– Nada. Dos meses perdidos -se recriminó Criselda-. Y pensar que Karen, Elena y Gaya continúan ahí dentro…
– Pronto saldrán, es evidente -vaticinó Valeria.
– ¿Tú crees? -objetó Criselda con incredulidad.
– Si la Odish iba tras Anaíd y Anaíd ha burlado el cerco, intentarán aislarnos de nuevo, pero ya no nos dejaremos.
Era razonable pensó Criselda, pero no podía quitarse de la cabeza su actitud indolente y un áspero regusto de culpa.
– ¿Qué hemos hecho durante estos dos meses? -se lamentaba-. No hemos ave-riguado nada acerca del camino de Selene.
– ¿Ni un indicio, ni una pista por absurda que pareciera?
– Nada.
– Eso también es un rastro.
– Por desgracia sí.
Hubo un silencio elocuente que duró aproximadamente un minuto. Valeria quiso confirmar su peor presentimiento.
– ¿Estáis seguras?
– Completamente. Selene no quería que fuésemos tras ella.
– Has dicho que la niña consiguió comunicarse.
– Consiguió penetrar en una cavidad de los dos mundos.
– ¿Ella sola?
– Y sin ninguna guía. Pero Selene la rechazó.
Valeria se giró hacia Anaíd, que simulaba dormir, aunque algún gesto inconsciente de la niña la hizo mostrarse precavida.
– Entonces… Anaíd… es la clave.
– De momento es nuestra única posibilidad.
– ¿Qué sabe?
– Poco, muy poco, pero aprende rápido.
– Muy rápido. Nos ha estado escuchando todo el rato. ¿Verdad Anaíd?
Anaíd dudó un segundo. No valía la pena negar lo evidente. Abrió los ojos y asintió con la cabeza.
– Lo siento. No sé lo que debo escuchar y lo que no.
– ¿Qué piensas de la situación? -le espetó Valeria a bocajarro.
Anaíd respondió con rapidez.
– Si desde Urt hubiésemos actuado deprisa para encontrar a Selene y transmitir un mensaje de seguridad a las otras Ornar, posiblemente las Odish no se hubieran atrevido a tanto.
Criselda se quedó patidifusa y Valeria muy sorprendida.
– ¿Tienes alguna propuesta?
– Rescatar a Selene lo antes posible en lugar de estar muertas de miedo prote-giéndonos con nuestros ridículos escudos.
Criselda sufrió un ataque de tos del apuro.
– Lo siento, Valeria, a veces se dispara y dice barbaridades.
– Ella me ha preguntado -se defendió Anaíd.
– Tú no estás preparada, ni siquiera has sido iniciada. ¿Cómo se te ocurre urdir estrategias? ¿Cómo tienes la desfachatez de dar lecciones a una jefa de clan? -la riñó Criselda.
Valeria apretó el acelerador y metió la quinta.
– Criselda, tranquilízate, estoy completamente de acuerdo con Anaíd. Sólo hay un problema.
Anaíd contuvo la respiración.
– ¿Cuál?
– Tenemos que iniciarla inmediatamente.
– ¿Antes que a tu hija?
Valeria miró de reojo a Clodia, que sólo pensaba en su música.
– Es mi hija, pero no estoy ciega. Necesitamos a Anaíd. Clodia puede esperar.
Anaíd estaba agotada, arrastraba el cansancio de dos noches sin dormir y la sobreexcitación de un montón de percances. Aunque compartía habitación con Clodia y lo normal hubiera sido charlar un rato antes de dormirse, lo cierto es que se quedó roque nada más rozar la cabeza con la almohada. En cualquier otra circunstancia se hubiera esforzado por permanecer despierta y dar conversación a su compañera, pero Clodia era tan declaradamente hostil que no le apeteció nada fingir una amistad que no deseaba. Tampoco se sintió mal por ello. Por encima de todo necesitaba descansar.
