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Ya había sucumbido a los encantos de una Odish.

Pero… ¿Valeria una Odish? No, no podía ser una de ellas. No.

Era absurdo que Valeria pretendiera deshacerse de ella.

Y sin embargo… No había testigos, ni responsables. Valeria podría dar mil excusas sobre su pérdida.

La tenue luz del sol desapareció de golpe. La tormenta había alcanzado los últimos estertores del disco solar y los había eclipsado. Las aguas se tintaron de negro y los relámpagos iluminaron cada vez con más frecuencia la oscuridad que amenazaba con tragársela. Anaíd se abrazó las piernas protegiéndose instintivamente y acurrucándose en la postura más antigua del mundo. Se balanceó adelante y atrás y tarareó una cancioncilla que Deméter le cantaba de niña. El balanceo y el ritmo de la canción la tranquilizaron y le permitieron abrir los ojos de nuevo. Las siluetas cobraron forma. La luz, aunque muy difusa, ya no le pareció tan angustiante como antes.

Todo hubiera resultado hasta cierto punto familiar, teniendo en cuenta que había convivido durante largas horas con ese paisaje, si no hubiera sido por él. Él la miraba con curiosidad a una distancia de pocos metros. La miraba con descaro, sin ningún disimulo. Estaba semihundido en las aguas, pero el fulgor de los relámpagos permitía distinguir perfectamente su cabello rizado, su barba, su escudo, su espada corta y curvada, su yelmo con un penacho en forma de crin de caballo.

Anaíd no se acobardó lo más mínimo.

– Hola.

El guerrero echó una ojeada a su alrededor sorprendido. En efecto, Anaíd se había dirigido a él.

– ¿Me has hablado?

– Sí, claro, no hay nadie más.

– Entonces… puedes verme.

– Y oírte.

– ¡No me lo puedo creer!

– Yo tampoco, pero es así.

– Eres…, eres la primera persona con quien hablo en… ¡Vaya!, he perdido la cuenta de los años. ¿En qué año estamos?

– Aunque te lo dijera no te serviría de mucho. ¿Qué eres? ¿Griego? ¿Romano? ¿Cartaginés?

– ¡Griego de las colonias itálicas! Mi nombre es Calícrates, hoplita superviviente de la campaña en defensa del sitio de Gela, a las órdenes del gran Dionisio de Siracusa.

– ¡Vaya! Creo que eso fue en el siglo V antes de Cristo.

– ¿Antes de quién?

– Digamos que has pululado por aquí unos dos mil quinientos años.

– Ya me parecía a mí que había pasado mucho tiempo.

– ¿Y cómo viniste a parar a este lugar si no es indiscreción?

– Me ahogué.

Anaíd reprimió un escalofrío.

– ¿No sabías nadar?

– Era un soldado, no un marino.

– Y ahora eres un espíritu errante que deseas descansar en paz.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé, conozco a otros. ¿Quién te maldijo?

– Supongo que mi mujer. Le juré que regresaría a Crotona a tiempo de recoger la cosecha, pero le fallé.

– O sea que te ahogaste de regreso a casa.

– Pues sí. Peleé con honores contra Himilcón, el gran general cartaginés, nos retiramos dignamente, embarcamos, pero al fondear estas costas nuestra nave se hundió.

– Y te ahogaste.

– No, nos recogió otra nave, pero me echaron al agua.

– ¿Te echaron?

– No cabíamos todos y la nave estaba a punto de zozobrar, nos lo jugamos a suertes y me tocó.

Anaíd apenas oyó la última frase de Calícrates. Un terrible trueno les interrumpió.

– Una noche movidita, me recuerda…

– No, por favor -le interrumpió Anaíd.

– ¿No quieres que te explique cómo fue el temporal que estrelló mi nave contra las rocas?

Anaíd se enfadó con el hoplita gafe.

– Por si no te has dado cuenta, yo estoy viva y no tengo ningunas ganas de morirme. Morir ahogado debe de ser horroroso.

