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– Sí -respondió Anaíd recordando su caída vertiginosa a través del abismo de oscuridad.

Allí, en el conducto entre los dos mundos también ella advirtió que los parámetros terrestres perdían sentido. La gravedad era una ilusión producto del miedo.

Anaíd atendió a Valeria consciente de que dentro de poco asistiría a algún espectáculo emocionante. ¿Por qué, si no, la había conducido hasta allá? ¿Para mostrarle una colonia de algas? Lo dudaba.

– En el clan del delfín hemos heredado de nuestras antecesoras unos conocimientos que atesoramos celosamente. Nunca o casi nunca los hemos mostrado a otras Omar. Tu madre fue una excepción y ella quería que tú vinieras a Taormina para que yo te mostrase el arte de la transformación.

Al oír nombrar a Selene el ritmo cardíaco de Anaíd se aceleró. ¿Había comprendido bien? Su madre quería que ella asistiese a una transformación. ¿Transformación de qué en qué? ¿Por qué razón?

Valeria miró al cielo.

– Ya casi es la hora. Debes prometerme que, suceda lo que suceda, no te asustarás.

Y mientras hablaba se desnudó completamente y entregó a Anaíd su bañador.

– Guárdamelo y espérame.

– ¿Qué vas a hacer?

– Transformarme.

– ¿En qué?

– No lo sé. El mimetismo es oportunista.

– ¿Y cómo lo vas a hacer?

Valeria comenzó a temblar levemente, sus dientes castañeteaban.

– Me uno a lo que me rodea. Me convierto en parte de ese todo. Busco asemejarme a un ser vivo y me despojo de mi cuerpo hasta que hallo otro adecuado a mi espíritu.

Anaíd se fijó en que su cuerpo brillaba de una manera especial, intensa, incluso sus ojos refulgían. Valeria se acostó sobre las olas, cerró los ojos y se fundió con el mar dejándose arrastrar por la corriente. Alrededor flotaban sus cabellos y se enredaban en los corales. ¿Fue un espejismo? Unos instantes después Anaíd se dio cuenta de que los cabellos no eran tales, sino algas, y que el cuerpo de Valeria se había ido redondeando y conformando de un color bruñido, como el bronce, azul como el mar, compacto como la roca. Y de pronto Anaíd se llevó las manos a la boca porque, a pesar del aviso y de la certeza de estar asistiendo a algo sorprendente, no pudo reprimir un grito.

Un atún.

Valeria se había transformado en una gigantesca hembra de atún. Imposible discernir qué pretendía. El atún rodeó a Anaíd nadando en círculos concéntricos como si celebrase un reencuentro, una danza, o como si la estuviese acorralando, hasta que de repente y sin previo aviso viró el rumbo y, gracias a su potente aleta, se alejó en dirección a una mancha oscura que se desplazaba lentamente en lontananza. Era una bandada de atunes que viajaban hacia el norte en dirección al estrecho. Valeria se unió a ellos y fue recibida con muestras de alegría. A lo lejos se veían sus saltos en el aire y el rumor de sus aletas al entrechocar.

– ¡Valeria, vuelve! -gritó Anaíd.

Y su voz le supo a desamparo y a soledad. No necesitó ninguna confirmación. Era Valeria. Lo sabía, estaba segura, se había transformado ante sus mismos ojos. Pero… ¿era realmente otro ser? ¿0 conservaba su conciencia humana? No podía ni imaginarse lo que sucedería si Valeria, transformada en atún, pasaba el estrecho y la olvidaba. Anaíd trepó a la roca más alta, allí donde el agua lamía sus pies sin cubrirla y el sol podía secar su piel. El panorama era desolador, el manto azul lo invadía todo. Si la montaña era traicionera, el mar era inconmovible. Sola y abandonada, en medio del Mediterráneo, no sobreviviría mucho tiempo.

No obstante rechazó el miedo.

