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Selene golpeó el suelo de mármol con su sandalia dorada.

– ¡Es absurdo!

Pero una voz agria la desmintió.

– En absoluto, no es una sospecha absurda. Tienen razón, Selene. Has despertado el volcán porque querías deshacerte de mí.

Salma, la silueta espectral de Salma, con su vestido cubierto de sangre y el odio vibran-do en su mirada, se alzó ante Selene.

– ¡Calla! No estamos solas -objetó Selene.

– Eso es fácil de solucionar -masculló Salma sacando su átame.

Pero antes de que Salma pudiese actuar sobre las doncellas, Selene, indignada, sacó su vara y pronunció un conjuro letal. Las muchachas cayeron al suelo desplomadas. Salma aplaudió su rapidez.

– Tu hazaña aún te ha dejado fuerzas, por lo que veo.

– Te advertí que no continuases con tus correrías.

– ¿Por eso has intervenido? ¿Por eso has defendido a tu hija?

Selene abrió los ojos con extrañeza.

– ¿A mi hija?

– ¡Basta ya de engaños!

Selene calló unos instantes, luego arremetió contra Salma.

– Fuiste tú quien me retó y a punto has estado de pagar el precio.

Salma le mostró su mano sangrante, le faltaba el dedo» anular.

– Esto no te lo perdono.

– Yo no te lo he hecho.

– Ha sido tu pequeña Anaíd, esa niña feúcha y torpe que no tenía poderes… La condesa decidirá.

Selene se horrorizó.

– ¿Pretendes volver a llevarme al mundo opaco?

Salma estaba rabiosa.

– Nos has engañado a las dos. Nos mentiste sobre tu hija.

Selene señaló a Salma.

– ¿Y tú? ¿Qué escondes, Salma? ¿Qué es eso que tienes ahí?

Salma retrocedió y ocultó el objeto brillante tras ella.

– Pregúntaselo a los espíritus.

– Lo haré y la condesa lo sabrá.

Salma echaba fuego por los ojos.

– ¡Que la condesa decida!

Selene miró a su alrededor y suspiró por todas las riquezas que abandonaba a su suerte.

– De acuerdo, que la condesa decida.

CAPÍTULO XXVI

Las manos amigas

Anaíd despertó en el interior de una cueva sobre un lecho de paja fresca. La temperatura era fría y el aire estaba cargado de humedad. Sentía el gotear de las paredes calizas rezumando agua y el olor familiar a tierra mojada. Alzó la mirada y, en efecto, bellas estalactitas y estalagmitas de curiosas formas adornaban techos y contornos. Debajo de ella percibió el rumor de un riachuelo subterráneo.

Intentó incorporarse, pero una mano regordeta la sujetó.

– Espera. No te muevas todavía.

Era Criselda, su buena Criselda.

– ¿Qué día es? ¿Y Clodia?

Criselda le impuso silencio y revisó el cuerpo de Anaíd centímetro a centímetro.

– Las heridas han sanado, pero te sentirás muy débil. Llevas aquí una semana. Incorpórate poco a poco.

Anaíd tuvo un leve amago de desmayo, pero se sobrepuso. Quería saber lo que le había ocurrido a Clodia.

– Clodia está grave. A pesar de las pociones, los ungüentos y mis manos, puede morir. Anda, toma un poco de caldo. Te sentará bien.

Anaíd bebió del cuenco que le tendía su tía y se sintió más reconfortada.

– Y ahora explícame qué sucedió.

Anaíd revivió la angustia del zarpazo de Salma y sus crueles palabras sobre su madre.

– ¡Oh, tía, fue horrible!

Y le explicó a Criselda sus recuerdos de esa noche.

A pesar de la ansiedad, hablar sobre lo sucedido le sirvió para alejar los fantasmas de sus delirios nocturnos.

Criselda la abrazó con ternura y Anaíd la sorprendió preguntándole a bocajarro:

– Es mentira, Salma mintió sobre Selene, ¿a que sí?

Criselda se incomodó y le revolvió el cabello.