– Efectivamente. Es horrible. Quieres respirar pero en lugar de aire los pulmones se llenan de agua y…

– ¡Calla!

El hoplita se calló. Además de gafe era sádico. Anaíd recordó la obediencia y sumisión de los espíritus.

La tormenta se acercaba cada vez más y traía con ella fuertes olas. Aguantó la respiración cuando una de ellas, la primera que se avecinaba, la cubrió por completo. No tenía ningún refugio, ningún lugar donde sujetarse.

– Te daré el descanso eterno a cambio de tu ayuda.

– ¿Te diriges a mí?

– Sí, te hablo a ti, Calícrates. Dime cómo escapar de aquí antes de que se me trague una ola.

Calícrates pareció que pensaba y miró en derredor suyo.

– Alguna forma debe de haber, pero la desconozco.

– ¿Por qué?

– Las otras desaparecieron. No vi sus cuerpos ahogados. Fueron a algún lugar, pero nunca durante la noche.

– ¿Qué otras?

– Las otras muchachas.

Anaíd se puso nerviosa.

– ¿Me estás diciendo que no soy la primera que encuentras en esta roca?

Calícrates añadió:

– Pero eres la primera que no lloras y que me ves.

– ¿Cuántas chicas han pasado por esto?

– Pues… yo diría que a lo largo de los milenios… ¿centenares?

Anaíd palideció.

– O sea que cada lustro o cada década encuentras a una chica como yo, medio desnuda, atrapada en la roca, y al día siguiente ya no está.

– Justo.

Anaíd se horrorizó. ¿Quién podía vivir miles de años haciéndose pasar por personas diferentes? ¿Quién perseguía a las muchachas y bebía su sangre? Si quería la confirmación de una terrible sospecha, ya la tenía.

– Es una Odish.

– Eso, eso pensaban ellas.

– ¿Quiénes?

– Las chicas.

– ¿Puedes leer los pensamientos?

– Puedo.

Anaíd se desesperó. El tiempo se le echaba encima. No se quedaría ahí para ser capturada por una Odish que se hacía pasar por una Omar o morir ahogada.

– ¿Me ayudarás?

– Me gustaría, sí. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

– A lomos de un delfín.

– Original montura.

– Pero se niega a devolverme a tierra.

Otra ola de más envergadura cubrió a Anaíd y esta vez resbaló y a punto estuvo de ser arrastrada por la corriente. En el último instante consiguió sujetarse a una protuberancia de la roca, aunque lastimándose la mano.

Por fin la tormenta estalló y la lluvia cayó con toda su fuerza. El viento, endiablado, levantó un fuerte oleaje y gruesas gotas golpearon las aguas. Anaíd comenzaba a perder pie y no sabía dónde sujetarse. Se sentía parte de ese mar embravecido, una parte del todo del agua y la espuma. Y mientras descubría esas nuevas sensaciones, vio al delfín deslizarse junto a ella.

Anaíd cerró los ojos, se reclinó sobre las olas, se abandonó y se fundió con el mar.

El hoplita esperó un minuto, dos, tres y suspiró.

Terrible.

La pobre niña había desaparecido y ya no le podría servir de ninguna ayuda. Volvía a estar solo ante la eternidad y la condena. Los gritos jubilosos de un par de delfines lo distrajeron unos instantes, pero enseguida ambos se alejaron mar allá. Y el hoplita, aburrido como todas las noches, se recostó sobre las olas para contemplar los relámpagos.

Una hora después, una lancha motora manejada por una mujer protegida por un chubasquero viró con pericia diversas veces esquivando los peñascos y efectuó tres vueltas infructuosas de reconocimiento.

El hoplita, a sabiendas de que no lo veían, se apostó sobre las rocas para contemplar mejor a la valiente intrusa.

– ¡Eh, tú!

Calícrates no podía creerlo.

– ¿Es a mí?

– ¿A quién si no?

Calícrates, ahogado e ignorado por espacio de dos mil quinientos años, tuvo la dicha de departir por segunda vez con un ser vivo en la misma noche.