Выбрать главу

Pero ya había sucedido.

Tan sólo había pasado un día, pero Elena ya estaba avisada de su huida y debía de tener órdenes de retenerla hasta la llegada de Criselda. O de hacerla acompañar por otra Omar que asumiría la difícil tarea de eliminar a Selene. ¿La misma Elena? ¿Su querida amiga Karen? ¿O su odiada enemiga Gaya? A Anaíd se le revolvieron las tripas sólo de pensarlo.

Se quedó paralizada delante de la puerta de su casa. Mierda, las llaves. Su juego se había quedado en Taormina. ¿Dónde demonios podría encontrar una copia de las llaves de su casa? Anaíd estudió con detenimiento puertas y ventanas, pero era imposible acceder al interior desde ninguna parte. Ahora que se fijaba, había vivido en una auténtica fortaleza. Se sentó bajo el porche de la entrada lamentando su mala suerte.

Tía Criselda nunca le dijo quién había cerrado la puerta cuando ella salió de casa a las tres de la madrugada con lo puesto.

Una hora más tarde Karen, la buena de Karen, apareció con el manojo intacto. La enviaba Elena. Anaíd se conmovió por el detalle y se dejó besar, abrazar y elogiar. Pero se mantuvo impermeable a las muchas preguntas que Karen le formulaba y se dio cuenta de que también ella la miraba de forma rara. Karen se empeñó en entrar en la casa con ella. Encendió las luces y se la mostró.

– Yo misma me encargué de mantenerla limpia y cerrada. Sabía que volveríais.

– ¿Quiénes?

– Tú y Criselda… y Selene, claro.

– Gracias, Karen, mi madre te consideraba su mejor amiga.

Anaíd comprobó de reojo el efecto que sus palabras habían causado en Karen.

– Anaíd, yo…, yo quiero mucho a Selene.

– Yo también.

– Pero… a veces las personas a quienes más queremos cambian, o… no son quienes imaginamos.

Anaíd empezó a ponerse nerviosa.

– Ya, ya me he dado cuenta -asintió.

Pero Karen no podía esperar. Tomó a Anaíd por los hombros y se sinceró:

– Anaíd, tu madre estuvo impidiendo que tuvieses poderes y crecieses.

– ¿Cómo?

De alguna manera, esta vez Anaíd supo que Karen decía la verdad.

– La medicina, esa medicina que te hacía tomar y que yo jamás te receté, era un inhibidor de tus poderes y al mismo tiempo un potente inhibidor de tus hormonas de crecimiento.

Anaíd se alteró. No podía trastornarse por nada ni por nadie, se lo había prohibido a sí misma, pero Karen la había desconcertado.

– Te equivocas.

– No, Anaíd, no me equivoco. No sabemos por qué lo hizo, pero lo hizo.

Anaíd pugnaba por no echarse a llorar ni refugiarse en brazos de Karen. No podía flaquear. Se mordió los labios con rabia, hasta hacerlos sangrar.

¿Selene la torturó durante tantos años haciéndole creer que su retraso obedecía a causas naturales? ¿Selene la privó de sus poderes porque sabía que los tenía?

No. No quería pensar. Pensar en ello la bloqueaba y necesitaba tener la mente dispuesta, abierta, sin rencores. Necesitaba amar profundamente a su madre para poder acudir hasta ella. Si ella dejaba de confiar en la elegida, ¿quién sería capaz de decantar la balanza?

– Y, también tienes que saber que durante tu ausencia alguien ha cancelado la hipo-teca de la casa. Mucho dinero, Anaíd, mucho.

Karen estaba nerviosa y se retorcía las manos. Se sentía culpable. Traspasar su carga a Anaíd había sido una forma de liberarse de su dolor.

– Lo siento, Anaíd, pero tenía que decírtelo.

Sin embargo Karen salió de la casa con la cabeza gacha. No parecía que se hubiera liberado de ningún peso. Ahora arrastraba también la pena de Anaíd.

