– ¡Corre! -murmuró.
Ya se oía el traqueteo del tren retumbando en las desiertas vías. Los pitidos del maquinista anunciando su mirada en la estación movieron a Criselda a actuar. Sin recordar sus tacones ni su estrecha falda, saltó del coche y corrió a grandes zancadas hacia el andén tras despedirse con un beso fugaz de Karen. Tuvo que detenerse un instante en la taquilla para comprar un billete a Madrid. Un instante precioso con sus minutos y segundos malgastados. Al llegar al andén sintió que el corazón se le salía por la boca al ver a través de los sucios cristales de la ventanilla de un vagón cómo una niña desgarbada se subía ágilmente a un asiento y colocaba una bolsa de deportes en el maletero. Era Anaíd, su pequeña Anaíd.
Criselda corrió y corrió, pero sus tacones la traicionaron; a tan sólo unos metros de alcanzar la puerta de la plataforma, trastabilló, perdió el equilibrio y cayó de bruces en medio del andén. Un viajero de mediana edad que había descendido del tren la auxilió inmediatamente, pero la mujer ni siquiera le agradeció que la ayudase a ponerse en pie. Ante su desolación, el tren había cerrado sus puertas e iniciaba lentamente su marcha.
En ese mismo instante, el monovolumen de Karen daba la vuelta de regreso a Urt. Poco podía hacer ya. Sería tarea de Criselda convencer a la niña para regresar a casa y bregar con ella. Karen, bostezando y soñando con un café en la próxima gasolinera, se preguntaba cómo era posible que una bruja tan sensata, equilibrada y prudente como Deméter hubiese tenido por hermana a la atolondrada Criselda. Aunque, pensándolo bien, la realidad era que Deméter estaba muerta, y en cambio… Criselda viva.
Karen notó a través de la ventanilla que el aire de la mañana tenía una textura más precisa y menos agobiante que los últimos días. Hasta la luz del sol parecía más clara y diáfana.
Últimamente tenía percepciones curiosas.
Concluyó que necesitaba un calé bien cargado.
La señora Olav repiqueteaba con sus hermosos y gráciles dedos sobre la colcha floreada de Anaíd.
– ¿A París? -preguntó con voz amable, como dudando de sus propias palabras.
– Eso dijo, bella señora -musitó con un deje de voz la dama sin atreverse a sonreír.
Cristine Olav atravesó con su mirada sombría al caballero.
– ¿Tú también lo oíste?
– Naturalmente, sus palabras fueron claras.
La señora Olav se acercó a los postigos cerrados de la ventana y, poco a poco, gozando en ese movimiento lento, los fue entreabriendo.
– No, por favor -suplicó la dama tapándose la cara ante el débil resplandor del sol que se filtraba a través del resquicio.
La señora Olav no se detuvo y continuó jugueteando con los postigos.
– Hace un día tan hermoso…, el sol luce en todo su esplendor, merece la pena que lo contempléis conmigo, aunque sea la última vez.
– Mi señora, no seáis cruel.
– ¿Cruel yo? -exclamó horrorizada la señora Olav abanicándose con la mano-. ¿Yo? Que quiero a esa niña como a mi propia hija y que por vuestra culpa la he perdido.
El caballero y la dama intercambiaron una mirada que fue rápidamente interceptada por la perspicaz intrusa.
– Mi querida niña es demasiado inteligente para deciros a vosotros adonde piensa ir, pero vosotros también sois lo suficientemente listos como para no creeros, después de tantos siglos de vanas promesas, todo lo que os cuentan.
Ni la dama ni el caballero se atrevieron a contradecirla. La señora Olav frunció la nariz.
– Claro está que no puedo confiar en una traidora ni en un cobarde. Ése ha sido mi error. Alguien le indicó cómo comunicarse con Selene desde la laguna.
– ¡Oh, no! ¡No fuimos nosotros!
– Esa niña es listísima.
La señora Olav suspiró profundamente.
– Debería haceros sufrir todo lo que yo sufro ahora por haber perdido a mi querida niña. Creo que sí, que será lo mejor.