Valeria era poderosa. No se trataba solamente de su musculatura y su valor. Valeria, como le sucedía a Deméter, irradiaba poder. No era habitual. No era nunca tan obvio. Ni Criselda ni Gaya ni Elena ni Karen desprendían la energía que Anaíd percibía junto a Valeria. ¿Sería ése el poder que confería la jefatura de clan? Tal vez. Pero aunque Valeria le ofreciese seguridad, lo cierto es que la bandada de atunes se había perdido definitivamente y los delfines habían desaparecido. Sólo tenía su palabra y su bañador. Valeria le había dicho «guárdamelo y espérame».

Anaíd esperó y esperó. Para no sentir el frío que la iba calando se esforzó en moverse y mantenerse seca. Se despojó de la ropa mojada y se fue masajeando brazos y piernas al tiempo que se palmeaba con las manos y se pellizcaba las mejillas. Hacía algún rato que una fina telaraña de nubes había cubierto el cielo y enfriado la tarde. Las nubes se habían ido ennegreciendo y el viento había aumentado de intensidad mientras el sol comenzaba su lento declive. ¿Cuántas horas habían pasado desde que Valeria había desaparecido? ¿Tres horas? ¿Cuatro? Su sed, su hambre, el atardecer y el lento fraguarse de la tormenta empezaron a preocuparla.

En la fina línea del horizonte vio el pálido reflejo de un rayo y se estremeció. Una tormenta en el mar debía de ser mucho más angustiosa y terrible que en la montaña.

Una enorme bandada de gaviotas sobrevoló su cabeza chillando. Algunas, las más osadas, perdieron altura y se acercaron a ella para curiosear insolentemente y cerciorarse de que estaba viva. Anaíd las espantó con las manos y las ahuyentó en su propia lengua; le repugnaban esas ratas carroñeras con alas.

Y sin embargo las gaviotas eran mejor compañía que nada. Anaíd pensó que la mayor angustia que debía de sufrir un náufrago, además de la falta de agua, posiblemente era la soledad. Las horas pasaban lentas, inexorables, y a menos que se sumergiera en las aguas lo cierto es que a su alrededor no detectaba un asomo de vida. Únicamente se oía el retumbar cada vez más inquietante de los truenos y el sonido sibilante del viento.

No podía pasar la noche ahí. Y la noche se acercaba. Cada vez estaba más cerca.

No podía regresar nadando.

No tenía cohetes, ni fuego ni bocinas para alertar a las embarcaciones.

Lo único que se le ocurrió fue la posibilidad de ser ayudada por los delfines. Había llegado hasta el islote a lomos de un delfín. Y antes de que el sol se escondiese definitivamente en el horizonte, Anaíd llamó a los delfines en su propia lengua. Lanzó un grito, dos, y al tercero percibió claramente una sombra que se acercaba silenciosa entre las aguas. Suponía que sería un delfín, pero dio un respingo. Su tamaño y su aspecto bien podrían ser los de un tiburón.

Por suerte era una hembra delfín, la misma que la había transportado y que en su lengua respondía al nombre de Flun, o algo parecido.

Anaíd se sintió idiota por no haber pensado en esa posibilidad antes. Procuró ser amable.

– Me alegro de verte. Por favor, llévame a tierra -pidió a Flun intentando montar sobre ella.

Pero la hembra la esquivó y, como hiciera el atún, dio dos vueltas a su alrededor en círculos concéntricos antes de responderle:

– Valeria no me lo permite.

Anaíd se sintió desfallecer.

– ¿Le ha ocurrido algo?

– No.

– Pues avísala para que venga a buscarme con el velero.

– Valeria ya sabe dónde estás.

Era obvio. Ella la había dejado abandonada y sabía perfectamente que a esas horas estaría aterida de frío y muerta de hambre, de sed y de miedo.

Entonces, si Valeria no había sufrido ningún percance y encima impedía a los delfines socorrerla…, ¿qué se proponía?

Anaíd se quedó mirando fijamente a la hembra delfín. Juraría que en los ojillos de Flun había un asomo de piedad, de lástima. La hembra dio un hermoso salto y se zambulló en las sombras del crepúsculo.

El corazón de la niña se desbocó de miedo al tiempo que la sombra de una duda iba cobrando entidad.