– Habla claro, no me gustan las insinuaciones.
– Sospecho que una Odish la está desangrando.
Valeria enmudeció.
– ¿En esta casa?
– Sí.
– ¿A mi propia hija?
– Sí.
– ¿Cómo?
– Aprovecha que te ocupas poco de ella para distraer su atención.
Valeria, habitualmente tranquila, se enfureció. Anaíd dio un paso atrás al notar su ira.
– No te sobrepases, Anaíd. El que te trate como a una hija no te da derecho a opinar sobre la forma en que me ocupo de mi familia. ¿Entendido? Si he descuidado a Clodia, ha sido por ti. Recuérdalo.
– Yo no quería ofenderte, pero…
– Discúlpate.
– Lo siento.
– Y no quiero oír ni una palabra más sobre ese absurdo. Ninguna Odish se atrevería a desangrar a una niña ante mis narices.
Anaíd se llevó las manos a las mejillas más avergonzada si cabe que al principio de su alocución. Se había equivocado, en la forma y en el contenido. No se atrevía a confesarle a Valeria las continuas escapadas nocturnas de Clodia, sus amores secretos ni su desobediencia temeraria al despojarse del escudo protector. Si Valeria lo supiera, a lo mejor tomaría en serio sus sospechas e investigaría. Pero hablar más sólo significaría convertirse en una miserable chivata.
Durante toda la tarde, mientras preparaban el escenario de la ceremonia de adivinación, encendían los troncos e iban a buscar al conejo, notó a Clodia pálida y distante. La rehuía, se alejaba si Anaíd se acercaba a ella o fingía no oír sus palabras y le negaba las respuestas. Volvía a ser la misma Clodia antipática de siempre.
En cambio Valeria estaba mucho más atenta y deferente con su hija. Le ofreció el átame para que oficiara el rito y sujetó con fuerza al conejo. Clodia, con mucha entereza, lo clavó de un golpe y, con pulso firme, le rebanó el cuello. Anaíd estaba acostumbrada al sacrificio de cerdos, gallinas y conejos, pero en Urt ninguna chica de la edad de Clodia se atrevería a tomar el cuchillo y a usarlo con tanta precisión. Valeria le tendió la palangana de plata y Clodia la colocó de forma que la sangre del animal fuera goteando y salpicando de rojo el bello metal.
Luego, Clodia ofreció el átame, el cuchillo de doble filo, a Valeria, quien de un certero tajo abrió en canal al moribundo conejo y extrajo sus vísceras calientes. Madre e hija las extendieron sobre una bandeja argentada y ahí quedaron esos retazos de palpitos de vida, desnudos, laberínticos y repletos de recovecos y misterios.
Clodia y Valeria fueron discerniendo con mudos asentimientos los signos que descubrían en el color, la textura y la forma del hígado y los intestinos. Actuaron con tal complicidad que Anaíd se sintió a la fuerza excluida y se arrepintió de haber abierto la boca.
Nunca aprendería a morderse la lengua a tiempo. Al fin y al cabo, qué le importaba a ella esa presumida mentirosa.
Clodia, tomando la iniciativa, formuló el augurio.
– El lugar adecuado para que te comuniques con Selene es en las latomías. En Siracusa.
– ¿Las latomías? -preguntó Anaíd con extrañeza-. ¿Qué son las latomías de Siracusa? -repitió.
Y tras hacer la pregunta miró de reojo a Clodia esperando una respuesta mordaz a su analfabetismo. Pero Clodia estaba pálida y ojerosa y permaneció en silencio ignorándola. Era una forma de desprecio mucho más sofisticada. Anaíd no existía. Valeria respondió por las dos.
– Las latomías son las grutas excavadas en las antiguas minas calizas de las que se extrajo la piedra que permitió levantar los más bellos edificios de Siracusa. El templo de Júpiter, el teatro, la fortaleza de la Ortigia. Siete mil atenienses fueron hechos prisioneros durante las guerras contra Atenas y confinados en las latomías antes de ser vendidos como esclavos.
– ¿Y ahí me comunicaré con Selene?
– Eso dicen los augurios.
