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Había estado reflexionando sobre los espíritus y había deducido que disponían de movilidad limitada. Ni la dama ni el caballero podían seguirla por el bosque ni entrar en su cueva. Probablemente moraban en los lugares donde vivieron, donde murieron o donde se hizo efectiva su condena. Eso le daba un respiro.

Había tomado una decisión y las imágenes de los libros reafirmaron su necesidad de actuar con total cautela y ocultar sus planes a todos.

Regresó envalentonada. No era nada fácil llevar a cabo lo que se había propuesto, pero era la única solución.

Procurando no hacer ruido entró de puntillas en su habitación, sacó su bolsa de deportes y metió cuantas cosas se le ocurrieron que le podrían hacer falta. Añadió su documentación, los libros, y entre ellos introdujo un sobre que extrajo de un cajón de la cómoda. Por último, se agenció una buena cantidad de dinero en metálico que ella misma había sacado de la cartilla de Selene y esperó impaciente, sentada ante su escritorio, mirando su reloj a hurtadillas, mordisqueando una galleta de chocolate y escribiendo una carta de despedida.

Era más de medianoche cuando aparecieron. Primero el caballero con gesto contrito, y unos minutos más tarde, la dama burlona. Anaíd fingió que no le importaba su presencia y continuó saboreando su galleta y escribiendo. La dama se sonrió por debajo de la nariz y la miró desafiante. Sabía que Anaíd le concedería la palabra y así fue.

– ¿Te parece divertido?

– ¿Te diriges a mí, hermosa niña?

– ¿A quién si no?

La dama se lanzó al ruedo gesticulando.

– Piénsalo bien antes de escapar.

– ¿Cómo sabes que me estoy escapando? -preguntó haciéndose la ingenua Anaíd.

– Es evidente. Estás vestida, tienes la maleta hecha, miras el reloj continuamente y estás escribiendo una nota.

Anaíd aún tenía tiempo, así que se permitió vacilar a la dama. Se lo tenía merecido por chivata.

– Se me ocurre que tú te escapabas muchas noches de tu marido el barón.

La dama rió sin ni pizca de resentimiento.

– Qué tiempos aquéllos. Era joven y apasionada -suspiró-. Y cómo pesan los siglos.

El caballero pidió la palabra antes de que la dama comenzase una interminable narración sobre sus aventuras amorosas.

– ¿Puedo?

– Habla, caballero cobarde -le concedió Anaíd con sorna.

– Creo, bella joven, que te equivocas.

Anaíd se chupó los dedos pringados de chocolate.

– ¿En qué?

– En escapar de esas amables damas que tanto te protegen y que desean tu bien.

– ¿Te refieres a la señora Olav?

El caballero y la dama se miraron con un gesto trágico.

– Sabes bien que nos referimos a tu tía y sus amigas.

– O sea que queréis que me marche de buena mañana con tía Criselda al balneario que ha reservado Karen. Que me encierre con tía Criselda en una reserva de la tercera edad y que me pudra entre aguas sulfurosas el resto de mi vida -les preguntó Anaíd con los brazos en jarras.

– Es lo más sensato, hermosa niña. Con tu tía y el escudo estarás protegida.

– Pues no me da la gana. No pienso ir a ningún balneario, no quiero ver más a tía Criselda y tampoco pienso usar este horrible escudo -les retó Anaíd.

Los espíritus se miraron y la dama retomó la conversación en nombre del caballero.

– ¿Y adonde vas a ir, si no es indiscreción?

– A París.

Los dos espíritus exclamaron asombrados:

– ¿A París?

– Tengo una tía lejana allí, hablo francés y siempre he querido subir a la torre Eiffel. Mucho mejor que un aburrido balneario, ¿no os parece?

– ¡Oh la la! -exclamó la dama.

– Placentero -calificó el caballero.

– Excitante -le corrigió la dama.

En ese momento las campanadas, lentas y graves, de la iglesia dieron las cuatro. Anaíd sintió que se le encogía el corazón al pensar que a lo mejor ésas eran las últimas campanadas que oía desde el reloj de Urt.

Nunca había salido de casa.

Nunca había viajado.

Ni siquiera tenía una maleta.

Se levantó con las piernas temblorosas y se despidió de los espíritus. Ya había cumplido una parte de su plan.

– Me tengo que ir -dijo recogiendo su bolsa del suelo.

– Un momento.

– No puedes irte todavía.

– ¿Tanto me queréis?

El caballero suspiró.

– Estamos familiarizados contigo y tu ausencia nos producirá extrañeza.

Anaíd le miró asombrada. Su respuesta era franca, como su voz, y no había asomo de doblez en sus palabras.

– Pero se trata de otra cosa… Nos habías prometido la libertad -apostilló la dama.

Ésa era la pequeña venganza de Anaíd. Se llevó las manos a la cabeza, como aquel que recuerda algo engorroso.

– Ah, sí, es verdad. Cuando vuelva de París.

– ¿Seguro? -preguntó esperanzada la dama.

– ¿Nos das tu palabra? -suplicó el caballero.

– Tenéis mi palabra de que cuando regrese de París os liberaré -dicho lo cual apagó la luz, cerró la puerta de su habitación de puntillas y, procurando no hacer el menor ruido, se deslizó sigilosamente fuera de la casa.

Una vez en el pajar, el corazón le dio un vuelco. Una cosa era imaginar un plan y otra muy diferente era llevarlo a la práctica. ¿Sería capaz de conducir el coche de Selene?

Lo primero era ponerlo en marcha. Dio vuelta a la llave de contacto y pisó el pedal del gas, una vez, dos, el motor se ahogaba, no acababa de saltar la chispa del contacto… Tantos días sin funcionar. Otra vez, otra. ¡Por fin!

Anaíd, temblorosa y muy excitada, metió con cuidado la marcha atrás para salir del aparcamiento. El cambio chirrió, soltó el pedal del embrague y caló el coche. ¡Mierda! Con lo sencillo que parecía cuando esa maniobra la hacía Selene. Ella misma le había enseñado el mecanismo, pero algo no acababa de funcionar. ¡Las luces! ¿Cómo demonios se encendían? No, los intermitentes no. Ese botón, sí. ¡Oh no, la bocina! ¡Qué manazas! ¿Quién la habría oído? Tenía que salir rápido. Por fin.

Y el coche de Selene salió a la carretera y se fue alejando de la única casa que Anaíd había conocido.

Al volante, temblorosa y asustada, había de admitir que, exceptuando el percance de la bocina, su plan estaba funcionando a pedir de boca. Los había engañado a todos. A Elena, a Karen, a Gaya, a Criselda, a la señora Olav y a los espíritus.

Nadie, excepto ella, sabía adonde se dirigía ni con qué intenciones.

CAPÍTULO XIV

Los sueños y los deseos

Las manos blancas de largos dedos agruparon las fichas sobre el tapete verde formando una enorme montaña.

– Al 26 negro -ordenó la joven del vestido fucsia al atribulado croupier.

– ¿Todo? -quiso cerciorarse con voz temblorosa el empleado, contemplando el inmenso montón de fichas.

– Todo -ratificó la joven, sentándose con parsimonia junto a su compañera pelirroja.

El croupier pulsó el timbre de la dirección. Sudaba a mares, se encontraba en un aprieto y necesitaba testigos de lo que estaba sucediendo. Esperaba que el director llegase pronto, la mirada de la señorita del vestido color fucsia le producía miedo, ésa era la palabra, un miedo atroz.