– Sí.
– Y que te caíste al abismo de oscuridad tras haber mordisqueado una seta y así conseguiste hablar con Selene.
– Sí.
– ¿Hay algo más que no me hayas explicado?
– Puedo entender a los animales y hablar en su lengua.
Criselda volvió a meter la cabeza bajo el chorro de agua helada hasta que la sacudió un escalofrío. Pareció ir asimilando lentamente la información. Respiró una vez, dos, tres, y luego espiró el aire. El color retornó a sus mejillas y el oxígeno irrigó de nuevo su cerebro.
– ¿Cuántos bombones me comería?
– Una caja entera.
– He estado idiotizada todo este tiempo.
– Ya, ya me lo parecía.
– Iremos a Taormina. Tú y yo. No pienso dejarte sola nunca más.
– ¡Oh, tía! -la abrazó Anaíd.
Pero la otra rechazó su abrazo y la interrogó por última vez:
– ¿Y se puede saber por qué no me lo explicaste en lugar de montar este zipizape?
Anaíd evitó mirarla, pero finalmente venció su resistencia a confesar la verdad. Necesitaba a Criselda, necesitaba a su tía y sentía que debía ser muy sincera con ella.
– No me fío de ti.
– ¿Cómo? -la indignación de Criselda era auténtica-. ¿A qué viene esa tontería?
– No quieres encontrar a mi madre. Tienes miedo de encontrarla. Selene o yo, o algo… te da miedo.
Criselda sostuvo la mirada acusatoria de Anaíd. La niña estaba en lo cierto.
– Han sido los bombones. Han adormecido mi conciencia.
Pero Anaíd no se conformaba.
– Hay algo más. Algo que te preocupa y no quieres decirme.
Criselda bajó la vista. Anaíd era muy perspicaz.
– ¿Por qué tendría que impedirte viajar a Taormina?
Anaíd estaba muy segura de ella misma.
– Ése era el plan de Selene. Ella quería que yo fuese allí. Seguramente Valeria sepa cosas de mi madre que yo no sé. Seguramente Selene quería que yo estuviese ahí por algún motivo. Voy a averiguarlo.
Criselda calló abrumada. El razonamiento de Anaíd era excelente. Su fe en Selene era admirable y la coherencia de sus actos desmentía la supuesta inconsciencia adolescente que ella misma había atribuido a su huida. Anaíd comenzaba a inquietarla.
– Muy bien, te has salido con la tuya, pero ahora tendrás que hacer un trabajo que te dejará tan agotada como lo estoy yo. Es tu único castigo por haberme hecho levantar de la cama a las cuatro de la madrugada.
Anaíd no tenía ni idea de lo que su tía pensaba proponerle. Evidentemente no lo que le propuso.
– Vas a hacer tu primer conjuro de ilusión. Quiero un disfraz de tía lo suficientemente convincente para que nadie dude de su autenticidad y para que nadie vuelva a despojarme de su apariencia. ¿Comprendes?
Anaíd abrió la boca un palmo.
– ¿Como el del sujetador?
– Eso mismo. Yo te ayudaré. Se trata de capturar una imagen que encierre un deseo mío y conseguir que se haga realidad. Recuerda que necesitamos mi documentación, mi pasaporte y mi dinero. Eso también va incluido en el paquete. Es muy delicado, Anaíd, y la duración de estos hechizos es efímera.
– Me sé el conjuro.
– ¿Cómo?
– ¿Quieres que te lo demuestre?
– No, espera, no…, todavía no…
Pero Anaíd ya había tomado su vara de abedul, pronunciado las palabras y había vestido a tía Criselda con un largo vestido floreado, unas sandalias, un capazo de mimbre y una espesa trenza que le llegaba hasta más abajo de la espalda.
Tía Criselda abrió su capazo y extrajo sus documentos de identidad. Impecables, con su nombre exacto y su fecha de nacimiento… No comprendía cómo su sobrina podía haber sido tan rápida. ¿Y ese aspecto de hippy trasnochada? Le resultaba familiar y entrañable. ¡Claro! Pertenecía al recuerdo de una foto suya con Deméter, una foto de su juventud que hacía siglos que no veía.
Anaíd sonrió.
