– En el lago.
– En la cabaña.
– En la cueva.
Anaíd respiró un par de veces antes de gritar enfurecida:
– ¡Basta!
Nadie la obedeció, sin embargo, y continuaron los comentarios infinitos y tontos acerca del paradero de Selene. Hasta que desde las ramas de los árboles, un petirrojo la avisó:
– Cuidado con la condesa, niña.
– ¿La condesa? ¿Quién es la condesa? -preguntó Anaíd.
Y de nuevo se prodigaron centenares de comentarios estúpidos a su alrededor:
– La niña no sabe quién es la condesa.
– Si la condesa encuentra a la niña, sabrá quién es la condesa.
– Selene sí que conoce a la condesa.
– ¿Duerme la condesa?
– ¡Ay, si la niña despierta a la condesa!…
Anaíd se desanimó. No podía quedarse ahí rodeada de duendes burlones. Así pues, comenzó a caminar en una dirección. Si, como suponía, se hallaba en el mundo paralelo al mundo real, regresaría a su casa. Y se puso en camino por el viejo sendero. El duende prisionero pataleaba rabioso, pero Anaíd también estaba rabiosa y no le hacía el más mínimo caso.
Al final, después de una larga caminata, se dio cuenta de que se había equivocado en sus suposiciones.
El sendero acababa bruscamente y ante ella se alzaba un muro de escarpadas rocas. Allí donde debían comenzar los primeros vestigios de civilización se acababa el mundo opaco.
– Está bien -se dijo-, regresaré de nuevo al claro del bosque y me dirigiré al lago.
Dio media vuelta, pero se perdió sin remedio. Anaíd, que conocía el bosque como la palma de su mano, descubrió que el río cambiaba de curso a su antojo. Se dio cuenta al cruzar tres veces por el mismo lugar. Era desesperante. Avanzaba en círculos, porque aunque ella caminase en línea recta, el río también caminaba y se cruzaba continuamente en su camino.
Entonces entendió la diferencia que había con el mundo real. Nada era previsible. Ni siquiera existía la bóveda celeste. El firmamento era una mancha grisácea suspendida sobre sus cabezas. Sin estrellas, sin luna, sin sol. Sin astros.
Nunca encontraría a Selene.
Nunca conseguiría regresar a su propio mundo.
Se sentó sobre una piedra y se echó a llorar desconsoladamente. Todas las lágrimas que se había ido tragando fluyeron como un manantial y cayeron por sus mejillas y se derramaron sobre la tierra empapándola. En su desespero abrió su mano y dejó escapar al duendecillo. Pero el duende no se movió. Se quedó mirando con cara de pocos amigos hacia el lugar donde caían las saladas lágrimas de Anaíd y donde había surgido un pez sin escamas, enterrado largo tiempo, que se revolcaba sobre la tierra mojada.
– ¡Oh, así, qué maravilla! Llora, llora más. ¡Qué saladas y qué ricas son tus lágrimas! Ya era hora; desde que el mar se retiró, he estado esperando este momento.
Y eso indignó al duende.
– Vuelve a enterrarte, bicho inmundo.
– No me da la gana.
Entonces el duendecillo se encaró con Anaíd.
– Deja de llorar ya, chica lista.
A Anaíd le daba todo igual, así que continuó llorando.
– Está bien. Te llevaré con Selene -masculló el duendecillo.
Anaíd paró en seco.
– ¿De verdad?
El extraño pez protestó:
– ¿Y le vas a creer? Selene está muerta. Nunca la encontrarás.
Anaíd sintió el impulso de llorar de nuevo, pero se dio cuenta de que el extraño y malvado pez amaba las lágrimas, con lo cual prefirió fastidiarlo.
– Mentira. Vámonos.
Y recogió al duende, que sacó la lengua al pez.
– ¡Ea, fastídiate!
Anaíd se sentía mucho mejor. Llorar la había ayudado a tranquilizarse. Aun así, no se fiaba ni un pelo del hombrecillo.
– ¿Hacia dónde?
– Hacia el lago, pero yo que tú no iría.
– ¿Por qué?
– ¿No te echarás a llorar otra vez?
– Dímelo.
– Selene quiere hacerte desaparecer.
