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Seguramente, en la Terminal 1 del aeropuerto, el piloto de avión que la reprendió por ir sola no le hubiera sacado las fotos de las últimas vacaciones con sus hijos en el Caribe ni le hubiera hecho aprender un trabalenguas idiota.

Anaíd llegó a las oficinas de Air Italia del aeropuerto de Barajas aturullada de ruido y gente, suspirando por encontrarse con algún adulto antipático y a ser posible sin ninguna empatía por los niños. Un adulto que hiciese su trabajo y despachase un billete a una joven de catorce años sin interesarse por su apetito, su familia, ni sus notas.

¿Por qué existía la especie de los adultos protectores? ¿Por qué los adultos protectores se creían simpáticos, graciosos y estaban convencidos de que todos los chicos tenían los mismos gustos, las mismas ideas en la cabeza y hablaban de la misma forma tonta? ¿Por qué esos adultos no se compraban un perro y dejaban tranquilos a los chavales?

– ¡A ver, tú! ¿Qué quieres? -la interpeló el empleado de las aerolíneas italianas sin mirarla siquiera a los ojos.

Por fin. Por fin un empleado que la trataba desconsideradamente como a cualquiera.

Anaíd, sin embargo, pronto supo que era mucho peor un adulto antipático que un adulto protector. El adulto antipático no tenía en consideración nada más que lo que la ley establecía, y la ley, en su caso, decía que los menores de edad no existían sin el consen-timiento de un adulto.

– No vuelvas si no es acompañada de una persona mayor que responda por ti -le dijo devolviéndole el billete y sin haberla mirado ni una sola vez a los ojos.

De nada le sirvió a Anaíd inventar una historia truculenta -no muy diferente en esencia de la suya propia- para intentar convencer al empleado de las aerolíneas de que era una pobre chica que estaba sola en el mundo y que necesitaba cambiar la fecha de su billete para viajar antes de lo previsto a Catania, donde la esperaban unas buenas amigas.

– El siguiente -fue la única y lacónica respuesta.

Innegociable. Anaíd dio media vuelta y salió de la oficina esperando encontrar a algún adulto protector que se conmoviese con su historia y la avalase.

No tuvo éxito. Descubrió el mundo cosmopolita de los adultos desconfiados, recelosos y estresados. Eran hombres y mujeres que huían al verla acercarse, desviando la mirada y cambiando el rumbo de su itinerario. O bien se disculpaban sin escucharla con un «Lo siento, pero tengo prisa».

¿Qué hacer?

Anaíd comenzaba a tener hambre, a sentirse cansada y a preocuparse por dónde dormiría esa noche en el caso de que no consiguiera tomar un avión.

Pero aún le faltaba enfrentarse a otra especie de adultos: el adulto represor. Y puesto que su desamparo era evidente, llamó la atención de un agente de seguridad.

– Documentación.

Anaíd tembló sin poder evitarlo y el policía, como un perro de caza, olió a su presa e hincó el diente.

– Acompáñame, por favor.

Y Anaíd se sintió prisionera de su mala cabeza. Justo en ese instante, en el mismísimo instante en que el policía la tomaba con fuerza del brazo, oyó una voz que unas horas antes hubiese rechazado pero que en ese momento le pareció música celestial.

– ¡Anaíd!

Y ante su asombro, tía Criselda, horriblemente disfrazada de abogada de la tele, llegó boqueando a la carrera y se lanzó sobre el agente sonriéndole como si fuese

Superman.

– ¡Anaíd, hija, por fin! ¡Muchas gracias por encontrarla!

Anaíd prefirió mil veces los brazos maternales de tía Criselda a la garra represora del policía y se refugió en ellos ocultando la cabeza en la chaqueta bermellón impregnada de un horroroso perfume presuntamente tan elegante como el vestido que lucía.

– ¿La conoce?

– Pues claro, soy su tía. Viajábamos juntas, pero con lo mal que señalizan los aeropuertos, la pobre niña se ha perdido y llevo siglos buscándola.

