– Anaíd, ya se han ido -murmuró la bella extranjera.
Anaíd abrió los ojos y se sintió reconfortada. La esperaban una sonrisa cómplice y unos ojos azules y profundos como el lago, el recibimiento más dulce que una niña pudiera soñar tras una tanda de sucesos tristes.
– Creo que no es nada -comentó Anaíd imbuida de un súbito optimismo mientras se tocaba la pierna herida.
– ¡No, espera, no te pongas de pie! -intentó impedir la turista.
Pero Anaíd ya se había levantado de un salto y movía las articulaciones una a una. Estaba perfectamente.
– No puedo creerlo -musitó la extranjera subiendo la pernera del pantalón de Anaíd y buscando la fractura de su pierna allí donde suponía que había recibido el impacto del Land Rover.
– De verdad, estoy bien, sólo ha sido una rascada. Mire -dijo Anaíd mostrándole la pierna y sintiendo la suave caricia de la mano delicada, muy blanca, sobre su rodilla.
– Sube, te llevaré al médico yo misma -insistió la mujer.
Y la tomó de la mano para ayudarla a subir al vehículo alquilado.
– No, no, no puedo ir al médico -se resistió Anaíd.
La extranjera pareció dudar.
– Tienen que hacerte radiografías, pruebas.
Anaíd suplicó con vehemencia:
– De verdad que me es imposible. Tengo que ir a casa.
– Pues te acompañaré yo misma y hablaré con tu madre.
– ¡No puede ser! -gritó Anaíd, corriendo ya calle abajo, totalmente repuesta de su caída.
– ¡Espera! -gritó la hermosa mujer, desconcertada, sin saber qué hacer.
Pero Anaíd ya había desaparecido por el primer callejón a la izquierda y en esos precisos momentos estaba abriendo la puerta de su casa.
A pesar de sus buenos presagios la casa continuaba vacía.
Selene no había regresado.
Anaíd se sentó en la mecedora que tiempo atrás estaba reservada para Deméter y se meció durante largo rato. El movimiento repetido de echar el cuerpo hacia adelante y hacia atrás columpiando su tristeza, frenando su desasosiego, acabó por tranquilizarla y relajar su mente. No podía precipitarse, debía hacer las cosas ordenadamente, una tras otra. Selene estaba en alguna parte y, si no tenía forma de comunicar con ella, bien podía intentar seguir su rastro.
Antes de acudir a nadie en busca de ayuda, Anaíd imprimió todos los e-mails recibidos y enviados a lo largo del último mes desde la cuenta de correo electrónico de su madre, apuntó religiosamente el número de las últimas cincuenta llamadas telefónicas que constaban en la memoria de su aparato y copió todos los movimientos de caja que registraban sus cuentas bancarias, comprobando así que no hubiera retirado dinero en la última semana y que no hubiera ningún cobro extraño durante el último mes.
También hizo acopio de la correspondencia que guardaba en su cajón, correspondencia en su mayoría editorial y bancaria, y hojeó su agenda personal donde anotaba citas, compromisos y nombres. Al repasar los datos se dio cuenta de que el número telefónico más repetido en las llamadas recibidas y efectuadas provenía de Jaca, la ciudad más cercana a Urt y a la que Selene iba muy a menudo de compras.
Anaíd marcó el número sin titubear. Al otro lado de la línea respondió una voz de hombre. Soy Max, ahora no estoy en casa. Si quieres ponerte en contacto conmigo déjame tu mensaje. Pero Anaíd colgó. ¿Quién era ese Max? ¿Por qué Selene no le había hablado nunca de él? ¿Un amigo? ¿Algo más que un amigo? En sus e-mails y en su agenda, en cambio, no había ni rastro de Max, ni nada que destacar, excepto, tal vez, una correspondencia cada vez más íntima y frecuente con una admiradora que se declaraba apasionada lectora de sus cómics y que le pedía una cita para conocerla personalmente.
Firmaba S.
