En ese mismo momento, en el mundo sin tiempo y sin contrastes, otra nueva presencia causaba revuelo entre los alborozados hombrecillos verdes del bosque.
– ¿Tú también buscas a Selene?
– ¿Eres lista?
– ¿Tan lista como Anaíd?
– No llegaste con el rayo de sol.
– ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Una voz seca los hizo enmudecer:
– ¡A callar! Ella es mi invitada. Se llama Criselda y yo misma la he traído hasta aquí. No quiero oíros ni una palabra más… ¿Habéis comprendido?
Los hombrecillos habían comprendido y callaron. La temían y la obedecían ciegamente. Era Salma.
Criselda miró a su alrededor con precaución y consultó su reloj.
– ¿Y bien? ¿Dónde está Selene?
Salma le mostró vagamente su entorno.
– El mundo opaco es impredecible. Vendrá hasta nosotras.
Pero Criselda estaba inquieta.
– No podemos esperar. Selene es peligrosa y la niña la está buscando.
– ¿Quieres adelantarte a la pequeña? Se defiende bien, mira mi mano.
Criselda miró de reojo la mano de Salma, pero se mantuvo en sus trece.
– Ése fue mi pacto. Yo me ocupo de Selene, pero tú te olvidas de Anaíd.
Salma calló y su silencio pareció reconocer el pacto. Pero añadió:
– Hay algo más.
Criselda suspiró.
– Lo imaginaba. Has sido tú quien ha venido a buscarme y no lo has hecho por altruis-mo. ¿Qué quieres, Salma?
– El cetro de poder es mío.
Criselda se puso en jarras.
– Es absurdo. El cetro de poder sólo sirve para que lo use la elegida.
Salma se frotó las manos.
– No creo plenamente en la profecía, pero percibo el poder del cetro.
Criselda no estaba dispuesta a ceder.
– El trato era muy claro. Todo debe quedar como hasta ahora. Si la elegida muere antes de que se produzca la conjunción, ni vosotras ni nosotras seremos destruidas.
Salma se apresuró a asentir.
– Por supuesto.
Criselda puntualizó:
– En ese caso el cetro debe desaparecer.
De pronto Salma se llevó una mano a la boca y mandó callar a Criselda.
La voz de la condesa retumbó desde la grieta de la cueva.
– Salma, sé que estás ahí con una Omar. ¿La has traído para mí? ¿Es una joven?
Salma mandó callar a Criselda. Sacó su átame y lo blandió con fuerza.
– Por la fuerza de las tinieblas del mundo opaco, te conjuro, condesa, a permanecer dormida hasta que el cetro de la reina madre 0 te saque de tu sueño con el olvido impreso en tu memoria.
Y mientras Salma mascullaba su salmodia con la fuerza de la sangre que había consumido, los troncos de los robles centenarios se inclinaron, las ramas crujieron y el fuerte viento que se desencadenó a punto estuvo de llevarse con él a la regordeta Criselda, que se sujetó desesperadamente a unas raíces, cerró los ojos y esperó a que el poderoso conjuro de Salma y su traición no acabaran también con ella.
Todavía le quedaba lo más difícil.
CAPÍTULO XXXI
Las orillas del lago estaban repletas de hermosas mujeres peinando sus cabellos y contemplando sus reflejos en las aguas.
Anaíd sintió cómo su corazón se paralizaba. Algo le decía que una de ellas era Selene.
¿Pero cuál? No podía distinguir el rojo intenso de sus cabellos. La luz matizaba los colores e impedía los contrastes. Anaíd comenzó lentamente su búsqueda susurrando quedamente:
– ¿Selene? ¿Has visto a Selene?
Las anjanas se lamentaban de la antipatía de Selene, pero no la ayudaban. Indicaban con un gesto vago y continuaban con su baño inacabable… Hasta que al doblar el recodo y salvar el sauce, la vio.
Estaba arrodillada junto a la orilla. Peinaba con mirada extraviada sus largos cabellos oscuros mientras cantaba, o tal vez tarareaba, una vieja canción. Una canción que Anaíd recordaba de niña. Era ella. Era Selene.
