– Déjame, no me toques.
Anaíd retiró las manos. Clodia, muy alterada, tosía y respiraba con dificultad.
– ¿Por qué no puedo salir de esta habitación?
Anaíd no podía engañarla.
– He formulado un conjuro de protección para que nadie te haga daño.
Clodia se llevó la mano al pecho, estaba muy agitada. Se paseó durante unos minutos como un león enjaulado, arriba y abajo de la pequeña habitación. Finalmente, se detuvo ante la ventana unos instantes, pareció reflexionar, luego se sentó y dejó caer la cabeza sobre el pecho.
– ¿Me estás diciendo que la prima de Bruno es una Odish y que me está desangrando?
Anaíd se relajó. Por fin, por fin comenzaba a aceptar su situación.
– La vi anoche en tu cama, en esta habitación.
– Y por eso has hablado con mi madre. Querías protegerme.
Anaíd afirmó. Clodia se llevó las manos a la cabeza.
– ¡Oh, qué tonta he sido! Ya lo entiendo. Sólo querías ayudarme.
Anaíd le tomó la mano, estaba helada.
– Anda, abrígate y descansa.
Le ofreció su jersey de lana para hacer las paces. Clodia lo aceptó y se lo puso con una sonrisa de agradecimiento, pero no se metió en la cama.
– ¿El escudo no me impide ir al baño, verdad? Me estoy meando.
Anaíd deshizo el conjuro por unos instantes.
– Vale, ya puedes salir, pero deprisa, o la Odish podría colarse en la habitación y paralizarme con su mirada.
– De acuerdo -y Clodia salió de puntillas hacia el baño.
Anaíd hizo guardia desde la ventana controlando los movimientos de la Odish. Se estaba alejando de la casa y se dirigía hacia el coche aparcado en la callejuela. Anaíd suspiró aliviada. Desistía.
Se retiró de su mirador al oír el sonido de la cadena del baño y se preparó para conjurar de nuevo el escudo… Pero de pronto la sorprendió el eco de unos pasos precipitados y el ruido sordo de una puerta al cerrarse. ¿Qué ocurría?
Se asomó a la ventana con una terrible premonición. Efectivamente, era Clodia huyendo descalza y en pijama a través del jardín en dirección al coche que la esperaba con el motor encendido y la portezuela abierta. La había engañado, era más astuta de lo que parecía.
Anaíd gritó, pero el grito no la eximió de actuar. Tomó su átame y su vara de abedul. Saltó por la ventana, se deslizó por el tronco del ciruelo hasta el suelo del jardín, salió corriendo tras Clodia y, una vez en la calle, actuó instintivamente. Formuló un conjuro de ilusión. Al cabo de nada estaba sentada al volante del coche de Selene. Esta vez no tuvo problemas en maniobrar. Salió zumbando tras el turismo blanco de la Odish que se destacaba claramente sobre la carretera zigzagueante. Anaíd no encendió los faros y se mantuvo a una prudente distancia.
El turismo se desvió de la carretera comarcal y tomó una pista de tierra roja, era un camino forestal que ascendía lentamente por la ladera sur del Etna, el majestuoso volcán de la isla. Anaíd conducía con miedo a sabiendas de que cualquier vacilación supondría el fin del conjuro de ilusión. Se convenció firmemente de que conducía el auténtico coche de Selene y siguió durante un largo trecho el punto blanco que iba guiándola a lo lejos.
Por fin el coche se detuvo y las luces se apagaron. Anaíd abandonó el conjuro y siguió a pie. Al evaporarse la ilusión del vehículo se sintió desprotegida, pero ahora el bosque ya no era un murmullo de sonidos inquietantes. Ahora distinguía las voces de todos aquellos que cazaban en las sombras, los carroñeros protegidos por la oscuridad.
Caminó arropada por el ulular del búho y el canto de la lechuza, y respondió al berrido de un joven ciervo macho que limaba sus astas contra los troncos preparándose para la berrea otoñal.
Se dirigió hacia la lucecilla proveniente de una cabaña de pastor. Su avance fue lento y cauto. No tenía ningún plan excepto impedir que Clodia muriera. Mientras avanzaba, segura de su posición, efectuó una llamada telepática. Llamó a Criselda, consciente de que la habría alertado con su grito, y supuso que en esos momentos Valeria ya habría renunciado a su maldito orgullo y habría urdido la forma de rescatar a Clodia. Sintió la respuesta de Criselda advirtiéndola del peligro y aconsejándole precaución.
