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– Espera, a lo mejor te has roto algo, debiste de caer por el torrente; déjame que lo compruebe.

Y mientras la señora Olav la obligaba a mover sus articulaciones una a una, Anaíd notó que tenía la ropa mojada, desgarrada, y el cuerpo lleno de magulladuras.

– Estás bien, ha sido un milagro. Ven, te llevaré a tu casa. Tengo el coche aquí.

Bendita señora Olav. Discreta, cariñosa y prudente.

– ¿Cómo me ha encontrado?

– Habíamos quedado en vernos esta tarde, ¿recuerdas?

Anaíd lo había olvidado completamente.

– Lo siento.

– En el pueblo me dijeron que te habían visto dirigirte sola hacia la laguna a primera hora de la mañana. Al ver que no regresabas, me asusté y vine a buscarte. Estabas inconsciente junto a la pista.

Anaíd tenía ganas de explicárselo todo, pero se contuvo. La señora Olav la ayudó a subir al vehículo.

– ¿Quieres explicarme algo?

Anaíd negó con la cabeza. No sabría por dónde empezar.

– ¿Y esas lágrimas?

– Mi gato, caímos juntos.

– Pobrecilla. Te regalaré otro.

– A lo mejor está perdido en la montaña.

– ¿Quieres que vengamos a buscarlo mañana?

Anaíd sonrió esperanzada.

– ¿Lo haría?

– Pues claro, con el Land Rover es un momento. Mañana es sábado y no tienes escuela. Te pasaré a buscar después de desayunar y podemos comer juntas en los lagos.

Anaíd sintió cómo se le ensanchaba el corazón de dicha.

– No traigas comida. Ya me encargo yo del picnic.

Tía Criselda era acogedora, pero sólo eso. Anaíd en sus brazos sentía una dulzura tibia, pero no un apoyo como el que le daba la señora Olav.

Cristine Olav le transmitía la seguridad y el afecto que Anaíd necesitaba.

CAPÍTULO XIII

¿Quién es la señora Olav?

Anaíd abrió la puerta de casa tarareando una canción. La señora Olav la había abrazado de verdad, la había comprendido de verdad y había conseguido hacerle olvidar completamente la terrible desolación que la había invadido después de que su madre la rechazase.

Pero su paz se evaporó al encontrarse con la mirada adusta de cuatro mujeres angustiadas que la cogieron en volandas, la metieron en la sala, la arrinconaron contra la pared y cerraron tras ellas puertas, postigos y ventanas a cal y canto.

Luego irrumpieron en miles de preguntas sin orden ni concierto. Anaíd apenas podía distinguir sus voces superpuestas.

– ¿Qué te ha hecho?

– ¿Desde cuándo?

– ¿Qué le has explicado?

– ¿Qué te ha prometido?

– ¿Qué te ha pedido?

– ¿Qué nombre 1o ha dado?

Anaíd se tapó los oídos. Todas hablaban a la vez, excitadas, enfadadas, alanzadísimas. Anaíd pensó que se referían a su aventura.

– He conseguido hablar con ella, pero me ha rechazado.

– ¡Si acabas de bajar de su coche!

Anaíd no comprendía nada.

– ¿De quién habláis?

Criselda levantó la voz por encima de las demás:'

– ¡¡¡De Cristine Olav!!!

Anaíd se indignó.

– ¿Me habéis estado espiando?

– ¡Ojalá! -exclamó Karen.

Anaíd se sintió morir. Lo único que le aportaba felicidad, su amistad con Cristine, ahora resultaba que no era del agrado de su tía ni de las amigas de su tía.

– Fíjate, mi pobre niña, está magullada. ¿Y esa ropa?

– Me caí yo sola, ella no estaba. Me comuniqué con Selene y…

Sin embargo en ese momento a nadie le interesaba Selene.

– ¿Cómo te encontró?

– Sabemos que os habéis estado viendo.

– ¡Todo el pueblo lo sabía menos nosotras!

– ¡Has bajado de su coche!

Anaíd se encendió.

