Entonces…
¿Cristine Olav pretendía protegerla como dijo?
Anaíd no entendía nada, pero se durmió.
Se habían sentado a saborear su desayuno en la misma entrada de la cueva, allí donde el alero natural de las piedras las cobijaba de la lluvia y el viento, pero les permitía gozar de los cálidos rayos del sol.
Tendieron un mantel a cuadros sobre los guijarros y colocaron dos servilletas, sendas tazas de loza y una jarra de leche. En sus sucesivos viajes al interior de la cueva trajeron panecillos tiernos, cocidos por las serpientes en sus hornos, mantequilla y queso de oveja, ofrendas de las ciervas, y mermelada de moras silvestres, el dulce preferido de las cornejas.
Clodia se sentó junto a Anaíd y llenó su taza. Anaíd recogió la nata con su cuchara y la untó de azúcar con glotonería. Antes de ceder a uno de sus placeres favoritos, ofreció a Clodia compartirlo con ella.
– Anda, prueba.
– ¿Estás loca?
– Está riquísimo, nata con azúcar.
– Por eso, tropecientas mil calorías para mi culo.
Anaíd no insistió. Clodia se lo perdía.
– Estabas en los huesos.
– Estaba, tú lo has dicho. Este régimen de engorde de ganado va a conseguir que Bruno prefiera a una vaca antes que a mí.
Anaíd sintió celos. La relación con Clodia era cordial, pero no era íntima ni se prestaba a confidencias.
– Lo dudo. Está loco por ti. Gorda, flaca, tatuada o vampira le gustas un montón.
Clodia se hinchó de satisfacción y pegó un buen mordisco a su bollo con mantequilla y mermelada. Luego, masticando despacio, se quedó unos segundos indecisa.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Te seguí. Te seguí una noche a la fiesta de cumpleaños. Vi cómo os besabais.
Clodia se le encaró con los brazos en jarras.
– ¿Me espiaste? ¿Entonces era verdad que me espiabas?
Anaíd bajó la cabeza avergonzada.
– Lo siento, no tuvo nada que ver con las Odish, te espié porque…
– ¿Por qué?
– Porque… porque a mí nunca me han invitado a una fiesta de cumpleaños.
– ¿Qué?
Anaíd empequeñeció, se protegió la cabeza con las manos.
– Eso, lo que acabas de oír.
– Pero, pero… ¿Por qué no me lo dijiste?
– Me odiabas.
– Claro.
Anaíd no comprendía.
– ¿Cómo que claro? No está nada claro. Yo no te había hecho nada.
– ¿Ah no? Eras genial, eras la leche.
Y esta vez Anaíd se atragantó con su propio bollo.
– Te estás confundiendo.
Pero no, Clodia no se confundía. Con la gracia de las italianas, enumeró dedo a dedo sus muchas razones para aborrecer a Anaíd:
– Primero, eras nieta de la gran Deméter. Segundo, eras hija de Selene, la elegida. Tercero, eras misteriosa. Cuarto, eras bonita. Quinto, eras superinteligente. Sexto, eras poderosa. Séptimo, eras obediente. Octavo, eras el ojito derecho de mi madre. Noveno, eras candidata para iniciarte antes que yo y, décimo, y muy, muy importante, todos los chicos de mi pandilla votaron por tu culo antes que por el mío.
– ¿Qué? -exclamó Anaíd anonadada.
Todo lo que Clodia vomitaba le resultaba tan ajeno como una investigación nuclear. ¿Estaba hablando de ella? ¿Se había inventado a una nueva Anaíd?
– ¿Cuándo? Quiero decir… ¿cuándo me vieron los de tu pandilla?
– Siempre que me venían a buscar o a saludar se daban codazos hablando de ti.
Anaíd estaba atónita.
– Te equivocas en todo, pero disiento especialmente de los puntos cuarto, séptimo, octavo y décimo.
– Muy graciosa. Ahora quieres quedarte conmigo.
– No soy guapa, no soy obediente, no soy el ojito derecho de tu madre y… mi culo es penoso.
– ¡Ja!
– Ja, ¿qué?
– Que no te has mirado al espejo. ¿Cuánto hace que no te miras al espejo?
