– Estaba muy sucia, muy revuelta. Las cocinas son el alma de las casas y hace falta limpieza y orden.
Anaíd no se preguntó quién la había llamado, cómo había entrado en casa ni de dónde había sacado la peregrina idea de que lo primero que tenía que hacer era vaciar las alacenas, la nevera, revolver los tarros de Deméter, probar todas las especias con las que cocinaba Selene, alinear los pucheros y las cazuelas y meter las narices en las hierbas que colgaban en rastrojos de las vigas del techo.
Por suerte, tía Criselda no se había movido de la cocina. Aún no había tenido ocasión de entrar en tromba en la biblioteca, el salón o las habitaciones. Anaíd estaba acostumbrada a las excentricidades de Selene y decidió no enfadarse. Criselda la sacaba de un apuro terrible. Podría volver a dormir en su cama y olvidarse de la pesadilla de las cenas en la mesa de Elena y las noches en el plegatín junio a Roc. Consideró que si ésa era la manera de sentirse cómoda de su lía la aceptaba, pero… ¿Qué significaba su llegada? ¿Qué significaba su presencia en casa?
– ¿Sabes algo de Selene?
– Pronto tendremos noticias, pequeña, pronto, muy pronto.
Y mientras hablaba, la mano de Criselda se posó de nuevo en la frente de Anaíd y borró sus inquietudes, como un bálsamo.
Elena, maternal, regresó de la cocina al cabo de unos instantes con un delicioso potaje de carne, patatas, garbanzos y col humeante. Anaíd no era niña de potajes, pero recordó que tenía hambre y ni siquiera preguntó quién había cocinado aquel plato tan laborioso ni de dónde habían salido los ingredientes. En la nevera de su casa nunca había col, Selene no soportaba la col.
Las tres se dispusieron a dar buena cuenta de la comida y Anaíd dedujo tres cosas de la conversación cruzada y algo enigmática que mantuvieron Criselda y Elena por encima de su cabeza.
Que Elena estaba embarazada por octava vez, pero que de nuevo era un varón.
Que Criselda no tenía ni idea de cuidar niños, pero pensaba quedarse en su casa, hacerse cargo de ella y averiguar el paradero de Selene.
Y que Criselda había roto y tirado todos los tarros de la cocina incluida su medicina de crecimiento.
Y eso la indignó mucho.
– ¡Llevo cuatro años tomando ese jarabe! Desde que tenía diez y Karen nos advirtió que iba muy atrasada en mi crecimiento…
El asombro de tía Criselda fue mayúsculo.
– ¿Tienes catorce años?
Y su sorpresa, sincera, la indignó más todavía, porque estaba indignada por el atropello.
– ¡Y fíjate en cómo estoy!
Entonces su lía Criselda abrió una boca enorme y le hizo el tipo de pregunta que sólo hacen las tías, las tías indiscretas.
– ¿Y ya tienes la regla?
Anaíd se dio cuenta de que dos pares de ojos la escrutaban atentamente. Su respuesta tenía gran importancia, puesto que la expectativa que se había generado era enorme. No dilató más el misterio, era más que obvio que su naturaleza femenina era un desastre.
– No.
Y las dos mujeres cruzaron una mirada de preocupación. Elena se disculpó con un movimiento de hombros como diciendo «Lo siento, no computaba ese detalle».
– Y dime, Anaíd, ¿tu madre te habló de tomar precauciones? De estar… preparada por si…
Anaíd se ofendió. ¿Por quién la tomaban?
– En mi clase todas mis amigas tienen la regla, sé lo que son una compresa y un tampón. No voy a llorar ni a asustarme, no os preocupéis.
Sin embargo, ni Elena ni Criselda se tranquilizaron por la respuesta de Anaíd. Al contrario, su preocupación aumentó. El lenguaje de los signos de los adultos, cuando había infiltrados incómodos delante, siempre la había fascinado. Desde niña desentrañó, o se propuso desentrañar, muchas de las señales que se enviaban su madre y su abuela y que ella interceptaba. Anaíd tradujo algo así como «Menuda faena nos ha hecho Selene». Pero no pudo comprender su significado. A ella continuaba preocupándole su medicina.
– ¿Y ahora qué tomo? Selene era la única que conocía la fórmula de Karen y ahora Karen está trabajando en un hospital de Tanzania.