Criselda las interrumpió entrando en la sala con una bandeja que contenía una jarra y cuatro vasos y, sin pretenderlo, resbaló con unas gotas de sangre derramadas y trastabilló. Era tan precario el equilibrio de la pobre Criselda que, aunque intentó sujetarlos, los vasos fueron cayendo uno a uno en el suelo y estrellándose contra él. Valeria y Clodia se quedaron inmóviles contemplando el estropicio. Criselda se disculpó como pudo y se agachó a recoger los pedacitos, pero se detuvo ante el grito de Valeria y Clodia.
– ¡Nooo!
Las dos estaban horrorizadas.
– ¿Qué ocurre?
– ¡No lo toques! Antes debemos formular un conjuro para contrarrestar el mal augurio.
– ¿Qué augurio?
Clodia no podía creerlo.
– ¿Acaso no lo ves? ¿Acaso no lo estás viendo?
Criselda, al desentrañar el misterio de los cristales esparcidos sobre la baldosa color miel, también se llevó las manos a la boca. Clodia señaló el suelo.
– Veo una muerte próxima. Una muerte terrible y espantosa.
Valeria le atenazó un brazo.
– Veo fuego, un fuego destructor que arrasará y pondrá en peligro la vida.
Clodia se tapó los ojos.
– Veo dolor, dolor y llanto, lágrimas de pena y sufrimiento.
Anaíd se fijó en Criselda, que permanecía encogida y angustiada mientras escuchaba las amenazadoras palabras de Clodia y Valeria. El prestigio de los oráculos etruscos le bastó para creer en el mal presagio de muerte y desolación que anunciaban. Anaíd coincidió con Criselda: la inminencia de un suceso terrible flotaba en el ambiente. Y ambas, Criselda y Anaíd, se miraron a los ojos estupefactas al darse cuenta de que se estaban comunicando por telepatía.
Nadie tuvo hambre esa noche para degustar el guiso de conejo.
Anaíd conjuró un escudo protector sobre la habitación que compartía con Clodia para aislarla. Pero tuvo que esperar a que Clodia se metiese en cama. Luego se mantuvo despierta y vigilante. Clodia respiraba agitada.
– ¿Quieres que te dé un masaje para descansar mejor?
Pero la respuesta de Clodia fue agresiva.
– No me toques, chivata de mierda.
Anaíd se encogió en su cama. No era justo, la estaba protegiendo. Ahora Clodia focalizaba su rabia contra ella en lugar de hacerlo contra Valeria o las Odish.
El sueño de Clodia fue intermitente, con continuos estertores y despertares bruscos. Sentía ahogos, decía que le faltaba el aire, se acercaba a la ventana, aspiraba una migaja de brisa, sin asomarse siquiera, y luego, inquieta, regresaba a la cama.
Hacía rato que el olor acre impregnaba el jardín y se superponía al aroma de los jazmines y las glicinas.
Anaíd estaba alerta.
La ansiedad desbocada de Clodia provenía de esa presencia. La Odish no podía franquear la entrada ni formular su conjuro sin la fuerza de su mirada. Permanecía fuera lla-mando insistentemente a Clodia, como una vaca a su ternero, y Clodia se desvivía por obedecerla. De pronto Clodia se puso en pie dispuesta a vestirse.
– ¿Adonde vas?
Anaíd se interpuso entre Clodia y su ropa. Las manos de Clodia pugnaban por alcanzar sus vaqueros.
– Bruno. Bruno está enfermo, Bruno me necesita.
Anaíd encendió la luz.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé, soy bruja, como tú. Lo sé. Es el presagio de muerte. Anuncia la muerte de Bruno.
– Te equivocas.
– Cállate.
Pero Anaíd no estaba dispuesta a callar. Apagó la luz, tomó a Clodia de la mano y la acercó a la ventana. En la sombra del jardín se perfilaba claramente la silueta de una mujer.
– ¿La ves?
– Claro que la veo. Es la prima de Bruno, me ha venido a buscar.
– ¡Estás loca! Es una Odish. Te está desangrando, por eso estás tan pálida y ojerosa y gimes en sueños y sientes ese dolor en el corazón. Enséñame tu pecho y te mostraré la herida.