Gaya estaba corrigiendo exámenes junto al fuego. A veces, como aquella tarde, lo encendía sin necesidad, por el simple placer de acercar las manos a las llamas y gozar de su caricia. Estaba arrepentida de haber aceptado esa plaza de maestra en Urt. Tenía demasiados alumnos, el invierno duraba diez meses y no le quedaban tiempo ni ganas para la música. Creyó que sería un destino tranquilo y que el aislamiento le permitiría componer, pero se equivocó. Y no era únicamente el frío lo que hacía perecer las notas congeladas antes de nacer, eran las continuas interferencias que se sucedían una tras otra.
La habían engañado. Había ido a parar al ojo del huracán. En ese mismo instante llamaron al timbre y Gaya supo, por la desazón que la invadía, que lo peor aún no había llegado.
La visita no era otra que Anaíd, la hija de Selene, que no había acudido a la escuela en todo el día. Precisamente acababa de corregir su examen. Un buen examen, demasiado bueno. Por eso le había bajado un punto con la excusa de que hacía la letra demasiado puntiaguda. Y no es que le tuviera ninguna manía especial a la niña… Anaíd era feúcha y tímida, pero no incordiaba. Lo que la fastidiaba era que Selene se apuntase los méritos de su hija y un diez era excesivo para la petulancia de aquella pelirroja narcisista.
– ¿Qué pasa, Anaíd?
Anaíd no acababa de arrancar, tenía los ojos enrojecidos y parecía asustada. Gaya se impacientó y la obligó a sonarse los mocos y a beber un sorbo de agua fría. Anaíd se salpicó el jersey al beber. No era fea, sus ojos azules, de un azul cobalto, magnético, siempre habían fascinado a Gaya, pero tenía tan poca gracia la pobre, tan flaca y esmirriada, con esos jerséis grandotes y con aquellos cuatro pelos ralos, muy cortos, saliendo debajo de los gorros de lana que la afeaban tanto. Nunca había comprendido el mal gusto de Selene vistiendo a su hija y cortándole el pelo. Nadie que las viera juntas diría que la provocadora y atractiva pelirroja pudiera ser la madre de aquella adolescente desgarbada. Por fin pareció que Anaíd reaccionaba.
– Selene ha desaparecido.
Gaya se puso a mil.
– ¿Cuándo?
Anaíd estaba confundida y Gaya detectó que esquivaba su mirada con culpabilidad.
– Esta mañana cuando me he levantado no estaba, por eso no he ido a la escuela. La he estado esperando, esperando, pero no ha regresado.
Gaya exploró la posibilidad de que Anaíd se equivocara
– Debe de estar en el despacho de Melendres, discutiendo sobre la última entrega de Zarco.
Anaíd negó. Melendres era el editor de los cómics de su madre, y efectivamente se llevaban como el perro y el gato, aunque el personaje de Selene, Zarco, estuviese empezando a tener un cierto éxito.
– No ha ido a la ciudad, el coche está en el pajar.
– A lo mejor…
Sin embargo Anaíd estaba muy segura de lo que decía:
– He repasado todos sus zapatos y abrigos y no falta ninguno. Y su bolso, con las llaves, las tarjetas y el billetero, está colgado en el perchero.
Gaya palideció y cogió el teléfono sin apenas dar importancia a la presencia de Anaíd. Mientras marcaba sentía que se la comía la rabia. Si tuviese delante a Selene la abofetearía, le tiraría de los pelos hasta arrancárselos uno a uno, le pisaría los pies embutidos en esas botas de tacón de aguja, llamativas, fardonas. ¿Por qué? ¿Por qué no le hizo caso? Había estado buscando su propia ruina desde hacía un año, desde la muerte de su madre Deméter.
– ¿Elena? Soy Gaya. Tengo aquí delante a Anaíd, que dice que Selene ha desaparecido.
Gaya pareció asombrada al oír las palabras de Elena.
– ¿Un accidente? -y se dirigió a Anaíd-: Elena dice que has tenido un accidente, que te ha atropellado un coche esta mañana.