Выбрать главу

Las voces que provenían del camarote se silenciaron. Definitivamente Valeria había zanjado la discusión con su hija, pero Clodia era un hueso duro de roer.

Ante la sorpresa de Anaíd, Valeria apareció en bañador, bronceada y musculosa, y sin dar ninguna explicación se lanzó de cabeza por la borda con un estilo impecable. Anaíd asistió atónita a su zambullida. Un minuto, dos, tres… Ni rastro de Valeria. Había desaparecido. Anaíd se inquietó, pero Clodia permanecía impávida. De pronto, Criselda la avisó señalando a popa, Anaíd siguió su dedo y se topó con unos ojillos redondos y simpáticos que la contemplaban a través de las olas; sin duda la estaban estudiando. El

enorme pez gris surgió de entre las aguas con un salto sorprendente y lanzó un grito de recibimiento. Sin darse un respiro, apareció en la popa, en la proa, a babor y a estribor. Saltaba multiplicándose por cuatro, por cinco, repitiendo los mismos gritos de bienvenida y expulsando un abundante chorro de agua por el surtidor de su lomo. Hasta que Anaíd se dio cuenta de que no era un solo delfín. Era una manada al completo. Y entre ellos, mezclada con ellos, nadando junto a ellos y riendo con ellos: Valeria. Con el cabello mojado, bañado en espuma de olas, y la piel bruñida de sal, Valeria era menos humana que hacía unos minutos. Pero gritó a Anaíd con voz humana:

– ¡Acércate, no tengas miedo, quieren conocerte!

Anaíd extendió el brazo y fue saludada ritualmente por diez hocicos húmedos que impregnaron sus dedos de salitre y le contagiaron su buen humor.

– Te han saludado las hembras, son las más curiosas.

– Y las más cariñosas -añadió Anaíd conmovida.

Valeria tradujo sus palabras y las hembras aplaudieron la observación de Anaíd con saltos y exclamaciones. Criselda apenas podía abrir boca de tan impresionada como estaba.

Y Anaíd, contagiada por la alegría y la naturalidad de las hembras de la manada, no pudo contenerse y les respondió en su propia lengua.

No resulta fácil para una garganta humana emitir los sonidos de los delfines. Clodia llevaba intentándolo desde niña y todavía no lo había conseguido. Interpeló molesta a Anaíd:

– ¿Cómo lo has hecho?

– No lo sé, me ha salido así.

Anaíd se dio cuenta de que a lo mejor se había equivocado dejándose llevar por su instinto. Pero los delfines no pensaban lo mismo y, pasado su estupor, acogieron su salutación con un gran jolgorio y acallaron la envidia de Clodia con sus gritos, mejor dicho, con sus preguntas. Las delfines eran muy, pero que muy curiosas y terriblemente chismosas. Chismorreaban sobre el pobre parecido de la pequeña loba con la gran loba roja. Hablaron de sus cabellos, sus ojos, sus piernas y los compararon con los de Selene.

Anaíd se ofendió.

– Si van a criticarme, me largo.

Valeria, muerta de risa, la invitó a zambullirse.

– Anda, venga, salta.

Anaíd se sintió azorada.

– Nunca he nadado en el mar.

– Te mantendrás mejor a flote. El Mediterráneo es muy salado.

– Es que…

– Clodia, ayúdala.

Y Clodia, encantada de molestar a Anaíd, le dio un buen empujón y la lanzó al agua tal como estaba, vestida con su camiseta y sus shorts. Anaíd, que no se lo esperaba, se pegó un buen susto y se sintió hundirse en las templadas aguas azules, tan diferentes a las frías aguas de los lagos pirenaicos. El mar tenía una consistencia espesa, compacta, como melaza que se cerraba sobre ella tragándosela y llenándole la boca, la nariz y los oídos de agua y sal. El I insto salado lo impregnaba todo y a punto estuvo de llegarle a los pulmones. Se ahogaba. Necesitaba oxígeno. Pataleó como un perro y salió a flote respirando ávidamente Y lamentando no haber aprovechado mejorías clases de natación en la piscina de Jaca. Apenas sabía lo suficiente pata dar unas cuantas brazadas, controlar la respiración y mantener la cabeza bajo el agua unos segundos con los ojos abiertos. Sólo unos segundos, no minutos como se permitía Valeria. Y de pronto, algo suave y resbaladizo pasó rozando levemente su brazo izquierdo, se colocó debajo y la levantó en vilo sobre las aguas. Anaíd, instintivamente, se sujetó y se dio cuenta de que se encontraba navegando sobre un delfín. Ante ella, Valeria susurró unas palabras al oído de su montura y los dos delfines, el de Valeria y el de Anaíd, salieron disparados deslizándose sobre las aguas como un catamarán. Anaíd añoró las bridas de su caballo. No sabía dónde sujetarse y la carrera marina que recorrió por espacio de quizá media hora le pareció eterna. A cada momento temía resbalar y caer en medio de ese mar que, a pesar de su mansedumbre, se le antojaba inmenso e inquietante. Por fin Valeria se detuvo.

