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Podían oír sus mutuas respiraciones entrecortadas. Esperando la reacción de la otra, el próximo ataque.

– Eres una serpiente muy poderosa.

– No soy una serpiente.

Anaíd decidió hablar. No escucharía sus mentiras ni creería la bondad de sus palabras, pero la entretendría.

Apenas podía moverse. El veneno, aquel dolorosísimo veneno que penetrara en su cuerpo hacía ya tiempo, se había activado y se estaba extendiendo al resto de sus miembros. Necesitaba algún antídoto.

– Entonces, qué eres.

– Soy una loba. Mi nombre es Anaíd del linaje Tsinoulis.

– ¿Del linaje Tsinoulis? ¿Del linaje de Selene Tsinoulis?

– Soy su hija.

– ¿La hija de Selene?

Descubrió la sorpresa que sus palabras causaron en la Odish. ¿No lo sabía? Era extraño. Su llegada a la isla había sido anunciada a bombo y platillo y las delfines no eran precisamente discretas.

– ¿Eres realmente la hija de Selene?

– Y la nieta de Deméter.

– Yo soy Salma.

Anaíd se moría de miedo. Si Salma descubría su indefensión acabaría con ella en pocos segundos. Sin embargo la había desconcertado. ¡Bien, Anaíd!, se dijo. La Odish no es de piedra. Venga, a qué esperas, mete el dedo en su llaga.

– ¿Y cómo una bruja tan poderosa como Salma no sabe que la hija de Selene está durmiendo todas las noches junto a Clodia?

Salma no respondió inmediatamente. Jadeó. Estaba desconcertada. Había algo que se le escapaba, pero si se sentía traicionada o insegura lo disimuló a las mil maravillas. Rió alegremente. Una risa hueca y falsa, pero que tenía la virtud de lavar las afrentas y distender los ánimos. Anaíd se sintió engañosamente reconfortada. Sin darse cuenta disminuyó su nivel de adrenalina y distrajo sus defensas. Justo lo que pretendía Salma.

– Selene, tu madre, os ha traicionado a todas. Te abandonó por su propia voluntad.

– ¡Eso no es cierto! -saltó Anaíd olvidando todo lo que debía haber recordado.

Salma, en la oscuridad, se estaba relamiendo de gusto.

– Selene ama la sangre tanto como yo. Aspira a la inmortalidad y quiere mantener su belleza eternamente.

Anaíd se tapó los oídos, no quería oír, pero a pesar suyo había oído suficiente. Las piernas le flaqueaban y Salma se acercaba a ella, podía sentir su quemazón, acariciando su escudo y burlando sus defensas, la opresión en su pecho se acentuó. Su respiración se hizo entrecortada.

– Selene no te quiere con ella, te rechaza, te ha olvidado para siempre. Lamenta haber tenido una hija y me pidió que me ocupase de ti. Desearía que tu sangre sirviese para algo.

Un sollozo sacudió a Anaíd y la hizo caer al suelo. La zarpa de Salma se hundió en su pecho y de un brusco tirón arrancó su coraza. Anaíd levantó la cabeza implorante y sus ojos toparon con los ojos de Salma. Sintió una terrible punzada en sus entrañas y cayó inconsciente.

Despertó a los pocos momentos. ¿Había pasado una hora, unos minutos, unos segundos? No lo sabía. Salma peleaba a gritos con alguien. ¿Habían llegado las Ornar? ¿Qué estaba pasando? Simuló yacer inconsciente y aguzó el oído. Escuchó unas voces airadas que se entrecruzaban por encima de su cuerpo. Salma estaba furiosa, muy furiosa.

– ¡Me engañaste! No me dijiste que la hija de Selene estaba en Taormina. La aislaste con tu conjuro. Ese maldito jersey que la protegía lo utilizaba Clodia, por eso no pude acabar con ella.

La respuesta produjo en Anaíd el mismo efecto que una bofetada. Era Cristine Olav. La voz cálida y maternal de Cristine.

– ¡Es mía! ¡Me pertenece!

– ¿Y qué piensas hacer con ella?