– Siempre me gustaste en esa foto.
La memoria retornó límpida a Criselda. La memoria de unas vacaciones maravillosas que compartió con su hermana, sus amigos y su primer amor.
Y Criselda, esa vez sí, abrazó tiernamente a su sobrina por retornarle, cuarenta años después, la calidez de un verano de sol y esperanza. Se necesitaban.
CAPÍTULO XVI
Anaíd salió por las puertas automáticas del aeropuerto de Catania aturdida por el calor, el gentío y los altavoces. Tras ella, tía Criselda corría, alzándose las largas faldas floreadas para no tropezar, y resoplaba intentado alcanzarla. Anaíd quería llegar cuanto antes a Taormina y una vez allí preguntar por Valeria Crocce. En su casa de Urt, controlada por los espíritus, no se atrevió a hacer averiguaciones.
Durante el viaje, Criselda le había explicado lo que sabía sobre el linaje de las Crocce. Valeria, bióloga marina, era una carismática matriarca que detentaba la jefatura del clan del delfín. Las Crocce eran poderosas y en algún momento habían sido acusadas de pelear contra las Fatta, el otro linaje de la isla que disputó el liderazgo de los delfines y consiguió el de las cornejas. Las brujas sicilianas, inicialmente de origen griego, pertenecían ahora a una rama de la tribu etrusca famosa por sus artes adivinatorias. Las etruscas eran capaces de interpretar cualquier indicio, las nubes, los vientos, las corrientes marinas, los vuelos de los pájaros…, y eran grandes expertas en la lectura de las vísceras y las llamas.
Anaíd se preguntaba cómo sería Valeria y si sería difícil llegar hasta ella. Si tuviese una foto suya, si supiese su teléfono…
Pero no hizo falta. La sorpresa fue que Valeria Crocce las esperaba a pocos pasos de la barrera del hall del aeropuerto donde se agolpaban familiares y curiosos.
– ¿Eres Anaíd? ¿Anaíd Tsinoulis? -se dirigió a ella una mujer de tez morena y ojos negros que olía a yodo y a algas.
Anaíd supo inmediatamente que era Valeria.
– ¿Cómo has sabido que veníamos?
Y Criselda exclamó confusa:
– ¿Eres realmente Valeria? ¿Tan joven? ¡No me lo puedo creer!
Anaíd tampoco se lo podía creer. Nadie excepto Criselda y ella sabían qué vuelo tomarían y adonde se dirigían. ¿Cómo demonios había recibido esa información?
Valeria las tomó nerviosamente del brazo a ambas y las acompañó hasta el aparcamiento, donde las esperaba su hija sentada indolentemente en el asiento trasero de un Nissan, escuchando música a todo trapo.
– Supimos de vuestra llegada por los augures. Anoche mismo leímos que Anaíd conseguiría llegar hasta Catania -les aclaró en un susurro mientras miraba hacia todos lados asegurándose de que no hubiese nadie escuchando en un radio de diez metros.
– Pero… ¿y la hora? ¿Y el vuelo? -se asombró Anaíd.
Criselda se adelantó. Por el cansancio del rostro de Valeria y el aburrimiento notorio de la chica, supuso bien.
– ¿Nos habéis estado esperando durante todo el día?
– Así es, pero ha valido la pena -afirmó Valeria riendo-. Anaíd, ésta es mi hija Clodia.
Clodia no parecía tan cordial como su madre, aunque se notaba a la legua que la temía. Por eso tendió la mano formalmente a Criselda y sonrió con gesto forzado a Anaíd.
– Bienvenidas.
Valeria le dio un coscorrón sin cortarse un pelo.
– ¿Ésas son maneras de recibir a unas compañeras en peligro? ¿Así les demuestras tu afecto? ¿Tu hospitalidad?
Clodia se tragó el orgullo y Anaíd cazó al vuelo una mirada oscura y cargada de reproches que dirigió a su madre. Las besó sin calidez y todas entraron en el coche. Valeria se sentó al volante y Anaíd se fijó en los músculos de sus brazos. Los bíceps de Valeria, brillantes de sudor, se hinchaban al maniobrar, los movimientos de Valeria estaban llenos de fuerza.