Salma se revolvió de rabia.
– Dijiste que no compartías nuestros métodos.
Selene levantó la cabeza y la fulminó con su mirada.
– Eso era antes, antes de poseer todo esto. ¿Cómo voy a echarlo a perder? No soy tan idiota como creías.
Salma, indignada, salió de la habitación hecha una furia. Selene la advirtió.
– ¿Adonde vas? Recuerda lo que te he dicho.
Salma replicó:
– Hay excepciones a la regla.
Y salió dejando a Selene sola con el bebé llorando entre sus brazos.
PROFECÍA DE OD
Oro, sangre e inmortalidad para la elegida.
Belleza nacarada su piel,
lunas eternas su tiempo,
en sus sueños de amores rendidos.
La ambición suma
a partes iguales de envidia y celos
y añade a su venganza la traición.
Será tentada y sucumbirá a la tentación.
CAPÍTULO XXIV
Anaíd daba un largo paseo en solitario por la playa. Había acabado con honores sus clases con Aurelia, pero en lugar de sentirse orgullosa la había acometido un vacío repentino. Tal vez se hubiera convertido en una luchadora, pero… ¿Le serviría para luchar contra su soledad, su incapacidad para hacer amigos, su fealdad o su orfandad?
Al regresar a la casa encontró a Clodia acostada. Nunca se iba a dormir a una hora tan temprana y Anaíd, convencida de que era un truco, esperó en vano a que se levantara, se cambiara de ropa, se maquillara y saliera por la ventana.
Pero Clodia permaneció en la cama, tosiendo y temblando bajo dos mantas y una colcha de dril.
– ¿Te encuentras mal?
Hubo un silencio extraño. Casi no se habían hablado durante esas semanas. Eran como dos extrañas compartiendo habitación y de pronto Anaíd había formulado una pregunta personal.
– Hace mucho frío -respondió Clodia al cabo de un ralo-. ¿No lo notas?
Estaban en pleno verano y la temperatura en la isla era bochornosa, casi asfixiante, sobre todo para Anaíd, acostumbrada al clima de alta montaña.
– Estás enferma.
– No… -contradijo la otra de inmediato, a la defensiva.
Pero sin que Anaíd objetara nada, ella misma rectificó:
– O a lo mejor sí…
– ¿Se lo has dicho a Valeria?
– ¡Ni se te ocurra!
Anaíd calló y Clodia continuó abriéndose como una ostra, lentamente, dolorosamente.
– Enfermé la noche de la tormenta, cogí un resfriado y aún lo arrastro. Duermo fatal.
– ¿Y te duele algo?
– Los huesos, el pecho al respirar, la cabeza.
El mismo esfuerzo de hablar le provocó un ataque de tos. Anaíd se levantó y le pasó su mano por la frente. Estaba fría, glacial. ¡Qué extraño! No tenía ni gota de fiebre. Al retirar la mano Clodia la retuvo.
– No, déjala, me alivia el dolor.
Anaíd se sintió reconfortada. Clodia le pedía que curase su jaqueca. Le impuso las manos en su frente helada y absorbió el frío que la impregnaba sintiendo cómo se apoderaba de su cuerpo y oprimía su corazón. Clodia dejó de temblar y sonrió. Eso le bastó para animarse a continuar. Anaíd, con renovadas fuerzas, palpó con pericia el cráneo de Clodia y, poco a poco, sus dedos se fueron prolongando mágicamente hasta que penetraron en todos y cada uno de los inflamados nervios de su cerebro. Con la punta de sus yemas podía sentir cómo se disolvían las tensiones y la sangre volvía a circular fluidamente. La respiración de Clodia, antes agónica, se regularizó y su rostro se relajó mientras sus ojos se cerraban al impulso del aleteo inconsciente de sus pestañas.
Anaíd la contempló. Así dormida, con los negros cabellos rizados sobre la almohada enmarcando el óvalo dulce y pálido de su cara, le recordó al icono de una Virgen ortodoxa.
