Anaíd se dirigió al caballero, que parecía especialmente cariacontecido, pero que no decía esta boca es mía.
– ¿Es verdad lo que dice esa dama?
El caballero levantó cautelosamente la cabeza y mi-m) a Anaíd.
– ¿Te diriges a mí?
– Sí.
– Oh, hermosa niña, cuánto te agradezco que me hagas el honor de interpelarme. No sabes cuánto deseaba poder hablar y acabar así con el mutismo de mil diecisiete anos. Aburre, sinceramente aburre.
– ¿Es cierto lo que ha dicho la dama?
El caballero compungido afirmó con la cabeza.
– Desgraciadamente sí. Mi padre el vizconde me melló ni un buen brete dándome el mando tan joven y sin experiencia. Al primer alarido del ejército sarraceno se me heló la sangre en las venas. Debí de salir corriendo y no recuerdo nada más hasta que caí muerto.
Ahí Anaíd sí que se quedó boquiabierta.
– ¿Te mataron?
– En efecto, bella niña, la cobardía no me libró de la muerte. Una flecha perdida me sacó de este mundo y la maldición de mi padre me retuvo en él condenándome a vagar por la tierra que eché a perder.
Y con un gesto vago abarcó a su alrededor.
Anaíd le señaló incrédula.
– ¿Entonces eres un… espíritu?
– Un espíritu errante, mi hermosa interlocutora. A quien tú puedes ayudar si te muestras generosa.
Anaíd no daba crédito.
– ¿Yo?
– ¿Puedo hablar?
Era la voz de la dama, un poco impaciente y un poco celosa del caballero que le había robado el protagonismo.
Anaíd le concedió la palabra.
– Mi dulce niña, tú nos puedes ver, tú nos puedes escuchar y tú nos puedes pedir. A cambio, naturalmente, estás obligada a darnos.
Anaíd computó rápidamente.
– Os puedo pedir ¿qué? Y estoy obligada a daros ¿qué?
La dama sonrió.
– Nos puedes pedir deseos imposibles, deseos que los humanos no pueden concebir. Deseos que sólo los muertos pueden hacer realidad.
Anaíd no comprendía.
– ¿Sois brujos?
La bella dama negó.
– Simplemente viajamos por el mundo de los espíritus y conocemos lodos los rincones que les están vedados a los vivos. No hay secreto que nos pase inadvertido… Lo sabemos todo. Estamos enterados de dónde ocultáis vuestras riquezas, qué secretos escondéis, qué crímenes habéis cometido, qué mentiras pronunciáis y a quién amáis. Podemos susurrar en el oído de un vivo para convencerlo de que su propia voz le guía y podemos crear remordimientos para minar su moral. Podemos desencadenar muchas tempestades.
Anaíd comenzaba a comprender.
– Y si yo os pidiera algo y me lo concedieseis, ¿qué os tendría que dar a cambio?
El caballero se adelantó.
– ¡La libertad!
– ¿Qué libertad? -preguntó Anaíd sorprendida-. ¿No sois libres?
La dama chasqueó la lengua.
– Estamos condenados a vagar. Queremos descansar, descansar eternamente. Ya hemos pagado nuestras culpas.
Anaíd no podía creer que estuviese platicando con dos almas en pena, sobre todo la dama, tan hermosa y alegre.
– ¿Qué culpa arrastras tú?
– La traición. Traicioné a mi amor. Le prometí que le esperaría y cuando regresó de las cruzadas me encontró casada con el barón. Me mató, claro, y me maldijo, por eso estoy aquí.
Anaíd se indignó.
– O sea que además de matarte encima te condenó.
La dama puntualizó:
– Él también vaga por haberme matado.
– Pues que se fastidie -exclamó Anaíd con sinceridad.
En ese caso le pareció una condena muy justa. Menuda t.ini, matar a alguien por una promesa.
La dama suspiró.