– Pues aunque no os guste la señora Olav, yo pienso continuar viéndola, tengo derecho a escoger mis amigas, tengo derecho a…

– ¡Es una Odish, niña tonta! -la interrumpió Gaya.

Anaíd se calló en seco. Su alegato a favor de sus derechos -que tan bien le estaba saliendo- se le quedó balbuceando, colgando de la lengua.

No, no podía ser. Era absurdo que la señora Olav fuese una Odish. Karen le cogió las manos y leyó su pensamiento.

– Anaíd, ya sé que ahora no nos crees ni una palabra, pero aunque te parezca ridículo, recuerda sólo si te ha regalado algo.

Anaíd mostró inconscientemente la pulsera de bisutería que le había regalado una semana antes.

– Quítatela -le ordenó Elena- y déjala ahí encima -le señaló una mesa.

Anaíd dudó. Se negaba a aceptar lo que decían. No, la señora Olav la quería, la señora Olav la protegía, la señora Olav la abrazaba porque era cálida y afectuosa. No, no podía ser una Odish. No obstante se sacó su pulsera.

Una vez la hubo dejado sobre la mesa, Elena colocó las manos extendidas encima y recitó una letanía con los ojos entornados. Sus manos temblaban como un sensor mientras se acercaban despacio, muy despacio a la pulsera, hasta que en un momento determinado se paralizaron como si hubieran topado con un obstáculo. Elena dejó escapar un levísimo grito y mostró la palma de las manos quemadas. Anaíd se horrorizó. Criselda, Karen y Gaya acudieron junto a Elena y extendieron sus manos pronunciando la misma salmodia. Poco a poco los cuatro pares de manos fueron acercándose a la pulsera y venciendo el embrujo que antes había quemado a Elena. Anaíd notaba asombrada la inmensa fuerza que ejercían las cuatro. Sin dudarlo, aproximó sus propias manos a las otras y concentró su voluntad en vencer esa resistencia que ahora palpaba como un acero ardiente, similar y al mismo tiempo opuesto al que había salvado esa mañana en el paso de la laguna. Un segundo después, la resistencia caía y el sortilegio se diluía en la nada.

– Gracias -suspiró Elena, agotada.

Anaíd se abstuvo de comentarios. Tenía un gusto agrio en la lengua. Saboreaba la acritud del desencanto.

– ¿Por qué decís tan seguras que es una Odish?

– Las Ornar ya iniciadas y adultas podemos distinguir a las Odish nada más verlas.

– ¿Y las niñas y las jóvenes no?

– No. Por eso necesitáis el escudo protector. No sólo no podéis defenderos, sino que no podéis ni distinguirlas.

– ¿Y cómo se distinguen?

– Por su olor.

– Por el sonido de su voz.

– Por la mirada.

– Ya lo irás aprendiendo.

– Son inconfundibles.

– No hay ninguna duda.

Entonces… ¿era cierto? ¿La señora Olav pretendía desangrarla? ¿La señora Olav la atraía con subterfugios para poseer su fuerza? ¿Quería servirse de su juventud para alimentar su belleza y su piel tersa?

No.

No podía aceptarlo sin más. Hacía apenas unos minutos creía que la felicidad residía en apoyar la cabeza en su pecho y dejarse adormecer por el arrullo de su voz.

¿Había estado en peligro?

Cristine era sinónimo de cariño. No la temía, al revés. La fascinaba. Hubiese sido su víctima sin rechistar, se hubiese ofrecido estúpidamente al sacrificio.

¿Era así como actuaban las Odish?

Entonces… había sido víctima de un engaño. Y necesitaba tiempo para asimilarlo, para resituar sus afectos y encajar el golpe.

Karen no la dejó relajarse.

– ¿Algo más, Anaíd?

– Haz memoria.

– ¿Has comido estando con ella? ¿Te invitó a probar algo que llevase preparado?

Anaíd sonrió nerviosa.

– No, siempre hemos merendado en la granja de Rosa.

En eso había sido muy prudente. Deméter le enseñó de niña a no aceptar jamás dulces, golosinas ni comida. Había aceptado la pulsera, pero rechazó unas peras confitadas al vino que la señora Olav había comprado para ella. Y de pronto se acordó.