle ante la acometida de las huestes de al-Mansur.

Anaíd se estaba quedando muy sorprendida. En la escuela de Urt había estudiado ese episodio negro de la historia de los valles. Cuando el malvado al-Mansur-Bi-Lälh penetró a sangre y fuego por el desfiladero arrasando las aldeas y los pueblos a su paso. Y todo por culpa del ejército cristiano que acudió a defenderlo pero que salió huyendo ante el empuje de las tropas sarracenas y la visión de sus afiladas cimitarras.

¿Le estaba tomando el pelo su propia alucinación?