– Eso a ti no te importa, vieja bruja. Déjala.

– ¿Te has vuelto sentimental?

– Acaba con Clodia, pero devuélveme a Anaíd.

– La ocultaste, evitaste que ninguna de nosotras conociese su paradero y la protegiste como una gallina clueca.

– La quiero para mí sola -insistió Cristine Olav.

La risa de Salma resonó en la pequeña cabaña.

– Qué risa, pero qué risa me da. A mí no me engañas bruja. Esa niña es algo más que una pequeña Ornar.

– ¡Eso no es asunto tuyo!

– ¿Ah no? Te equivocas. Ya he hundido la maldición en su cuerpo.

Salma levantó a Anaíd del suelo, como si fuera un fardo, y hurgó con su mano fría en sus entrañas.

– ¡Déjala! -protestó la señora Olav tomándola de un brazo e intentando arrancarla de Salma.

Anaíd sintió cómo su corazón se encogía y se encogía a medida que Salma exprimía su sangre y Cristine tiraba de ella. Moriría. Y moriría sin saber si Selene la quería, si la señora Olav la quiso alguna vez. El dolor del desamor y la traición pudo más que el dolor de la pérdida lenta de la vida. Se levantó de un salto y gritó con todas sus fuerzas venciendo la punción de Salma y rechazando la mano de la señora Olav.

Fue una explosión de rabia que surgió de sus entrañas. Anaíd deseó que el mundo entero temblara con su dolor, que la tierra escupiera fuego y que Salma y Cristine fueran abrasadas por ese fuego junto con ella y su pena.

¿Por qué? ¿Por qué lo que más daño le hacía era dudar del amor ajeno?

Y la tierra tembló. Una vez, dos, tres. Los temblores cada vez eran más rotundos. El Etna dormido había despertado y escupía fuego y lava. El rugido grave del cono del volcán heló la sangre a Anaíd. Salma y Cristine enmudecieron. El suelo se resquebrajaba y las tejas de la frágil cabaña caían aquí y allá. Anaíd saltó sobre Clodia y rodó con ella bajo el camastro. Poco después el techo se desplomó entero a tiempo para que dos siluetas de gata saltasen ágilmente por la ventana.

La tierra escupía lava y fuego y de sus entrañas surgió un extraño objeto brillante, una vara labrada en oro.

La gata moteada se detuvo y se transformó en una hermosa mujer. Tomó el objeto brillante y huyó con él.

Bajo los escombros, cubierta de polvo y humo, Anaíd sintió cómo unos brazos fuertes la levantaban en vilo, palpaban su pulso y susurraban palabras tranquilizadoras a su oído.

– Están vivas, aún están vivas.

La voz de Valeria fue lo último que oyó antes de perder la conciencia.

CAPÍTULO XXV

El reto

Selene se sujetaba fuertemente a la barandilla de la balaustrada contemplando el imponente espectáculo que salpicaba la noche de luz y espanto. El Etna rugía y escupía fuego en una dantesca danza, la lava lamía sus laderas y se deslizaba sinuosa hacia el valle. El palacio, la colina y el valle refulgían bajo las llamas y el horizonte se iba oscureciendo bajo la densa nube de humo negro que rodeaba el cono del volcán.

Y a cada nuevo temblor de tierra, se oían los gritos de las muchachas.

Hasta que Selene, nerviosa, las increpó:

– Silencio.

Una de ellas, la más atrevida, se arrodilló en el suelo y, tras santiguarse, juntó sus manos y le suplicó:

– Señora, por favor, os lo rogamos, señora, no os enfadéis con nosotras, acabad con esta pesadilla.

Selene fingió sorprenderse.

– ¿Creéis que yo he provocado la erupción?

La muchacha valiente, que respondía al nombre de María, no calló sus sospechas.

– Oh sí, señora, os hemos visto contemplando fijamente la montaña de fuego durante toda la noche, rugiendo de rabia y pronunciando palabras imposibles, conjurando con vuestras manos las entrañas de la tierra hasta que el Etna ha despertado de su sueño. Por favor, señora, dormidlo de nuevo…