Anaíd se defendió.
– En realidad se consigue aplicando el mismo principio. Es una cuestión de voluntad y concentración.
– Y poder.
Anaíd se llevó las manos a la cabeza.
– No tendrías que habérmelo dicho.
Aurelia insistió.
– Eres la hija de la elegida. Has heredado su poder y debes aprender a dominarlo y a valerte de él.
– Pero ella no está para enseñármelo.
Aurelia se compadeció.
– Lo sé y todas sabemos que tú eres la única que puedes ayudarla.
– Tengo miedo -confesó Anaíd.
Aurelia se sentó junto a ella y la acarició.
– Sé que da miedo saber que los que tienen que protegerte están menos capacitados que tú. Me sucedió de niña.
– ¿El qué?
– Fue terrible.
– ¿Qué sucedió?
– Una Odish acabó con mi hermana.
Anaíd recordó las imágenes del libro de niñas Omar deformadas, blancas y desangradas. Se estremeció.
– Yo era muy pequeña, dormíamos en la misma habitación. Había notado su miedo y su inquietud durante muchas noches. Hasta que vi a la bruja Odish acudir a su cama para exprimir las últimas gotas de sangre de su corazón.
Anaíd se paralizó por el espanto.
– ¿Y qué hiciste?
– Luché contra la Odish, nadie me había enseñado cómo, pero es un arte muy antiguo entre las serpientes. Fue instintivo.
– Qué valiente.
– Pero era una niña y creía que las madres siempre son más fuertes que sus hijas. Así pues fui a pedir ayuda a mi madre.
– ¿Y qué pasó?
– Mi madre se dio por vencida.
Anaíd calló. Aurelia, con su historia, le había dado la respuesta a muchas de sus preguntas.
– Otra vez -murmuró Anaíd.
Aurelia se limpió una pequeñísima lágrima con el dorso de su mano.
– Juré que nunca me daría por vencida y luego descubrí que ésa era la técnica de lucha de las serpientes. Lo sabía por instinto, pero no todas poseíamos el instinto. Mi madre carecía de él.
– ¿Te has enfrentado alguna otra vez contra alguna Odish?
Aurelia miró hacia todos lados. Luego tomó a Anaíd de la mano y la llevó hasta las duchas, abrió un grifo y con el ruido del agua como encubridor confesó:
– Una vez.
– ¿Por qué me lo dices así?
Aurelia se veía cohibida.
– Está prohibido.
– ¿Está prohibido luchar contra las Odish?
– ¿No conoces la historia de Om? Om esconde a su hija Oma para evitar que su hermana Od la desangre. Eso hemos hecho las Omar durante milenios, ocultarnos y evitar la conflagración.
– Om no permaneció impasible, destruyó las cosechas y trajo el invierno.
– Justo. Por eso aprendemos a dominar a los elementos.
Anaíd no acababa de encajar las piezas del puzzle.
– Sin embargo yo estoy aprendiendo a luchar. Un coven de fraternidad me ha encomendado la tarea de rescatar a Selene de las Odish, por eso me estás enseñando a luchar.
– Tienen miedo, mucho miedo.
– ¿De qué?
– De la elegida.
– ¿De Selene? ¿De mi madre?
– Si Selene se convierte en una Odish la profecía vaticina el fin de las Omar.
– Pero es absurdo, Selene nunca sería una de ellas.
– Esperemos que no.
Anaíd percibió la inquietud de ese «esperemos», el nerviosismo que se intercalaba entre sílaba y sílaba, el ligero titubeo al pronunciar el no. ¿Una luchadora como Aurelia se sentía intimidada?
– ¿Tú también tienes miedo?
– Salma ha vuelto.
– ¿Salma? Oí ese nombre a Valeria. ¿Quién es?
– Una Odish muy cruel, ha tenido mil nombres y mil apariencias.
Anaíd se estremeció.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Algo va a pasar o está pasando ya.
– Me tengo que dar prisa. ¿Verdad?
Aurelia le mostró su pie izquierdo. Le faltaban dos dedos.