Anaíd se propuso esperarlas, pero desde el resquicio de la puerta el panorama era desolador. Clodia estaba blanca como el papel y gemía en sueños con voz cada vez más débil. Su estertor era agónico y la Odish, sin ningún recato, acariciaba su pecho desnudo y se relamía la boca de la que goteaban unas pequeñísimas perlas sonrosadas. Sangre. Anaíd hubiera soportado esa escena de no haber sido por la intención turbia y cruel de la Odish, que con sus blancas y elegantes manos de largos dedos abrió un ojo de Clodia, un ojo extra-viado, y palpó el globo ocular con la evidente intención de arrancarlo.
Tenía que impedirlo.
Apenas una mesa y cuatro sillas de madera, un arcón y un lecho junto al hogar conformaban el interior de la pequeña cabaña de piedra. En el suelo, tirado de cualquier manera, el jersey. Anaíd lo estudió todo con rapidez y confió en el efecto sorpresa de la incursión.
Un, dos, tres.
Penetró en la pequeña cabaña abriendo la puerta de par en par y lanzó un conjuro de oscuridad a la lamparilla de petróleo que colgaba de una viga.
No quiso mirar a los ojos de la Odish. Sabía que si la miraba estaría perdida, se amparó en la oscuridad y controló los movimientos de su oponente situándose a la espalda de la Odish, de forma que el débil resplandor de la luna, en cuarto menguante, iluminara la silueta de su enemiga y mantuviera su propio cuerpo al amparo de la zona más oscura. Durante unos instante supo que la había desconcertado. La Odish se detuvo y lanzó a Clodia al suelo mirando fijamente hacia el rincón de la cabaña donde se ocultaba Anaíd. Anaíd no pretendía atacar, lo más importante era ganar tiempo para salvar la vida de Clodia.
– ¿Te escondes de mí? ¿Me tienes miedo tal vez?
Anaíd se impidió escuchar las palabras de la Odish. Su voz era acariciadoramente dulce e inducía al engaño.
En efecto. Había sido una maniobra de distracción, pero la Odish no pudo coger a Anaíd por sorpresa. Las enseñanzas de Aurelia y su adiestramiento le habían servido para prepararse ante cualquier contingencia. El cuerpo de Anaíd, al sentir la acometida, se desdobló en tres. La Odish alcanzó con su vara una réplica de Anaíd.
– Vaya. Conoces el arte de la lucha del clan de la serpiente.
Anaíd no respondió. Sentía la fuerza de la Odish midiendo la distancia de su escudo protector. Era poderosa. Era terriblemente poderosa y ese intenso olor acre que ahora sentía tan cerca y que ofendía a sus sentidos se acrecentaba por momentos. Estaba urdiendo estrategias de ataque. Atacó de nuevo, y esta vez, a pesar de que Anaíd saltó a un lado y se desdobló, no pudo evitar que el roce de la vara de la Odish reabriera la herida oculta de su pierna, la que le ocasionó el corte de la campana y que ahora, como la primera vez, le produjo un dolor lacerante.
Sin darse un respiro y tomándola por sorpresa, Anaíd la atacó con su átame, su cuchillo de doble filo que sólo servía para trazar círculos y cortar ramas. Fue un gesto espontáneo que consiguió su propósito, sintió cómo el cuchillo se hendía sobre la mano de la Odish y oyó caer un objeto al suelo, pero no se entretuvo a averiguar qué era ni la importancia de la herida que había causado. La Odish gritó y su grito resonó en la noche. Ojalá se desmayase por el dolor y permitiese a las otras Omar llegar a tiempo.
La Odish se detuvo, estaba jadeando y se sujetaba la mano con rabia. Anaíd sintió el sonido de una tela al rasgarse. Se estaba fabricando un torniquete con un trozo de camisa. Le habría cortado un dedo o una falange.
Anaíd apenas podía dar un paso. Supo que no tenía fuerzas para restañar el daño de su antigua herida. Lo único que podía hacer era arriesgar el todo por el todo y atacarla definitivamente. Se lanzó con toda su energía contra la Odish, pero esta vez la esperaba. La estaba esperando. Con un aullido de loba, Anaíd blandió su atame y atacó, pero su átame, al contacto con la piel de la Odish, estalló en mil pedazos. Una esquirla se hundió en el brazo de Anaíd, que se retiró unos pasos sintiéndose perdida.