Una vez sola, Anaíd se tragó sus lágrimas e irrumpió en la habitación de Selene. Necesitaba aferrarse a algo. Necesitaba sentir el amor de su madre. Abrió sus cajones y vació sus armarios ansiosamente en busca de una prueba de amor a la que acogerse.

Y la encontró en el interior de una vieja caja de zapatos donde Selene había escrito con su letra picuda: «Anaíd, mi niña».

En ella guardaba sus dientes de leche dentro de una pequeña cajita de nácar, unos diminutos zapatos de charol que supuso que serían los primeros que calzó y un medallón con cadena de plata.

Anaíd, nerviosa, buscó con dedos temblorosos el mecanismo de abertura del medallón. Por fin lo consiguió. Y mientras lo contemplaba arrobada, sintió cómo su inquietud se disolvía.

Una de las carátulas del medallón contenía una fotografía suya de niña. En la otra, un mechón rojo del cabello de Selene. Al cerrarlo, su imagen y el cabello de su madre se unían y permanecían en estrecho contacto.

Anaíd respiró satisfecha y se colgó el medallón del cuello, junto a la bolsa de cuero que contenía su atame y su vara, muy cerca del corazón.

Miró su reloj. No podía esperar a la noche, necesitaba comunicarse con los espíritus antes de que fuera demasiado tarde.

Su habitación estaba sumida en la más completa oscuridad, pero ella los conminó a salir, los llamó, rogó su presencia. Todo en vano, hasta que recibió una respuesta ronca. El caballero y la dama se excusaban por no poder aparecer ante ella. Cristine Olav los había condenado a carecer de rostro. Anaíd, contrariada, deshizo el conjuro.

– Yo os ordeno regresar con voz y rostro al mundo de los espíritus al que os condenó vuestra maldición -murmuró agitando su vara de abedul.

Descompuestos e incrédulos, la dama y el caballero comparecieron ante su presencia. Su sorpresa fue auténtica.

– Oh, bella dama, ¿sois realmente la misma?

– ¿Ha sido vuestro poder capaz de contrarrestar el conjuro Odish?

Pero Anaíd no tenía tiempo para las adulaciones a las que los espíritus eran tan propensos.

– Vengo a cumplir mi juramento y a daros el descanso que me pedisteis, pero antes necesito que convoquéis a Deméter.

La dama y el caballero se miraron sonrientes y desaparecieron al unísono. Anaíd los esperó impaciente. Su retorno fue una fiesta.

– Deméter te espera en la cueva a la hora crepuscular. Antes de que el último rayo de sol desaparezca del bosque.

Anaíd se molestó.

– Yo creía que aparecería con vosotros.

– Bella joven, los muertos son los que escogen sus citas, no al contrario.

– No es fácil concertar una cita con ellos.

– Algunos se niegan, no desean regresar.

Anaíd los mandó callar con un gesto brusco.

– Pues bien, una vez haya hablado con Deméter, os concederé vuestro deseo.

– Pero bella dama…, eso no es justo.

– Por favor, hermosa joven, concédenoslo ahora…

Anaíd, impasible, consideró que debían reflexionar sobre su última traición.

– ¿Ah, sí? ¿Y quién informó de mi paradero a Cristine Olav?

Acto seguido desapareció de la habitación y los dejó sumidos en sus pensamientos.

Anaíd llegó a la cueva a la hora que Deméter le había indicado. Estaba nerviosa observando hacia todos los rincones y estremeciéndose por los juegos de sombras que inocentemente provocaba la luz de su lamparilla de gas. En cada una de las esperpénticas proyecciones de las estalactitas y estalagmitas creía ver la sombra de su abuela.

Pero Deméter apareció bajo una apariencia insospechada.

La loba, la gran loba de pelaje gris y ojos sabios surgió de las profundidades de la gruta y la saludó con un aullido.

Anaíd la reconoció y quiso abrazarla, pero la loba se retiró a un lado y habló en la lengua de los lobos.

– Te están esperando, Anaíd, y no hay tiempo que perder. Yo te protegeré de ellas.

– ¿De quiénes?