Intuía algo extraño en el comportamiento de Criselda. VEÍA signos que la inducían a pensar que Criselda no la ayudaría en su propósito de comunicarse con Selene y que posiblemente lo entorpecería. Tampoco se fiaba plenamente de Elena ni Karen, y por lo que respectaba a Gaya, comenzaba a dudar hasta de su lealtad al clan y a la tribu.
Por un momento, sólo un instante, una duda fugaz la molestó.
¿Podía ser Gaya una Odish?
Cruzó el puente y ascendió lentamente por el atajo que serpenteaba la ladera este del monte y conducía hasta los puertos. A medida que subía por la escarpada pendiente y dejaba el valle a sus pies, confirmaba que esa luz tenue que últimamente había entristecido las mañanas de primavera y que había atribuido a una neblina persistente era muy, muy extraña.
Desde que su madre1 desapareció, desde que llegó tía Criselda, Anaíd había ido percibiendo cambios en el paisaje circundante. En ocasiones le faltaba el aire, lo sentía pesado y enrarecido, ausente de frescura. En otras percibía la luz matinal algo turbia, privada de contrastes y tamizada de gris. Desde el bosque, desde la cueva, desde el pueblo carecía de perspectiva, pero ahora hubiera jurado que el valle estaba prisionero en una ilusión irreal, fantasmagórica. No era ningún fenómeno natural.
Continuó adelante sintiendo una inquietud cada vez mayor. Se acercaba a algún lugar peligroso, inconveniente, y no quiso mirar atrás. Estaba a punto de llegar al puerto que comunicaba los valles, una antigua ruta de contrabando que los lugareños hacían a lomo de muía. Apolo, desde la mochila, comenzó a maullar. Tenía miedo. Anaíd también. Hasta que ya en lo alto no pudo seguir. Era imposible franquear el paso, algo le impedía mover las piernas. Los pies eran plomo y estaban tan firmemente sujetos a la tierra que no podía levantarlos. Le faltaba el aire, se le nublaba la vista y sentía deseos de dar media vuelta y salir huyendo ladera abajo dejándose caer, rodando como una piedra. A punto estuvo de obedecer a su primer impulso, pero la imagen de Selene la retuvo en su lugar.
Para seguir adelante y avanzar en su camino necesitaba una fuerza de la que carecía. Toda su voluntad la empleaba en vencer el vértigo que la impelía a dejarse caer. No podía ceder a su flaqueza, necesitaba un empujón, un convencimiento de que podía vencer ese obstáculo.
Fue la abeja quien le solventó el problema.
Efectivamente, la abeja revoloteó junto a la cabeza de Anaíd y continuó adelante con su zumbido superando el escollo sin vacilar. Anaíd comprendió perfectamente el significado del mensaje de la abeja. Se comunicaba con sus compañeras y les anunciaba su llegada a la colmena. No había ningún peligro.
Era exactamente lo que Anaíd necesitaba, convencerse de que su miedo era infundado y que sólo con coraje llegaría hasta donde se lo propusiese.
Así pues cerró los puños, apretó los dientes, levantó un pie, alzó una pierna y dio un paso; luego otro, y otro. Sus pasos eran cada vez más resueltos, cada vez más potentes. Avanzaba pensando en Selene, en el cabello de Selene, en la risa de Selene, en las manos de Selene, y eso la hacía sentirse viva y fuerte. Pronto, los pasos se fueron transformando en ágiles zancadas que desembocaron en una carrera apresurada.
Anaíd corrió, corrió, y sintió cómo rompía la barrera. Primero notó un objeto duro, frío, igual que una niebla espesa de la consistencia del hielo del lago al congelarse. Chocó contra ella y sintió un crujido. Fue como topar con un cristal, pero no se arredró y con la cabeza gacha, como los toros al embestir, sintió cómo a su alrededor se resquebrajaba algo. Eso la animó a continuar adelante sin amilanarse, pero al dar el último paso sintió una fuerte punzada en la pierna izquierda, dio un salto y cayó al suelo aturdida por el dolor.
