Valeria dudó.
– Sólo consiguen eso las Odish más poderosas. Y lo usan en contadas ocasiones, en la lucha entre ellas o contra un clan Omar. Los humanos mortales no les preocupan lo más mínimo.
Un leve temblor de manos traicionó a Anaíd y le retornó un doloroso recuerdo. La tormenta que se desencadenó la noche en que murió su abuela Deméter. Un espectáculo grandioso. La cúpula del cielo se mantuvo encendida como una bombilla de mil vatios durante largas horas y el huracán arrancó de cuajo dos cipreses de la verja del cementerio. ¿La conjuraron las Odish o… Deméter? ¿Y la desaparición de Selene? También estuvo acompañada por una tormenta. ¿La desencadenó Selene?
– ¿Y las Omar podemos dominar los elementos?
Valeria se sorprendió.
– ¿De verdad que no lo sabes?
Anaíd negó un poco intranquila. La extrañeza de Valeria la hizo sentir insegura. ¿Tenía que saberlo?
– Anda, Clodia, refresca la memoria y explícaselo a Anaíd.
Clodia había permanecido silenciosa y ausente mientras ayudaba a Valeria, sin entusiasmo pero con profesionalidad, a izar velas y maniobrar el velero. De esa guisa, agachándose, soltando cabos, escorando la embarcación ora a babor, ora a estribor, hasta parecía una chica normal. Pero en cuanto se requería su atención, se convertía en una verdadera estúpida. Valeria estaba tan acostumbrada a su gesto despectivo que ni siquiera se lo tenía en cuenta, pero Anaíd, al percibir la mueca de asco de Clodia, a punto estuvo de soltarle un bofetón. Se le quitaron las ganas de escuchar lo que decía con voz cansina y son-sonete burlón aquella niña consentida.
– Las Omar, hijas de Oma, nietas de Om y biznietas de O, se diseminaron por la tierra huyendo de las malvadas Odish. Ellas y sus descendientes fundaron treinta y tres tribus que a su vez se distribuyeron en clanes. Los clanes poblaron los territorios del agua, el viento, la tierra y el fuego, y a ellos se debieron y se vincularon aprendiendo de sus secretos y dominando sus voluntades. De los seres vivos tomaron su nombre y su sabiduría, aprendieron su lengua y se sirvieron de sus tretas. Eso les permitió fundirse con ellos y cobijarse en ellos.
A pesar de que Anaíd intentó simular indiferencia, bebió sin desearlo de las palabras de Clodia. Sintió envidia por esos conocimientos básicos que cualquier Omar estúpida como Clodia poseía. ¿Por qué su madre y su abuela se los negaron? A pesar de los libros que había leído, se sentía ignorante como un pepino. No le quedaba otro remedio que preguntar.
– Si los clanes están vinculados a un elemento, ¿el clan de la loba a cuál pertenece?
– A la tierra -respondió Valeria-. Las lobas podéis influir en las cosechas y los bosques, en los terremotos y las plagas…
– Y las delfines sois agua -dedujo Anaíd.
– Claro. Aprendemos a dominar las mareas, convocamos la lluvia, luchamos contra los maremotos, las inundaciones…
– ¿Y el fuego? ¿Qué clanes dominan el fuego?
– Los que invocan a animales que viven en las profundidades de la tierra, cerca del magma, allá donde se gesta el primer fuego que escupen los volcanes. El clan del hurón, del topo, de la lombriz, la serpiente.
Anaíd se animó.
– Y el aire lo dominan las águilas, los halcones, las perdices…
– Lógico.
Tía Criselda, pálida, intervino:
– Anaíd, tendré que enseñarte un par de conjuros para pasar tu iniciación. Debes demostrar que puedes reverdecer el tronco del árbol de tu vara y madurar un fruto.
Anaíd pareció decepcionada.
– ¿Sólo eso?
– ¿Qué creías?
Anaíd fabuló:
– Pues que tendría que convocar un temblor de tierra, una erupción de un volcán o… una tormenta…
Valeria lanzó una carcajada. Criselda se avergonzó. La ignorancia de Anaíd era culpa suya. Clodia la corrigió con tonillo de sabionda perdonavidas:
– Eso, ni las jefas de clan. Las iniciadas hacen otras gilipolleces, maduran una mandarina, encienden una rama de pino, llenan una palangana de agua y hacen revolotear una pluma en el aire. Has visto muchas películas de magia tú.