– Si tienes que luchar contra una Odish, recuerda bien mis dos consejos. Uno por cada dedo que perdí.
Anaíd se acercó a ella y aspiró de sus palabras.
– Nunca las creas. No creas ni una palabra de lo que te digan, aunque parezca posible, aunque haya indicios de que sea verdad, no las escuches. Te confundirán.
Anaíd grabó ese consejo de oro en su memoria.
– ¿Y el otro consejo?
– No las mires a los ojos. En sus ojos concentran todo su poder y pueden paralizar tu voluntad y clavarte su daga en el corazón. Evita mirarlas. Lucha en la oscuridad. Usa un vendaje. Algo que te inmunice de su mirada.
Anaíd estaba ansiosa de saber.
– ¿Algo más?
Aurelia se acercó a ella con sigilo.
– Sí -susurró-. Una cosa muy, muy importante.
– ¿Cuál?
Y de un certero empujón la mandó bajo el helado chorro de agua de la ducha. Anaíd pegó un chillido del susto. Aurelia rió.
– Estate siempre a la defensiva, niña tonta.
Anaíd salió de debajo la ducha chorreante. Se plantó en jarras ante Aurelia y la retó.
– Otra vez.
CAPÍTULO XXIII
La sangre
La puerta se abrió con la fuerza de un vendaval. Salma, sorprendida en su habitación, abrió los ojos con estupor.
– ¿Qué quieres, Selene? ¿Por qué no has llamado antes de entrar?
Selene, más alta, más fuerte, más temible que nunca, señaló al bebé que Salma tenía entre los brazos.
– ¿Qué significa esto?
Salma dejó al pequeño sobre la cama. Estaba durmiendo plácidamente.
– ¿Qué te pasa? ¿Te ofende acaso? ¿Te molestan mis gustos?
Selene cerró la puerta de un golpe cuyo eco resonó en la estancia como una bofetada certera. Avanzó hacia Salma y la acusó con el dedo índice ataviado con una sortija de diamantes.
– ¿Te has creído que soy idiota?
Salma, desconcertada, se repuso a tiempo. Selene había lanzado sobre ella una tormenta de polvo. Salma paralizó las partículas en el aire. Se defendió.
– ¿Qué ocurre?
Selene rió imitando la risa hueca de Salma.
– Ocurre que la condesa se irritaría mucho si supiese que en lugar de seguir sus órdenes te dedicabas a satisfacer tus caprichos sin tener en cuenta las consecuencias de tus excesos, y que estabas desafiando su poder y el mío.
Salma se sintió en falso.
– No ha habido tales excesos.
– ¿Ah no? La isla entera se ha hecho eco de tus desmanes. La prensa local publica fotografías de los bebés desaparecidos y de las muchachas desangradas; todas son Omar.
– Claro.
– ¿Claro? ¿Qué está tan claro? Aún no se ha producido la conjunción, pero está a punto. ¿Miras al cielo cada noche, Salma? Yo sí, y sueño para que se produzca, y te juro, Salma, que mi primer acto de poder será castigar tu imprudencia. ¿Pretendes superarme en poder? ¿Pretendes desbancar a la condesa? ¿Cuánta sangre has bebido ya que te asegure centenares de años de ventaja? Eso no estaba pactado, Salma. Has jugado sucio.
Salma se achicó.
– Necesito reponer fuerzas.
– ¡No es cierto! -rugió Selene-. Me estás retando. Pues bien, Salma, yo te ordeno que a partir de ahora me entregues a tus víctimas para mi disfrute. Ya has tenido suficiente festín. Y búscalas fuera de la isla. Ésta será mi morada, reinaré desde este palacio.
– ¿Reinar? No me hagas reír. ¿Dónde está tu cetro?
Selene avanzó otro paso más.
– Muy pronto aparecerá, y cuando lo tenga entre mis manos no replicarás.
Selene tomó al pequeño, que, al despertar, comenzó a llorar. Lo desnudó lentamente y buscó la pequeñísima herida que Salma había abierto en su pecho. Selene acercó la boca lentamente a la diminuta incisión.