Anaíd no comprendía por qué habían ido tan lejos ni por qué habían ido tan sólo ellas dos. ¿Y Clodia? ¿Y Criselda? Valeria habló a las delfines y las acarició suavemente entre los ojillos.

– Gracias, habéis sido muy cuidadosas. Id a comer algo y regresad luego. Anaíd, baja.

La chica no quería separarse de su montura. ¿Qué pretendía Valeria? ¿Pretendía tal vez quedarse las dos solas a flote en medio de la inmensidad y sin posibilidades de asirse ni a una miserable tabla? Sólo de pensarlo Anaíd se estremeció.

– No, por favor -suplicó sin abandonar a su corcel marino.

Valeria rió.

– Déjala y ponte en pie.

Y ante su sorpresa, Anaíd, al obedecerla, comprobó que en efecto se ponía en pie, porque el agua le llegaba a las rodillas. Estaban sobre un promontorio, una roca emergente, algo así como un pequeño islote hundido do roca porosa, a buen seguro volcánica. No tenía nada de extraño. El Etna llevaba miles de años escupiendo sus lavas ardientes en aquellas costas que habían visto nacer y destruirse abruptos peñascos e islas en poco menos de unas horas.

– ¿Estás asustada?

– Es que no sé por qué hemos venido hasta aquí.

Valeria le tomó las manos y la invitó a sumergirse junto a ella.

– Abre bien los ojos y mira a tu alrededor. Luego dime qué has visto.

Anaíd hizo lo que Valeria le indicaba, pero su capacidad de aguantar la respiración bajo el agua era mucho más limitada que la de la bióloga. En los pocos segundos que man-tuvo los ojos abiertos nada más acertó a ver ante ella unas algas flexibles y sinuosas que se mecían junto a sus pies.

– Algas.

– ¿Estás segura? Compruébalo otra vez.

Anaíd se sumergió de nuevo y contempló fijamente esa colonia de algas inertes que se dejaban mecer por el oleaje.

– Sí, estoy segura.

– Son peces que se transforman en algas para apresar a los incautos que, como tú, no se fijan lo suficiente -se rió Valeria.

Sin que Valeria se lo indicase, Anaíd se sumergió por I creerá vez, acercó su mano a la supuesta colonia de inocentes algas y la reacción precipitada de una de ellas no fue precisamente la de un plácido vegetal. En la fracción de segundo que duró el rapidísimo movimiento, Anaíd, además de sentir un pinchazo en el dedo, acertó a distinguir unos ojillos astutos.

– ¡Ayy!

– Te lo advertí.

– Me ha mordido.

– Sólo te ha probado. No le gustas.

– ¿Cómo lo sabes?

– Si le hubieses gustado, ya habría llamado a su familia, que es muy golosa, y estarían dándose un festín.

– Menudos listos.

– Listos, eso es lo que son. La capacidad de mimetismo que algunos animales marinos han desarrollado para sobrevivir en el mar es asombrosa.

– ¿Y por qué en el mar?

– Soy bióloga, pero me gusta dar una explicación poética a este fenómeno. El agua se presta a la confusión y al engaño. La vista nos confunde, los volúmenes y los colores se distorsionan o se pierden. Lo que los seres terrestres consideramos valores objetivos no lo son en el mar. Sobre todo a medida que nos alejamos de la superficie. A medida que avanzamos en la profundidad, el valor de la luz pierde fuerza, la vista y la percepción se transforman y dejan de ser parámetros universales. ¿Me sigues?