Era inútil discutir con Clodia. A veces lo mejor era darle la razón como a los locos.
– Muy bien, tienes razón en todo.
Pero Clodia se revolvió dando zarpazos a diestro y siniestro.
– ¡Ah, claro!, me das la razón como a los locos, pues no me da la gana. Reconoce que si tú te conocieses te tendrías envidia.
Anaíd calló. La envidia. Los celos. Le eran sentimientos familiares.
– Soy yo la que estaba celosa de ti.
Clodia se ablandó y se sirvió más leche. Esta vez cedió a la tentación de la cucharada de nata con azúcar.
– Te escucho, soy toda oídos.
– Eres simpática, vistes genial, tienes un novio que te quiere, un montón de amigos, eres hija de Valeria y, aunque no lo admitas, eres guapísima.
Clodia se ahuecó las plumas como una gallina. A diferencia de Anaíd, aceptaba los elogios y no era impermeable a los piropos.
– ¿De verdad?
– No, de mentira.
Clodia se levantó y besó a Anaíd. Anaíd no supo qué hacer ni qué decir.
– Te quiero -musitó Clodia.
– Que me… ¿me quieres? -balbuceó Anaíd.
– Y soy tu hermana para siempre. Te debo la vida.
– No me debes nada.
– ¡Ohhh…, vete a la mierda! -rugió Clodia obligándola a sentarse-. Eres asquero-samente autosuficiente. Si quiero deberte la vida, te la debo. Estoy en mi derecho. Y para que te enteres, voy a firmar un pacto de sangre contigo, te guste o no.
Dicho lo cual, tomó su átame y con la misma sangre fría con la que rebanó el cuello al conejo se dio un tajo limpio en la muñeca. Luego ofreció el cuchillo de doble filo a Anaíd.
– Anda, rápido, córtate tú antes de que me desangre.
Anaíd, ante la visión de la sangre, palideció y notó que le flaqueaban las piernas.
– No, no tengo valor.
Clodia tomó la muñeca de Anaíd y, con más delicadeza que en su caso, le hizo un leve corte superficial. Anaíd intentó aguantar el tipo para no marearse y ofreció su muñeca sangrante a Clodia, que adelantó la suya mezclando sus sangres en un ritual tan antiguo como mágico.
Luego, Clodia tomó las servilletas para vendar sus heridas e invitó a Anaíd a acompañarla.
– Ven, ven conmigo.
Se internaron en los recovecos de la cueva húmeda que había servido a cazadores paleolíticos para sus ceremonias de caza. Clodia se detuvo en un estrecho túnel y avanzó gateando unos metros. Enfocó con su linterna una de las paredes laterales y enseñó a Anaíd la deslucida silueta de un bisonte. Junio a ese grabado decenas de manos rojas sobreimpresas decoraban techos y paredes.
– Moja tu mano en mi sangre, yo lo haré en la tuya.
Con las manos empapadas de rojo apoyaron la palma contra la pared cóncava y lisa, la mantuvieron fuertemente apretada un minuto, dos, luego la retiraron. Así dejaron sus huellas para siempre, para la posteridad.
– Ahora fastídiate. Vayas donde vayas, estés donde estés, nuestras vidas estarán unidas. Estas manos recordarán nuestra unión.
El sonido de unos pasos lentos y pesados se aproximaba de una de las galerías laterales.
– ¿Anaíd? ¿Clodia? ¿Estáis ahí? -preguntó la voz de Lucrecia.
Anaíd iba a responder, pero Clodia le puso un dedo sobre su boca y le indicó silencio. Se escabulleron de puntillas alejándose de la vieja serpiente.
– ¿Dónde vamos?
– Vamos a escondernos un rato, seguro que Lucrecia quiere volver a secuestrarte y encerrarte en las profundidades del infierno para enseñarte ese rollo del conocimiento de la forja y el fuego.
Anaíd se sintió mal por esquivar a Lucrecia, pero ciertamente le apetecía más estar con su nueva amiga.
– ¿Y qué haremos?
– Ahí va mi programa de actividades para esta mañana. Te enseñaré a maquillarte, a peinarte y a caminar sexy. Si no aprendes a mover ese culo diez que tienes, te lo advierto…, con un conjuro te lo cambio por el mío. Tú decides.