– ¡No te creo! -gritó al hombrecillo, fingiendo no haberle oído, e intentó orientarse.
¿Norte? ¿Sur? ¿Este?
– Miauu.
Anaíd se quedó paralizada. Le había parecido…
– Miauu.
No había duda, era Apolo, su pequeño Apolo, su queridísimo gatito.
– Apolo, soy Anaíd -le llamó sin hacer caso de las réplicas burlonas que provocó su llamada.
Y ante ella apareció el gatito. Exactamente igual que cuando cayó por el abismo. Como si no hubiese pasado ni un minuto. Apolo se acercó a Anaíd y la lamió cariñosamente. Anaíd lo abrazó y juntos se revolcaron por el suelo. Luego, repuesta ya de la emoción del reencuentro, Anaíd maulló sugiriendo el nombre de Selene y Apolo la invitó a seguirlo.
Por fin.
Anaíd fue tras él, pero antes miró su reloj. Qué extraño. Era incapaz de calcular cuánto tiempo había pasado en ese extraño mundo. Su reloj marcaba las doce de la noche, pero… ¿Hacía cinco horas que había desaparecido del claro del bosque? No tenía sueño, ni hambre, ni sed, ni notaba ningún cansancio. Ciertamente era un mundo curioso. Tan pronto como encontrara a Selene, huirían de allí. El rayo de sol de la mañana salía a eso de las siete. Debería estar en el claro del bosque a esa hora.
Apolo, el pequeño Apolo, la precedía juguetón hasta que se detuvo junto a un recodo del río, distraído por una piedrecilla que fue a parar a sus pies. Una voz femenina y coqueta lo interpeló:
– Apolo, anda, Apolo, recoge el guijarro y tráemelo.
Otra voz la corrigió:
– No es un perro, es un gato.
– Aquí no hay perros, preferiría un perro, pero Apolo puede traerme el guijarro en la boca. ¿Verdad que sí, Apolo bonito?
A Anaíd las voces le parecieron razonables, dio un par de pasos y contempló a las muchachas de largos cabellos que se bañaban en el río.
– ¡Anaíd!
– Hola, Anaíd.
– ¿Buscas a Selene?
– ¿Selene te espera?
Anaíd estaba atónita. ¿Cómo sabían su nombre aquellas dos bonitas jóvenes?
– ¿Cómo sabéis tantas cosas? -les preguntó.
– Hemos oído voces en el bosque.
– Siempre escuchamos todo lo que sucede.
– Hablaban de ti y de Selene.
– ¿Conoces a Selene?
Anaíd no sabía a cuál de ellas responder. Las anjanas cuchichearon.
– No lo sabe -comentó una.
– ¿Es su amiga o su enemiga? -preguntó la otra con un gesto infantil.
Por fin Anaíd respondió.
– Es mi madre.
Silencio y risas. Las anjanas hablaban entre ellas como si Anaíd no estuviese delante.
– Te lo dije.
– Es vieja.
– Y se cree hermosa.
De pronto una anjana ladeó lánguidamente el cuello con una sonrisa seductora.
– Anaíd, mírame. ¿Soy bella?
La otra agitó sus largos cabellos y también reclamó la atención de Anaíd.
– Su piel está ajada, no le hagas caso, mírame a mí.
Anaíd las miraba alternativamente. Eran jóvenes, esbeltas, vestían gasas translúcidas y tenían el largo cabello tejido con flores.
– Las dos sois muy bellas.
– ¿Más que Selene?
– Sois diferentes, ella no es como vosotras…
– Te lo dije, no es una anjana. ¿Y tú? ¿Eres una anjana tú?
– Soy una bruja.
Las dos enmudecieron inmediatamente, la miraron con ojos de terror y se zambulleron en las aguas del río.
– Esperad. Soy una Omar. No soy una Odish, no os haré ningún daño.
Pero las anjanas ya no estaban.
Anaíd continuó su camino tras Apolo, siguiendo el curso del río y ascendiendo lentamente hasta internarse en el ancho valle glaciar.
Apolo maulló mostrándole el hermoso paisaje del lago circundado de altas cumbres. A Anaíd, a pesar de la tristeza que le causaba la luz crepuscular, se le ensanchó el corazón. Era su lago.