Выбрать главу

De lo cual, Anaíd dedujo que los espíritus eran servidores de las Odish. Tendría que ir con pies de plomo con esos dos.

– Pues no hay trato.

Anaíd vio que, a pesar de su firmeza, ninguno de los dos espíritus replicaba, regateaba ni ofrecía nada a cambio. Decididamente eran obedientes.

O sea que optó por ceder ella misma. En realidad lo que quería saber era otra cosa.

– Está bien, no hablemos de las Odish. Os haré otra pregunta.

Los espíritus sonrieron esperanzados, con ganas de ayudarla y, claro está, ayudarse.

– ¿Dónde está Selene, mi madre?

El caballero y la dama se miraron de nuevo y se entristecieron.

– Hermosa niña, sabes que está con las Odish.

– Claro que lo sé, pero ¿dónde?

El caballero carraspeó.

– Nos debemos a la discreción, mi señora. Podemos ser castigados por nuestra indiscreción.

– Dadme una pista, algo.

Los espíritus intercambiaron un gesto de connivencia, aunque parecían asustados.

– ¿Nos prometes que nos liberarás?

Anaíd no lo pensó dos veces.

– Os lo prometo.

– ¿Y nos prometes que no dirás a nadie de dónde procede tu información?

– Prometido.

El caballero musitó con voz queda y algo ronca:

– Donde las aguas relentecen su curso y los mortales pierden pie, las cavernas unen los mundos. Selene te hablará, pero no te será permitido verla.

– Su reflejo sólo te será retornado a través de las aguas «incidió la dama.

Anaíd hizo sus propias deducciones.

– ¿Os referís a la laguna negra? ¿Es eso?

Pero ante su estupor, el caballero y la dama fingieron gran asombro.

– No sabemos de qué hablas, bella niña.

– ¿Cómo que no? Pero si acabáis de decirme…

– ¿Nosotros? -exclamó la dama.

– Ir con Tundes, bella niña. ¡No hemos dicho nada!

Anaíd se molestó.

– Pero bueno, ¿a qué viene negar que habéis hablado?

– Es que no hemos hablado.

– Ha sido pura sugestión tuya.

– O tal vez un sueño.

– Pero yo os he oído.

– Sí que lo sentimos, hermosa niña.

– Hija de Selene.

– Nieta de Deméter.

Anaíd se mosqueó definitivamente.

– ¡Por mí podéis iros a la porra!

Y ante el asombro de Anaíd, los dos espíritus desaparecieron.

Anaíd no quiso llamarlos de nuevo. Estaba claro que o bien se arrepentían de haber hablado, o bien formaba parte de su manera mentirosa de no vivir. Al día siguiente iría a la laguna negra.

Y mientras intentaba conciliar el sueño, le venía a la cabeza una y otra vez una pregunta tonta. Ese tipo de preguntas tontas que distraen de las preguntas serias sin respuesta, pero que no dejan dormir.

¿Existía la porra?

PROFECÍA DE TRÉBORA

Oro noble de sabias palabras labrado,

destinado a las manos que aún no han nacido,

triste exiliado del mundo por la madre O.

Ella así lo quiso.

Ella así lo decidió.

Permanecerás oculto en las profundidades de la tierra.

hasta que los cielos refuljan y los astros inicien su camino.

Entonces, sólo entonces, la tierra te escupirá de sus entrañas,

acudirás obediente a su mano blanca

y la ungirás de rojo.

Fuego y sangre, inseparables,

en el cetro de poder de la madre de O.

Fuego y sangre para la elegida que poseerá el cetro.

Sangre y fuego para la elegida que será poseída por el cetro.

El cetro de O gobernará a las descendientes de O.

CAPÍTULO XII

El camino hacia Selene

Anaíd se calzó sus botas, se caló su gorra y cargó su mochila. Metió dentro un poco de pan y queso, unas naranjas, un puñado de frutos secos y un botellín de agua. La excursión hasta la laguna le llevaría un par de horas, pero no sabía cuánto tiempo debería permanecer allí hasta conseguir comunicarse con Selene.

Su abuela Deméter le había enseñado que cualquier precaución es poca. La montaña atrapa a los que se atreven demasiado. La prudencia debe ser la mejor consejera del que osa desafiarla y los que no saben o no quieren leer sus avisos acaban pagando con su vida. Deméter los señalaba cuando aparecían en Urt con sus enormes mochilones y sus miradas extraviadas. Eran chalados temerarios, obcecados en coronar las cimas, y acababan por volverse riegos, sordos y locos. Les acometía la locura de las cumbres y en su empeño perdían dedos, manos, pies y la vida. Deméter le había narrado historias de montañeros congelados, atrapados en la nieve, alcanzados por los rayos, perdidos, despeñados y devorados por los lobos. Si Deméter hubiera estado viva, le hubiera obligado a incluir en su equipo unas cerillas, una cuerda, un mosquetón, una brújula, una capelina, un cohete y un jersey. Pero Anaíd tuvo que cargar con un objeto que no estaba previsto.

– ¡Ayyy! -gritó asustada a punto de salir de casa.

Una bola peluda había saltado sobre su espalda y se agarraba firmemente a su mochila con las uñas. Era Apolo, el cachorrillo juguetón, que no estaba dispuesto a quedarse sin la compañía de Anaíd y había saltado sobre ella desde el perchero del recibidor.

– Muy mal, Apolo -le riñó Anaíd-. No puedes venir. Baja.

Sin embargo Apolo se hizo el sordo.

– Miauuuu, miau, miiiiiiaaaaú -pronunció con un excelente acento Anaíd en la lengua de Apolo.

Y Apolo levantó sus pequeñas orejitas, sin poder creerse que su dueña le hubiese reñido en su propia lengua, y disculpó su comportamiento atolondrado.

– Miau, miieu.

Anaíd aceptó sus disculpas con una sonrisa y una caricia en la nuca. Ella no estaba tan sorprendida como el gatito; a menudo tenía que reprimirse para no gorjear como un gorrión, balar como una oveja, cloquear como una gallina o rebuznar como un asno. La madrugada anterior, sin ir más lejos, respondió al gallo de doña Engracia con dos quiquiriquís rotundos para obligarle a callar por escandaloso. Y hasta tía Criselda se quejó de buena mañana del gallo que la había despertado, sin saber que había sido su sobrina. Anaíd no se atrevía a comentar con tía Criselda su capacidad de comprender a los animales y su recién estrenada habilidad de hablar como ellos. Escuchando, como era su obligación, se había dado cuenta de que ninguna de las otras brujas los comprendían. Exceptuando el aullido de los lobos, su propio clan era incapaz de descodificar siquiera los simples ladridos de un perro.

Lo malo fue que Anaíd acabó por enternecerse con los lamentos de Apolo precisamente por comprenderlo. No quería quedarse solo, no quería que tía Criselda le riñera. Con un suspiro lo introdujo en su mochila y puntualizó con maullidos.

– Puedes venir porque eres pequeño y apenas pesas, pero en cuanto engordes se acabó.

Y emprendió la marcha pensando que era un buen augurio. Ahora que interpretaba los signos del mundo que la rodeaba, se daba cuenta de que los azares nunca eran fortuitos. Le vendría bien la compañía de Apolo. La haría sentir menos sola.

Por desgracia apenas se fiaba de nadie. Había optado por mentir a tía Criselda, dejándola creer que iba de excursión con la escuela, y en la escuela mintió a Gaya, insinuándole que tía Criselda la necesitaba.