Anaíd vio a una chica enamorada que sufría porque su madre la tenía prisionera a causa de su condición de bruja. Lamentó no poder ser su amiga.
Al regresar a su cama un terrible escalofrío la sacudió de pies a cabeza. Sentía frío, un frío terrible. Temblaba como una hoja y le castañeteaban los dientes. El frío de Clodia se había instalado en su cuerpo. Abrió el armario, sacó su jersey y al ponérselo sintió un bienestar inmediato.
Agotada, completamente exhausta, se dejó caer en la cama y cerró los ojos.
Se despertó horas más tarde sudando a mares y sintiendo un fuerte escozor en la piel. Claro, la lana áspera del jersey. ¿Se había dormido en pleno verano con un jersey puesto? Y al intentar quitárselo sintió ese desagradable olor acre, el mismo que había olido en la fiesta de los amigos de Clodia. Algo, su instinto, le aconsejó no moverse.
Y entonces oyó los gemidos de Clodia y sus sollozos. Parecía dormida y aterrorizada por alguna pesadilla. Pero cuando Anaíd quiso levantarse para consolarla, se dio cuenta de que el cuerpo, su cuerpo, no le respondía. Sintió el horror de la inmovilidad. Por más que daba órdenes a sus miembros, su cuerpo era como un fardo inerte y sordo. Ni siquiera sus ojos la obedecían y permanecían cerrados. Pensó que estaba en las profundidades de un sueño y se propuso despertar, pero el olor era muy intenso y el sollozo de Clodia era real. Así pues, estaba despierta. ¿Qué sucedía?
Un conjuro. Era víctima de un conjuro.
Hizo un intento desesperado por librarse del peso de su parálisis concentrando todas sus energías en sus párpados. Una de las lecciones de Criselda había sido ésa. Cuando el pánico te disperse los sentidos, concentra tus fuerzas en un solo punto.
Sus párpados pesaban como un carro cargado de piedras, abrir sus párpados suponía el esfuerzo de cien hombres alzando una persiana de hierro. Arriba, arriba, ya…
Lo había conseguido. La habitación estaba en penumbra y los peluches y muñecos de Clodia alineados en sus estanterías proyectaban fantasmagóricas sombras sobre la pared. Anaíd parpadeó. Con gran esfuerzo giró el cuello lentamente y consiguió distinguir por espacio de unos segundos la cama de Clodia. Sentada en ella, una sombra tan esperpéntica e irreal como las que se proyectaban sobre la pared, la sombra esbelta de una mujer de largos dedos hurgando en el pecho de Clodia.
Anaíd quiso ahuyentarla, pero debió de hacer algún movimiento y la mujer, alertada por el ruido, clavó su mirada en ella. Anaíd se hundió en una terrible pesadilla.
Anaíd sudaba. La cocina ardía, el sol del mediodía ardía y sobre todo le ardía la cara de vergüenza por lo que estaba haciendo.
– No soy ninguna chivata, no quiero que pienses que voy por ahí chivándome sobre lo que hacen o dejan de hacer las otras chicas, pero fíjate, Clodia está pálida, ojerosa y tose. Le duele la cabeza y por las noches sufre pesadillas.
Valeria la escuchaba controlando el tiempo del asado en el horno.
– Ya, ya me he dado cuenta. Le prepararé una poción reconstituyente. Ha cogido un buen resfriado.
Anaíd insistió.
– Le duele el pecho y sufre pesadillas.
– ¿Y los huesos? ¿Se queja de los huesos?
– Sí.
– Lo que me temía, un estado gripal.
Anaíd se retorció las manos apurada.
– Anoche me pareció ver una sombra en la habitación.
Valeria, que había estado más atenta a la salsa del asado que a la gravedad de las palabras de Anaíd, esta vez se detuvo y cerró inmediatamente la puerta del horno.