Y al acabar de decirlo, Anaíd se preguntó cómo y desde cuándo sabía que Karen había viajado a Tanzania. Había sido algo muy curioso. Una revelación. De pronto lo supo, como supo que Selene estaba viva y como supo también, un año antes, al despertarse bruscamente a las tres de la madrugada, que Deméter había muerto.
– No te preocupes, lo solucionaremos. Criselda te preparará una fórmula con la misma receta, estoy segura de haberla visto por ahí.
A pesar de que ese «por ahí» se perdía en la inmensidad del caserón, su espíritu maternal y pragmático bastó para calmar a Anaíd, que no se quedó tranquila del todo hasta comprobar con sus propios ojos que tía Criselda no había arrasado también con su champú especial. Tenía un pelo tan desastroso que, si no se aplicaba el fortalecedor y lo lavaba con su champú de vitaminas, se le caía a puñados.
¿Por qué Selene era alta, esbelta y tenía un cabello precioso? Anaíd no se parecía en nada a su madre, a su lado se sentía un buñuelo mal frito. Y a pesar de eso añoraba a Selene. Viéndola tan mundana y segura de sí misma, tan habladora, simpática y extrovertida, se reconfortaba y soñaba en parecerse a ella algún día. Su angustia por la falta del medicamento no era tal, se mezclaba todo, era la angustia por la ausencia de la madre.
Tía Criselda la tomó entonces de la mano y la miró al fondo de su retina.
– Ahora quiero que me lo expliques todo desde el principio. Explícame todo lo que recuerdes de la noche en que desapareció Selene. Todo.
Y susurró ese «todo» tan persuasivamente que Anaíd sintió como si los recuerdos -que ella había borrado para que no la molestasen – aflorasen de golpe.
De uno en uno, obedientes, los recuerdos de Anaíd se pusieron en fila y salieron del fondo de los cajones de su memoria inmediata para que tía Criselda los desempolvara y los estudiara detenidamente.
«Selene me sirvió un zumo de arándanos, que me chiflan, y me invitó a sentarme en el porche, a su lado, para jugar a nombrar las constelaciones. Lo hacíamos a menudo, pero aquella noche me pilló desprevenida y, mientras yo buscaba desesperadamente Andrómeda y Casiopea, me propuso pasar las vacaciones de verano en Sicilia con una amiga suya, Valeria. Me vendió que tenía un chalé junto al mar en la playa de Taormina, bajo el Etna, y una hija como yo, de mi edad. Y, al rato, me enseñó un billete de avión. Yo no me lo podía creer: Selene lo tenía todo preparado y no me había dicho nada antes. Por eso no reaccioné como ella creía que tenía que reaccionar, no di saltos de alegría ni la besé ni me fui a probar el bikini del año pasado. Sólo le pregunté que cómo se le había ocurrido que a mí me gustaría pasar las vacaciones sola, sin ella, con una familia desconocida y en un país extranjero. Selene se puso muy nerviosa, como si la hubiese contrariado, y bizqueó. Cuando Selene está en apuros bizquea. No quería que yo me diese cuenta de que para ella era muy importante que yo me marchase de casa. Fingió que no le importaba y se sacó de la manga que todo había sido casual y que se le ocurrió esa posibilidad por una llamada de Valeria felicitándola por su personaje Zarco y que fue en ese momento, mientras hablaban por teléfono, cuando se le encendió la bombilla y creyó que comprarme el billete sería una sorpresa bomba para mí. Me dijo que, si yo no quería ir, lo anularía inmediatamente, pero que era una lástima porque Clodia, la hija de Valeria, era muy extrovertida y tenía un montón de amigos y yo necesitaba ver mundo y estar con gente joven, de mi edad. Y entonces le dije que no, un no definitivo. No me daba la gana. Y no lo dije por falta de curiosidad ni porque Sicilia no tuviese atractivos. Al revés, me encantaría visitar el teatro de Siracusa y conocer Palermo, participar en una persecución de la malla, subir al Etna y lanzarme de cabeza al Mediterráneo, pero ni loca, ni borracha, estaba dispuesta a ser el hazmerreír de Clodia y sus amici italiani. Cuantas más virtudes tuviera Clodia, peor. ¿No se daba cuenta de que mi problema era ése? Si me hubiera vendido que Clodia, la pobre, tenía lepra y no podía salir de casa porque se le caían los dedos y las orejas, a lo mejor hubiese aceptado.