– Mi niña. Fuiste muy valiente.

– Y poderosa -añadió la voz de la vieja Lucrecia.

Lucrecia estaba sentada en la sombra velando a un cuerpo pálido.

– ¡Clodia!

Anaíd se acercó gateando hasta el lecho donde reposaba Clodia, blanca como la muerte, gimiendo en sueños, pero la mano rugosa de la vieja Lucrecia le apresó la muñeca.

– ¿Despertaste al volcán? ¿Fuiste tú?

Anaíd se asustó.

– ¿Hubo una erupción?

Criselda intervino:

– La lava arrasó completamente la ladera y el valle.

Lucrecia aflojó la presión que ejercía sobre su muñeca. Su voz se tornó comprensiva:

– El Etna dormía apaciblemente, pero alguien lo sacó de su sueño y lo violentó. No fue ninguna de nosotras. ¿Fuiste tú?

Anaíd no había podido dominar su rabia, pero no pretendía causar una desgracia. ¿De verdad desencadenó un cataclismo? Sólo sintió odio y deseos de morir. Eso era peligroso, muy peligroso. Una Ornar iniciada no podía causar daños ni ceder a la desesperación.

– No quería, lo siento, perdí los estribos… Deseé que el fuego acabase con aquella cabaña y ardiésemos todas.

Lucrecia tembló levemente. Luego pasó sus manos encallecidas por los ojos y la boca de Anaíd, su cuello, hasta que sus dedos se detuvieron en las piedras de luna que pendían de su cuello.

– No hay duda. Puedes dominar el fuego.

Criselda intervino dirigiéndose a Lucrecia:

– ¿Entonces lo harás?

Anaíd no sabía a qué se referían hasta que Lucrecia susurró:

– Te haré partícipe del secreto de la forja y la alquimia del fuego. Forjarás tu átame con la piedra invencible, la piedra de luna que tú misma escogiste.

Anaíd se sintió abrumada por el honor que le dispensaba la vieja Lucrecia. Ella y su futura sucesora del clan de la serpiente eran las únicas depositarías de ese antiguo saber.

– Será lo último que haga antes de morir. Y ahora, déjame tu mano.

Palpó su palma y colocó la suya propia sobre la de Anaíd. Asintió con un movimiento a Criselda.

– ¿Recuerdas la canción de Deméter, la que Deméter tarareaba al sanar?

Anaíd la recordaba perfectamente. Criselda le hizo un ruego:

– Anaíd, impón tus manos a Clodia. Compartes el don de las Tsinoulis, pero eres más joven y más fuerte. Tal vez tengas más suerte que yo.

Lucrecia desnudó a Clodia y Anaíd contempló la pequeñísima herida por la que había ido escapando la vida de su compañera. Aplicó ambas manos sobre el delicado orificio y entonó la canción de Deméter. Olía la proximidad de la muerte.

Como ya le había ocurrido en otra ocasión, se sintió paralizada por el frío glacial que ella misma absorbía del cuerpo de Clodia. Clodia volvía a la vida y ella perdía fuerzas, se agotaba, y aun así no se rindió. Sus dedos, mágicamente prolongados, masajeaban el corazón de Clodia y hacían aumentar sus latidos bombeando con más fuerza, con más convicción. Se detuvo cuando la misma Lucrecia la sujetó.

– Ya basta, estás enfermando. Descansa.

Anaíd se dejó caer en el regazo de Criselda, pero se apartó inmediatamente. Criselda pretendía abrigarla con el maldito jersey de Cristine Olav.

– Quémalo, quémalo inmediatamente, está hechizado.

– Cierto.

– Por una Odish, es el hechizo de una Odish -protestó torpemente Anaíd.

Criselda se lo puso a la fuerza. Anaíd estaba demasiado débil para resistirse.

– Te equivocas. Este jersey ha salvado la vida de Clodia y la tuya. Está hechizado con un conjuro benefactor.

El calor de la lana la arrulló con la calidez de las llamas de un hogar.