Anaíd se apuntó la ofensa y se juró devolvérsela. Valeria, sin embargo, salió en su ayuda.
– No hagas caso de Clodia y pregunta todo lo que te apetezca.
– No tengo más preguntas, gracias -se disculpó secamente Anaíd.
– Muy bien, pues en ese caso se acabaron por hoy las lecciones teóricas, pasaremos a la práctica.
Valeria se estaba despojando de su ropa y dio una orden a Clodia.
– Pásame la cantimplora, por favor.
Clodia la alcanzó a regañadientes y, mientras se la entregaba, señaló la hora.
– ¿Hoy hay encuentro y transformación?
– ¿Te molesta?
– He quedado esta tarde, no puedes hacerme eso.
– Te he avisado, pero creo que estabas dormida.
– ¿Por qué? ¿Por qué hoy? ¿Por qué ha venido ésa?
– Ésa tiene nombre y vale mucho más que una tarde de tu vida, te lo aseguro.
Anaíd asistía a la discusión con incomodidad; al fin y al cabo el motivo era ella y su presencia en el velero. Valeria, atenta a su invitada, lo percibió con el rabillo del ojo. Tras dar un trago a su cantimplora, tomó a Clodia por el brazo y la obligó a bajar con ella al minúsculo camarote de proa. Anaíd agradeció el gesto simbólico de Valeria. El reducido espacio del barco hacía casi imposible no escuchar las conversaciones y mucho menos las discusiones subidas de tono, pero si se esforzaba podía desconectar y descodificar los sonidos como hacía habitualmente con los animales que la rodeaban. Al darse la vuelta reparó en tía Criselda, inmóvil, pálida, asida a la barandilla. Anaíd cayó en la cuenta de que había permanecido demasiado silenciosa todo el trayecto y ahora entendía el motivo. La pobre estaba mareada como una sopa.
– Tía, tía.
Criselda no tenía fuerzas ni para responder. Anaíd la auxilió con prestancia, luchar contra un mareo era relativamente sencillo. Una compresa fría, la posición adecuada, un estímulo circulatorio y una infusión de manzanilla azucarada. Remedios que Deméter le hubiera aplicado a ella. Se sacó su calcetín, lo mojó en agua del mar, obligó a Criselda a recostarse y aplicó la compresa improvisada sobre la frente de su tía mientras masajeaba sus muñecas para activarle la circulación y la obligaba a inhalar el aire con más frecuencia. Al poco, el color retornó a su rostro y coloreó las mejillas de Criselda. Anaíd tomó la cantimplora de Valeria y se la ofreció a su tía, que bebió un trago sin respirar y luego tosió.
– ¿Qué es? -preguntó Criselda frunciendo la nariz.
Anaíd olió el contenido de la cantimplora; creía que era agua, pero despedía un olor dulzón parecido a la infusión de hierbabuena. Probó un sorbo. Era rico, lo había bebido Valeria hacía un instante, daño no le haría; se trataría de un reconstituyente o de una bebida hidratante, justo lo que Criselda necesitaba. Anaíd le ofreció otro trago y continuó masajeándola mientras recitaba entre dientes una cancioncilla que Deméter entonaba siempre que atendía a alguna paciente. Criselda empezó a sentirse mejor y se incorporó visiblemente recuperada. Le tomó las manos y estudió su palma contrastándola con la suya.
– Tienes el poder.
Anaíd se sorprendió.
– ¿Qué poder?
– El de tu abuela y el mío. El del linaje Tsinoulis. Nuestras manos son especiales. ¿No te habías dado cuenta?
Anaíd negó.
– Deméter lo descubrió de muy niña, con su perro; le sanó un hueso roto imponiendo sus manos sobre la herida.
– ¿Y yo puedo hacerlo?
– Tienes la capacidad.
Anaíd estudió sus manos con orgullo. Era cierto que a veces había sentido un cosquilleo al acariciar a Apolo para calmar sus maullidos desconsolados. ¿Era eso?