Anaíd no desmintió la versión de tía Criselda y, ya fuera por el vestido, por el perfume o por el abrazo, el policía ni siquiera confirmó el parentesco y se dio media vuelta no sin antes permitirse decir la última palabra.

– Otro día tenga usted más cuidado.

Anaíd no se movió. Era consciente de que el policía se había alejado de ellas, de que estaban solas en medio del hall del aeropuerto y de que su tía tenía muchos reproches y regañinas almacenados que pronto caerían sobre su cabeza.

Pero en lugar de eso, tía Criselda, temblorosa, sólo le hizo una advertencia:

– No hagas ninguna pregunta, sobre todo no me preguntes lo que estás pensando.

Y eso fue lo peor. Consiguió llenar de curiosidad a Anaíd, que lógicamente se preguntó qué sería lo que no podía preguntar, y lo que se le ocurrió fue lo primero que pensó al verla: ¿qué hacía tía Criselda vestida de esa forma?

– ¿No puedo preguntar nada? ¿Ni siquiera algo muy tonto?

Tía Criselda le tapó la boca y la arrastró hacia los lavabos a toda prisa.

– ¡Ni se te ocurra, ni lo pienses!

Pero eso fue lo que Anaíd hizo. Lo pensó tanto que de pronto, a unos pocos metros de los lavabos de señoras, tía Criselda gritó:

– ¡Oh, no!

Y un humo blanco y espeso la envolvió unos segundos. Al despejarse, Criselda estaba despojada de su traje chaqueta, su peinado, sus zapatos y su bolso. Ante el estupor

de Anaíd, la buena mujer quedó descalza y semidesnuda-vestida tan sólo con su camisón- y con el cabello revuelto y despeinado.

En cuatro zancadas alcanzaron del baño de señoras y se refugiaron en su interior. Afortunadamente, en esos momentos estaba vacío.

Anaíd estaba horrorizada.

– ¿Qué ha pasado?

Tía Criselda se contemplaba desolada en el espejo. Tenía mucho peor aspecto del que imaginaba.

– Has roto la ilusión. No te has creído mi disfraz y se ha disuelto el encantamiento.

– ¿Quieres decir que lo que llevabas puesto era un disfraz?

– Eso mismo.

– ¿Y por qué escogiste ese disfraz tan absurdo?

– ¡Maldita cría! Me vestí con lo primero que se me pasó por la cabeza, una serie de televisión, creo… Por tu culpa salí de casa sin nada y llevo más de nueve horas tras tu rastro. ¿Dónde pensabas ir?

Anaíd no tenía ningún motivo para ocultar más sus intenciones.

– A Taormina.

– ¿A Taormina? ¿Y por qué?

– Por tres razones: porque Selene quería que fuese, porque quiero encontrar a Selene y porque la señora Olav no lo sabrá y creerá que estoy en París.

– ¿De qué me hablas? ¿Por qué creerá que estás en París?

– Engañé a los espíritus fingiendo que me fugaba a París. Fueron ellos los que me indicaron cómo comunicarme con Selene, pero me traicionaron y…

Evidentemente tía Criselda no entendía ni una palabra.

– ¿Te importaría explicármelo desde el principio?

Y Anaíd, con paciencia, le relató su relación con los espíritus, su aventura en el paso de montaña, su viaje a través del abismo de la laguna y su sospecha de que la dama y el caballero eran sus delatores ante la señora Olav. A medida que Anaíd refería sus experiencias, la otra palidecía. Cuando Anaíd acabó de hablar, Criselda agachó la cabeza sobre la pila, abrió el grifo y se mojó la nuca con el chorro de agua. Tal era el estupor que le había causado la confesión, que hasta la misma niña se asustó.

– ¿Estás bien?

Criselda negó con la cabeza.

– No, no estoy bien. Acabo de oír que has estado hablando y viéndote con esos espíritus como si nada.

– Sí.

– Y que rompiste un obstáculo, una especie de barrera invisible que no te permitía salir del valle.