– ¡¡¡Mamá!!! -gritó lanzándose a sus brazos.
Pero Selene no los abrió. Al revés. Se protegió replegando sus brazos sobre sí misma, encogiéndose asustada.
– Soy yo, mamá, soy Anaíd, por favor -insistió, suplicando por que su madre la reconociese.
Selene tenía ojos de loca, los ojos perdidos de los que han vagado por tantos mundos que ya no saben regresar. Miraba atentamente al fondo del lago.
– Se me ha caído, se me ha caído y no puedo recogerlo. Nadie me ayuda, quiero que alguien me ayude.
Anaíd siguió la mirada de su madre y distinguió en el fondo del lago una especie de rama dorada, medio oculta por los juncos y el cieno. El lago era profundo y sus aguas tan frías que nadie que se atreviese a zambullirse sobreviviría a sus bajas temperaturas. No. Era imposible recuperar el objeto que Selene reclamaba.
– He venido a buscarte, tenemos que irnos -susurró Anaíd tomándola de la mano.
– Déjame, no me iré sin mi cetro -la rechazó Selene con fuerza.
Y se inclinó sobre el lago de nuevo dando la espalda a Anaíd. Las anjanas se rieron.
– Selene quiere su cetro para ser la más hermosa de todas.
– Y la más poderosa.
– Para acabar con las Tsinoulis.
– ¡Callaos! -rugió Selene con odio.
Anaíd se estremeció. La voz de su madre era diferente a como ella la recordaba. No había ni asomo de ternura. Tenía un sonido metálico como el de las monedas tintineando en el billetero.
– Mamá -pronunció Anaíd a duras penas, masticando las sílabas.
Le costaba, pero no estaba dispuesta a renunciar a Selene a la primera.
– ¿Qué quieres?
– Te quiero a ti, te quiero, mamá.
Selene se giró rauda, como una serpiente al atacar, y su rostro quedó a tan sólo un milímetro del de Anaíd.
– Si me quieres, si me quieres de verdad, devuélveme mi cetro.
Anaíd miró al fondo del lago de aguas violetas. Se fue desnudando lentamente hasta que toda su ropa quedó en la orilla.
– No lo hagas, niña tonta, te destruirá.
– No le devuelvas el cetro, eso es lo único que desea.
Pero esta vez fue Anaíd quien las ordenó callar.
– ¡Silencio!
Luego miró a Selene y preguntó:
– Si consigo tu cetro, ¿vendrás conmigo?
Selene la miró sin verla y asintió con gesto de loca.
Anaíd tomó aire y, desde la roca, se zambulló limpiamente. Las aguas del lago se enturbiaron y se tragaron el cuerpo de la niña.
De pronto, Selene extendió los brazos hacia el agua. No veía el fondo del lago, no podía ver la rama dorada que tenía su voluntad encerrada.
– Anaíd, Anaíd, ¡vuelve! Anaíd, Anaíd…
Una lucecilla de miedo había prendido en su pupila y el horror estaba adueñándose de su conciencia.
Las anjanas se reían indiferentes a su angustia.
– El lago se ha tragado a Anaíd.
– El lago se ha cobrado su presa.
– El lago no devuelve nunca a sus víctimas.
– Quedan prisioneras de los juncos y sus cabellos se enredan en las ramas.
– Nunca regresan de las frías aguas.
Selene recobraba poco a poco su memoria, imposible calcular el tiempo, pero Anaíd no salía, Anaíd no regresaba a la superficie. Selene palpó la ropa que la niña había dejado en la orilla y la acercó a su rostro. La olió, como haría cualquier loba, y lanzó un aullido de dolor. De pronto, unas burbujas en la superficie desviaron su atención. Una enorme trucha con ojillos inteligentes sostenía entre su boca el cetro. Selene, dudosa, alargó su mano y lo tomó. La trucha, de un potente salto, salió del lago y fue a caer en su regazo convulsionándose en un aleteo agónico. Se ahogaba, y Selene no sabía cómo ayudarla. Era Anaíd.