¡Lo había conseguido! Fuese lo que fuese esa muralla que había franqueado, ahora sentía la frescura del aire primaveral sobre el rostro, el intenso aroma de los brezos en flor y la luz cálida del sol sin tamices ni filtros. La barrera que le impedía el paso se había derrumbado con el choque de su cuerpo. ¿Era un conjuro? Estaba casi segura de que se trataba de un conjuro de su propio clan para protegerla. Y ahora ella lo había destruido.
Pero lo había hecho por una buena causa, para comunicarse con Selene. Intentó sonreír e infundirse ánimos. Apolo asomó por la mochila, la saludó con un maullido afectuoso y Anaíd lo acarició con ternura. No estaba sola, habían pasado los dos. Tan sólo tenía una duda. ¿Había resquebrajado la muralla o simplemente había abierto un boquete?
Se puso en pie para comprobarlo, pero al hacerlo cayó aullando de dolor. ¡La pierna! Era como si una alambrada de púas le hubiese arrancado un pedazo de carne.
Se remangó el pantalón con cuidado y, ante su sorpresa, descubrió que no tenía ninguna herida. La piel estaba intacta, no sangraba ni había señal alguna del hiriente cuchillo que había imaginado que laceraba su carne. ¿Era sugestión? Hizo un segundo intento para ponerse en pie, pero la pierna dolorida apenas la sostenía. Se mordió los labios para distraer el intensísimo dolor. Necesitaba hacer algo, calmarse, se sentía desesperar y, si no le ponía remedio, se desmayaría.
Deméter había explicado tiempo atrás a Anaíd que la lucidez es un estado de gracia que acontece únicamente en los momentos de más peligro. El cuerpo envía las señales de alarma al cerebro y activa todas las conexiones neuronales. La vista, el oído, el olfato y el tacto se agudizan hasta niveles insospechados.
A Anaíd debió de sucederle eso, o bien tenía una rara cualidad que le permitía activar sus sentidos cuando realmente lo deseaba y lo necesitaba. El caso es que olió las setas enterradas bajo la hojarasca que circundaba el roble. Se arrastró sirviéndose de los brazos y las desenterró. Su olfato y su vista no la habían traicionado. Escogió las setas que Deméter le había enseñado a utilizar para mitigar dolores y traspasar los estados de conciencia.
Los efectos dependían de las cantidades que se ingiriesen, así que Anaíd lamió la caperuza punteada de la seta y, a través de la saliva, la anestesia se extendió rápidamente por todo su cuerpo produciéndole un cosquilleo muy agradable. Lamió de nuevo con precaución y masajeó repetidamente su pierna musitando una letanía que había oído recitar a su abuela. La pierna herida respondió a la medicina y a sus manos. Al cabo de unos minutos, el dolor desapareció completamente.
Guardó la seta en su mochila tras prohibirle a Apolo que la probara y se dispuso a continuar.
Miró atrás. Nada le hacía suponer que no pudiera regresar por donde había venido. Miró su reloj. Le quedaba todavía una hora de camino hasta la laguna. ¿Sería prudente continuar adelante? ¿Se estaba comportando como esos montañeros locos que, a pesar del viento del norte preñado de malos augurios, continuaban impasibles su ascensión y morían atrapados en las cimas?
Escuchó su voz y se dejó aconsejar por su instinto. La barrera que había conseguido romper no constituía ninguna señal que le brindara la montaña. Era una señal de brujería, obra de la magia. Se estaba acercando a Selene y lo único que cabía era continuar adelante.
Llegó a la laguna negra cuando el sol estaba muy alto. Su marcha había sido más lenta y costosa de lo que había previsto. Se sentía exhausta y hambrienta, pero satisfecha, y se sentó a la vera de los juncos, en una roca desde donde divisaba el panorama.
La laguna era sombría y sus aguas muy oscuras por efecto del fango y la vegetación. En ese recodo del valle que conducía a los lagos, el agua del río entorpecía su marcha y se dispersaba en mil meandros tortuosos que invadían todos los rincones. A su paso, la esponjosa tierra se convertía en lodo y el lodo se alimentaba de incautos que quedaban apresados en sus zarpas. Anaíd no sería una de ellos. Se guardaría bien de aventurarse en el terreno pantanoso.