Sin embargo Selene creyó que lo hacía para fastidiarla y me dijo que era una irresponsable estúpida que no entendía nada, y me amenazó, me amenazó con… una desgracia, con una desgracia terrible. Me dijo que si ella faltaba, si ella se veía obligada a marcharse o le sucedía algo…, yo debía estar acompañada. Y me dio tanta rabia que usase una treta tan cochina para salirse con la suya, que me ofusqué y pensé que lo que quería en realidad era quitarme de en medio para estar sola con alguien y que ese alguien debía de ser MUY importante para ella y a lo mejor era el destinatario de todos sus perfumes, sus maquillajes, sus vestidos ajustados y sus noches en la ciudad. Vaya, que me convencí de que Selene tenía un novio que no podía conocerme porque yo no era importante para Selene. 0 porque Selene se avergonzaba de mí. Y por eso me obcequé y me negué a bajar del burro. Juré que nunca iría a Taormina. Y luego hice lo que más fastidiaba a Selene: me levanté, sin abrir la boca, y me largué. Selene me persiguió hasta mi habitación intentando que la mirara a la cara, rogándome que le hablase, obligándome a escucharla para ablandarme, para estudiar mis flaquezas y atacar mis puntos débiles. Pero, por eso mismo, me negué a darle cancha, me metí en la cama, apagué la luz y fingí dormir.
Y ya no volví a verla más.
Esa noche, de madrugada, me desperté a causa de un rayo. El resplandor fue tan grande que abrí los ojos de golpe y creí que era de día, que estaba tomando el sol en la playa de Taormina, al lado de una italiana leprosa, y el Etna entraba en erupción. Daba miedo ver el cielo y oír los truenos que hacían retumbar las paredes. Hasta los cuervos parecían asustados y no paraban de volar en círculos ante mi ventana. Lo curioso es que ahora que lo pienso, y recuerdo que lo pensé, parecían más grandes, enormemente deformados y como si quisiesen refugiarse dentro de casa. Uno de ellos se me quedó mirando fijamente a través del cristal y tenía una mirada inteligente, sentí que me hablaba y que me ordenaba abrir la ventana y… por un momento estuve a punto de abrirla.
Luego cerré los ojos e intenté continuar durmiendo a pesar de la tormenta.
No fui a la habitación de Selene para que no se creyese que cedía y que aceptaba su propuesta. Continuaba enfadada y quería demostrarle mi enfado. Por eso no me moví de mi habitación y no me metí en su cama, como otras veces, ni ella me llamó para salir juntas al huerto a danzar bajo la lluvia hasta caer en el barro empapadas y exhaustas, como hacíamos siempre que llovía a cántaros, para desesperación de Deméter que se desgañitaba riñéndonos.
Al día siguiente Selene no estaba en su cama y su ventana estaba abierta. Pensé que estaría en la ducha o en la cocina. Pero no. No estaba en ninguna parte. No faltaba nada, ni sus zapatillas, ni su libro, ni su cepillo de dientes, ni su pasador del pelo, sólo ella. Tampoco había signos de lucha ni de violencia, no había sangre en el suelo ni cabellos en la almohada. Todo estaba intacto, como si durante el sueño Selene se hubiese esfumado, como si hubiese salido volando por la ventana y en cualquier momento pudiese regresar a dormir a su cama.
Yo no toqué nada, lo dejé lodo tal cual lo había dejado ella, pero esa mañana exploré palmo a palmo el bosque con miedo de encontrar el cuerpo de mi madre alcanzado por un rayo.
Sólo encontré una loba muerta y de repente supe que Selene estaba viva. Aunque no supe por qué lo sabía.»
PROFECÍA DE ODI
Ella destacará entre todas,
será reina u sucumbirá a la tentación.
Disputarán su favor y le ofrecerán su cetro,
cetro de destrucción para las Odish,
cetro de tinieblas vara las Omar.
El dictado del corazón de la elegida propiciará la verdad.
La una triunfará sobre las otras.
Definitivamente.
CAPITULO III
Selene, recostada sobre el camastro de paja, respiraba lenta y acompasadamente. Permanecía inmóvil, aletargada. No quería malgastar fuerzas inútilmente puesto que no había comido ni bebido nada en tres días.
Las moscas verdes revoloteaban sobre el cubo de los excrementos y algunas de ellas se posaban sobre su frente y sus mejillas, pero Selene no las ahuyentaba y permanecía con los ojos entrecerrados, los labios exangües, el pulso lento y el rostro frío. Si bien su cuerpo se encontraba ahí, su espíritu flotaba muy lejos del minúsculo zulo, cegado a la luz, de apenas cinco metros cuadrados. El control absoluto que ejercía sobre su cuerpo le impedía sentir hambre, frío, sed, asco. Hasta su olfato se había acostumbrado al intenso olor de orines que le revolvió el estómago al llegar.
Posiblemente, si nada hubiera alterado el aislamiento, Selene hubiera continuado ajena a su entorno, pero al oír los pasos que se acercaban supo que no podría continuar anestesiando sus sentidos. De nuevo vio las paredes rezumando humedad, los piojos y las chinches saltando por doquier, las cucarachas trepando por los minúsculos barrotes de su camastro y los hocicos de las ratas temblando al olisquear su angustia. Y al bajar la guardia arrugó su nariz con asco: acababa de percibir con claridad el olor a sangre, sudor y miedo impregnando las paredes y la suciedad del jergón amarillento, salpicado de manchas parduscas, donde se recostaba. Todo el esfuerzo de contención y autocontrol que había estado practicando durante ese tiempo se esfumó ante la expectativa de que la puerta se abriera y de que por ese hueco se colase la esperanza de un mundo cálido, luminoso y limpio. Selene, prisionera, se sintió al límite de sus fuerzas y tuvo la flaqueza de permitirse el deseo imperioso de huir del calabozo al precio que fuera.
La puerta se abrió sin necesidad de llaves y Selene, dominándose, se irguió tan alta como era, alisó las arrugas de su liviano camisón y desenredó con los dedos la espesa cabellera rojiza que caía sobre sus hombros desnudos en un intento por recuperar su dignidad.
– Vaya, vaya -musitó la visitante mirándola fijamente – Eres más hermosa de lo que imaginaba.
Selene, con la expresión marmórea y el rostro severo como una máscara, permaneció impermeable a las palabras amables de su carcelera.
– Y tu fortaleza resulta admirable. No has pedido agua, comida, ni abrigo, no has gemido ni llorado, ni te has comunicado con nadie.
Selene la miró altivamente.
– ¿Qué creías?
– Sinceramente. Creía que utilizarías tu magia.
Selene se rió.
– La reservo para cosas más importantes.
La visitante se situó frente a su prisionera y clavó su mirada en ella. Era tan alta como Selene, tal vez más joven y sin lugar a dudas tan bella como la exótica pelirroja, aunque se trataba de una belleza clásica, de rostro ovalado, ojos negros y almendrados, cabellos de azabache y piel nívea, blanquecina, casi translúcida. Su piel era tan fascinante que Selene se entretuvo en repasar la huella de las venas azuladas de su pulso que vibraban al ritmo de sus latidos. Cascadas de sangre ansiosas de lluvia.