Ando y desando la senda de la vida. Me detengo en las fuentes para beber agua fresca y descansar unos instantes. Charlo con los otros caminantes y espero ávidamente sus respuestas.
Sus palabras son la única linterna que orienta mis pasos.
No me consuela saber que ella, la elegida, también deberá recorrer un largo camino de dolor y sangre, de renuncias, de soledad y remordimientos.
Sufrirá como yo he sufrido el polvo del camino, la dureza del frío y la quemazón del sol. Pero eso no la arredrará.
Desearía ahorrarle la punzada amarga de la decepción, pero no puedo.
La elegida emprenderá su propio viaje y lastimará sus pies con los guijarros que fueron colocados para ella.
No puedo ayudarla a masticar su futura amargura ni puedo endulzar sus lágrimas que aún no han sido vertidas.
Le pertenecen.
Son su destino.
CAPÍTULO XXXIII
Las frías aguas del lago se mecían suavemente por el viento. Anaíd recorrió sus orillas sin desfallecer y sin apartar ni un segundo la mirada del fondo de su lecho. Su imagen, la imagen que le devolvía el lago la incomodaba y la llenaba de orgullo. Creía ver a Selene en esa joven esbelta, de largos cabellos y movimientos felinos. Pero esperaba encontrar otro rostro. El rostro amado de Criselda, que permanecía prisionero del embrujo.
Por fin lo halló.
– Ahí, está ahí -señaló Anaíd emocionada.
Selene se arrodilló junto a ella. Las dos contemplaron a Criselda que peinaba sus largos y hermosos cabellos junto a la orilla. Parecía más joven, más serena, más ausente.
– ¿Nos puede ver? -preguntó Anaíd.
Selene se lo confirmó.
– Sabe que la estamos mirando. Fíjate.
Y Criselda sonrió con la dulzura del que siente la paz.
– ¿Es feliz?
Selene la abrazó.
– Tú eres la elegida y estás viva. Eso le basta.
– Y ya soy mujer.
– Eso no lo sabe pero lo puede intuir. Mírala, díselo con tu mirada.
Anaíd sonrió a su vez a Criselda y su sonrisa contenía la promesa del regreso. Nunca la olvidaría.
Anaíd suspiró.
– Tengo miedo.
Selene la reconfortó.
– Es natural. El poder produce vértigo.
– ¿No me dejarás, verdad?
– Serás tú quien me deje a mí.
– ¿Yo?
– Es ley de vida, Anaíd.
– ¿A ti te ocurrió?
– Claro.
– ¿Y fue entonces cuando conociste a Cristine?
Selene palideció.
– Ésa es una larga historia.
Anaíd ya lo sabía.
– ¿Algún día me la contarás?
Selene calló, estaba pensando.
– Algún día.
De pronto Anaíd se llevó las manos a la cabeza.
– ¡Mierda!
Selene se asustó.
– ¿Qué ocurre?
Anaíd inició su regreso.
– Que me he olvidado por completo de cumplir un juramento.
– ¿Un juramento?
– Juré a la dama traidora y al caballero cobarde que los liberaría de su maldición.
– ¿Cómo?
– Lo que oyes.
– Pero…
– Es una larga historia -la cortó Anaíd.
Selene comprendió y le guiñó un ojo con complicidad
– ¿Algún día me la contarás? Anaíd calló y simuló pensar.
– Algún día.
Maite Carranza