Durmió con un sueño profundo y reparador hasta que, de madrugada, el dolor de su pierna la sumió en un duermevela inquieto. En su pesadilla volvía a chocar contra la invisible barrera de la campana y de nuevo sentía el dolor lacerante, como un cuchillo, desgarrándole la carne. Un golpe brusco en la ventana la despertó. Abrió los ojos desconcertada y vio cómo Clodia saltaba desde el jardín completamente vestida. Su habitación, orientada al sur, se encontraba en el primer piso de una antigua casa a cuatro vientos de gruesos muros. Clodia había trepado por las ramas de un cerezo que crecía en el jardín, junto a su ventana. Despuntaban los primeros rayos de sol y Clodia, habituada a no armar jaleo, se desnudó en silencio y se arrebujó perezosamente entre sus sábanas frescas.
Anaíd no pudo evitar preguntarle:
– ¿Dónde estabas?
Clodia dio un brinco al sentirse descubierta.
– ¿Me estabas espiando?
Anaíd pensó que era una estúpida.
– Me has despertado al entrar.
– ¡Vaya, qué oído más fino tienes!
– ¿Por qué has entrado por la ventana?
– ¿A ti qué te parece? Mi madre no me deja salir.
Anaíd se sintió en la obligación de advertirla:
– Han desangrado a siete chicas como nosotras.
Clodia se rió.
– Y tú te lo has creído.
– Vine huyendo de una Odish.
Pero Clodia no pareció impresionada por la información.
– Eso es lo que te han dicho.
Anaíd no se dejó intimidar por el tonillo de Clodia.
– No soy una chivata, pero tampoco soy idiota. Tenemos que tomar precauciones.
– ¿Ah sí? ¿Qué precauciones?
– Llevar el escudo y no salir nunca solas.
Clodia pareció molesta.
– ¿Ya lo sabe, verdad?
– ¿El qué?
– Lo del escudo. Mi madre te ha dicho que me vigilaras y que le dijeras cuando me lo quitaba.
– ¿Te lo has quitado?
– No voy a ir todo el día con esa especie de faja ortopédica.
Anaíd podía hacer dos cosas: explicar a Valeria que su hija era una imbécil temeraria o callar. Si callaba, la responsabilidad de lo que Clodia hiciese caería sobre su cabeza. Si hablaba, sería para siempre una odiosa chivata.
– Está bien. Allá tú -musitó dándose la vuelta e intentando volver a dormirse.
Clodia quiso saber qué significaba ese comentario.
– ¿Vas a dar el parte a las autoridades?
– No.
– ¿Entonces? ¿Qué has querido decir si puede saberse?
– Que si te gusta ser la víctima número ocho es tu problema.
Y Anaíd se dio la vuelta riéndose para sus adentros. Si no la había asustado, al menos le había dado en qué pensar.
Pero Clodia levantó el dedo anular y también le dio la espalda.
CAPÍTULO XVII
El palacete neoclásico de columnas marmóreas se erigía en lo alto de la colina con vistas al estrecho de Mesina.
Rodeado de jardines románticos, a Selene le encantaba pasear por ellos perdiéndose en el laberinto de setos, tomando un refresco en la glorieta, sumergiendo la mano en el estanque de peces de colores o contemplando las blancas esculturas saqueadas de las necrópolis griegas que tanto abundaban en la isla.
Desde que llegó a la finca, no había salido de los confines del palacio para desesperación de Salma, que la tentaba día sí y día también para acudir con ella a las fiestas que poblaban las noches de Palermo.
Selene prefería descansar y gozar de los placeres del retiro rural. Valoraba la exquisitez del mobiliario de madera noble, calculaba el precio de los frescos que adornaban las paredes de las salas, de las alfombras persas que cubrían sus suelos, de los tapices sirios que lucían en el comedor y de las armas toscanas que flanqueaban los pasillos y las empinadas escalinatas de mármol. No daba crédito a que todo cuanto sus ojos abarcaban fuese suyo, exclusivamente suyo. Suyo era también un yate anclado en el puerto privado de la cala y suyo un potente BMW negro con chófer que esperaba sus órdenes para llevarla adonde quisiera.