– ¿El qué, mi señora?
– Que desaparezca vuestra imagen y vague vuestro espíritu sin ojos y sin rostro. Estoy harta de veros.
El horror se dibujó en los dos espíritus y, durante unos instantes, el silencio precedió al leve movimiento de la mano de la señora Olav tanteando las persianas, hasta que la dama la retuvo con un grito.
– ¡No! No es necesario. El caballero y yo os complaceremos para que dejéis de sufrir.
La señora Olav aplaudió alegremente y volvió a sentarse en la cama de Anaíd. Tomó una de sus muñecas y comenzó a peinar el apelmazado cabello rubio con suavidad.
– Os escucho.
El caballero se atusó los mostachos y se recolocó el yelmo.
– Tomó un sobre del cajón de la cómoda.
– Un sobre no es interesante en sí mismo. ¿Qué contenía el sobre? -le interrumpió la señora Olav.
– Un billete de avión.
– Me gusta. Estupendo. Continuad. ¿Adonde?
– A Catania.
– ¿A Sicilia? ¿Una niña de catorce años compra un billete de avión sola para irse a Sicilia?
– Lo compró Selene.
– Vaya, vaya, cuántas cosas sabíais que no me habíais dicho.
– No creímos que fuera importante.
– Anaíd se negó a ir -aclaró la dama.
– ¿A ir adonde? ¿A Catania?
– A Taormina, con Valeria y su hija Clodia.
La señora Olav desenredó con firmeza un nudo del cabello de la muñeca.
– ¿A pasar unas vacaciones?
– Eso parecía.
La señora Olav estiró con rabia y arrancó la cabellera de la muñeca.
– Las cosas nunca son lo que parecen. ¿A que no?
El caballero y la dama comenzaron a temblar ante el ataque de ira que encendía a la bruja Odish.
– Por favor, tranquilizaos -rogó la dama-. La encontraréis.
La señora Olav se había levantado y se erguía alta y amenazadora ante los dos fantasmas, mientras éstos empequeñecían y empequeñecían hasta casi desaparecer.
– Hablabais con Anaíd y posiblemente pactabais a mis espaldas. Esperabais que Anaíd os diera la libertad, claro. Creísteis que por ser una niña era más ingenua, más confiada y más tonta que yo.
La señora Olav arrancó la cabeza de la muñeca calva de un golpe seco.
– Pero Anaíd os engañó. A vosotros y a mí. Esa niña no es lo que parece.
– Sin duda, nuestra señora.
– ¡Ni yo tampoco! -dicho lo cual, se dirigió hacia la ventana y abrió los postigos de par en par.
El sol, en todo su esplendor matinal, celebró alegremente la entrada en la habitación. A su paso se oyó un gemido y los dos espíritus se esfumaron dejando tras ellos un hilillo de humo.
La señora Olav lanzó la muñeca decapitada sobre la cama, abrió el armario de la niña, tomó un jersey y lo olfateó como un sabueso. No se equivocaba, era el último jersey que recordaba haber visto puesto a Anaíd. Claro, la niña no lo había cogido pensando que en Sicilia no le haría falta. El jersey olía a Anaíd, estaba impregnado de ella. Le serviría para sus fines.
La señora Olav guardó cuidadosamente el jersey en su bolso y luego desapareció de la casa con la misma rapidez y discreción con la que había aparecido una hora antes.
Anaíd lamentó no saber maquillarse ni pintarse los ojos como Selene. A lo mejor, si en lugar de aparentar catorce años hubiera sabido simular dieciocho, se hubiera ahorrado muchos problemas.
Seguramente el revisor del tren no le hubiera preguntado tantas veces su nombre y su destino, no se hubiera sentado a su lado ni le hubiera dado la lata con los videojuegos de su miniconsola.
Seguramente, en el autobús hacia el aeropuerto, aquella abuela bronceada y musculosa no la hubiera obligado a compartir su paquete de galletas, su bocadillo de queso, su zumo de frutas, sus cacahuetes vitamínicos y sus caramelos de fresa.