– Ay, bella niña, resulta muy cansado llevar a cuestas tantos lustros, decenios, centurias y milenios de inactividad. El caballero cobarde y yo, la dama traidora, deseamos tanto poder descansar…
Anaíd se iba convenciendo de que los dos espíritus no formaban parte de su bagaje imaginativo ni eran ninguna pesadilla. Tenía ante sí a dos pobres fantasmas dispuestos a complacerla a cambio de que ella les librase de sus cadenas.
¿A qué esperaba?
Le habían dicho que lo sabían todo, todo.
¡Fantástico! Precisamente lo que ella necesitaba era información.
Se hizo la interesante.
– Pues, estoy dispuesta a entrar en tratos con vosotros si me ayudáis.
Consiguió lo que pretendía. Expectación total. Los dos bebieron de sus palabras.
– ¿Y bien?
– Nos tienes dispuestos a escucharte y a complacerte.
– ¿Sabéis lo que es una bruja Odish?
– Naturalmente.
– Nos comunicamos con las brujas Odish.
– Tú eres una bruja Odish.
Anaíd interrumpió a la dama, indignada.
– ¿Cómo se te ocurre decir que soy una Odish?
– Perdona, bella niña, yo creía…
– Soy una bruja Omar, de la tribu escita, del clan de la loba, hija de Selene, nieta de Deméter.
El caballero y la dama se miraron consternados por haberla hecho enfadar.
– Como tú digas, hermosa niña, hija de Selene.
– Nieta de Deméter.
– Te pedimos disculpas por haber creído que eras una bruja Odish.
– Aceptamos tu condición de Omar, hija de Selene.
– Nieta de Deméter -repitió de nuevo el caballero como entonando una letanía.
– A callar, basta ya de peloteo -les cortó Anaíd, mosqueada por el exceso de sumisión que tenía un no sé qué de chirigota.
Observó sorprendida que, tras su orden tajante, los dos espíritus callaron en el acto sin ninguna intención de continuar hablando. Entonces recordó que no podían dirigirse a ella si ella no los interpelaba. ¿Era sólo la primera vez? ¿0 siempre necesitaban su permiso para hablar? Eran espíritus obedientes, pero no muy inteligentes. ¡Confundirla a ella con una Odish!
– ¿Tan fea soy para que me confundáis con una Odish?
– ¿Nos preguntas, hermosa niña?
– Sí, contestadme.
El caballero se lanzó:
– Por lo que parece, no conoces a demasiadas brujas Odish. Te puedo asegurar que son tan hermosas que el sol a su lado palidece.
Anaíd se quedó patidifusa.
– Entonces, ¿no son viejas, arrugadas, con verrugas en la nariz y pelos en la barbilla?
La dama se echó a reír como una loca.
– ¡Que me muero, que me muero otra vez de la risa!
Anaíd se mosqueó. Quizá fuera una descripción de cuento de niños, pero… ¿qué otra referencia tenía? Y ahora que pensaba en ello, ni tía Criselda ni ninguna de las brujas de su coven le había descrito jamás a una Odish.
El caballero se permitió una aclaración.
– Si me permitís, hermosa niña, eso no es más que una fantasía popular. Las Odish son los seres más poderosos, ambiciosos y narcisistas entre los que pueblan la tierra. Adoran la juventud, la inmortalidad y la belleza.
Anaíd se sintió un poco idiota. El caballero tenía toda la razón. ¿Habría algún ser superior tan estúpido como para cargar con un cuerpo viejo y desagradable para toda la eternidad?
Si lo miraba desde ese punto de vista, los espíritus le habían echado un piropo confundiéndola con una Odish. Aunque… tendría que desconfiar un poquito.
– Perdonad, aún soy muy joven y no he visto nunca a una bruja Odish.
La dama sonrió por debajo de la nariz. Ese gesto no le gustaba nada a Anaíd.
– ¿De qué te ríes? ¿Todo lo que digo te hace gracia?
– No, mi señora, pero creo que sí que conoces a alguna Odish.
Anaíd palideció.
– ¿Quién?
La dama, esta vez, negó con la cabeza.
– Lo siento, pero esa información nos podría resultar peligrosa. Las Odish no desean que hablemos de ellas. Ni siquiera entre las mismas Odish.