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Selene sostuvo su mirada con fiereza. Los ojos de la desconocida, dos brasas de carbón incandescente, acuchillaban su carne y herían su cerebro, pero Selene, a pesar de la debilidad del ayuno, no desfalleció.

La visitante abandonó su juego antes de que Selene parpadeara ni diera muestras de flaqueza. Simplemente se cansó.

– Eres poderosa. La primera Omar que resiste mi mirada.

Selene esbozó una sonrisa irónica.

– Salma, supongo.

– Supones bien.

Selene midió sus palabras y las sazonó con la rabia justa.

– Nuestro comienzo no ha sido muy prometedor. Me engañaste.

Salma disimuló su sorpresa.

– ¿Te atreves a llamarme mentirosa?

Pero Selene no se arredró lo más mínimo.

– Me prometiste esperar hasta el verano.

La risa de Salma sonaba a hueca, a eco de risa repetida una y mil veces. Una risa gastada y vieja.

– ¿Qué importancia tienen dos meses si los comparas con la eternidad?

– Mucha. No es así como yo lo planeé. Ha sido todo tan precipitado que no he podido borrar las huellas de nuestros contactos, ni he podido urdir una coartada coherente, ni tan siquiera despedirme de mi trabajo, ni cerrar la casa, ni cancelar mis cuentas…

– ¿Y qué? Nadie es imprescindible. Pasados unos meses te darán por desaparecida y todos se olvidarán de ti, hasta tu editor.

Selene no estaba de acuerdo.

– Mis compañeras no se resignarán, me buscarán, os crearán problemas, tenedlo por seguro. Atarán cabos y se interferirán en mi camino…

Salma consideró que tal vez Selene tuviera razón.

– Hubieras preferido simular tu propia muerte…

Selene afirmó.

– Ése era el trato.

Salma se encogió de hombros.

– Ha sido orden de la condesa. Yo lo llevaba a mi manera hasta que la condesa dio la orden. Fue ella quien adelantó las fechas.

Selene enmudeció unos instantes, pero se repuso.

– Tengo que volver y solucionarlo todo. Aún estoy a tiempo de impedir que mi marcha cause más revuelo de lo necesario.

Sin embargo, Salma no estaba dispuesta a permitirlo.

– Imposible, la condesa quiere verte.

Selene tembló, un leve temblor que se expandió por su nuca y aleteó hasta la punta de sus dedos fríos.

– ¿Ha regresado?

– No.

– ¿Entonces? -preguntó Selene con miedo, intuyendo la respuesta.

– Tendrás que acudir a su lado. Viajarás conmigo al mundo opaco.

Selene palideció y se aferró al barrote del camastro sin importarle la cucaracha que aplastó.

– ¿Al mundo opaco?

– ¿Tienes miedo? -le reprochó Salma burlona.

Selene no se avergonzó de su temor, no era infundado.

– Ninguna Ornar ha regresado nunca.

Salma volvió a reír con su risa hueca.

– Tú no eres una Ornar cualquiera.

Selene pensaba con rapidez, no podía dilatar la espera de Salma ni de la condesa.

– Viajaré… con una condición. Antes debo regresar a mi casa y borrar mis huellas.

Salma rió.

– Lo haré yo.

– ¿Tú? -exclamó horrorizada Selene.

– Será divertido -musitó Salma repentinamente convertida en una niña traviesa-. Las engañaré.

– No, Salma, tú no. Además han pasado tres días.

– No importa.

Selene se enfadó.

– Te he dicho que no te acerques a mi casa o te arrepentirás.

De pronto Salma calló y su silencio se prolongó un tiempo demasiado largo para que Selene pudiera permanecer tranquila.

– ¿Ocultas algo?

Selene negó.

Salma esbozó un gesto de contrariedad.

– Una semana más aquí dentro te hará recuperar la memoria.

Selene se sintió desesperar. Salma dio media vuelta dispuesta a salir de nuevo sin ofrecerle siquiera un poco de agua, una manía. No. Selene sabía que una vez concebida la esperanza resulta imposible deshacerse de ella. Y suplicó.

– Espera.

Salma se detuvo y aguardó a que hablase.

– Hay un hombre, Max, que vive en la ciudad y que me estará esperando. Está loco por mí.

– ¿Y tú?

Selene se mordió los labios antes de responder. Aún le dolían sus besos.

– Podré olvidarlo.

– ¿Alguien más?

– Una niña.

– ¿Una niña?

– Mi hija adoptiva.

– ¿Una hija?

Selene se revolvió con ímpetu.

– No es mía, Deméter me obligó a criarla. Fue más hija suya que mía.

– ¿Una Omar?

– No, una mortal feúcha y algo torpe, sin poderes, sin ninguna gracia especial…

– ¿Y qué importancia tiene?

Selene pensó en una cama mullida, en un vaso de agua fresca, en un baño caliente, en una estancia cálida, en un rayo de sol luminoso. Miró fijamente a la astuta Salma. No podía engañarla.

– …Para ella soy su madre y…

– ¿Y?

– Le tengo cariño -admitió bajando la cabeza.

CAPITULO IV

El despertar de Anaíd

El telegrama llegó la misma tarde de la llegada de tía Criselda. Iba dirigido a Anaíd, pero el redactado era impropio de Selene. Y no obstante las palabras del telegrama la hirieron profundamente. Decía así.

Anaíd:

No me busques, Max me recogió en su coche, empezaremos una nueva vida lejos de todo. No era posible estar los tres. Enviaré dinero a Elena. Me olvidarás. Selene.

Anaíd lo leyó hasta aborrecerlo. Así pues era cierto. Max existía, era un hombre de carne y hueso, un amante de su madre en la ciudad, alguien a quien Selene prefería antes que a ella. Sintió deseos de llamar de nuevo al número de Max y de dejarle un mensaje a gritos pidiéndole que le devolviese a Selene, pero era absurdo. Selene le amaba a él y en esos momentos debían de estar los dos lejos, muy lejos.

Tía Criselda, con las gafas caladas, leyó el telegrama sin acabar de creérselo y la mareó a preguntas sobre Max, su madre y sus locuras. Pero Anaíd no le respondió, únicamente quería estar a solas y llorar.

Unas horas más tarde Elena se presentó en la casa con un sobre que contenía dinero en metálico y, junto con los billetes, que entregó a Criselda, mostró una breve nota mecanografiada y firmada por Selene rogando a Elena que se hiciese cargo de Anaíd con la promesa de recibir más adelante una cantidad para su manutención.

– ¿De dónde ha sacado el dinero? -se preguntó Anaíd en voz alta-. Todas sus libretas y tarjetas de crédito estaban dentro de su bolso, yo misma anoté los movimientos y no había retirado dinero.

Elena y Criselda, sorprendidas, miraron a Anaíd.

– Dijiste que Selene no se llevó nada con ella.

Anaíd se reafirmó en lo que sus ojos vieron el día después de la tormenta.

– Todo quedó aquí, su ropa, sus zapatos, su abrigo y su bolso.

Y mientras Anaíd lo iba diciendo, comprobaba con asombro que en el perchero no había ni rastro del bolso de Selene, ni de su abrigo.

– ¡Los vi aquí, colgados! -protestó.

Elena y Criselda cruzaron una mirada cómplice.

– ¿Y los zapatos has dicho?

– Venid a verlo, está todo intacto, hasta su maleta…

Sin embargo, tras subir las escaleras y abrir las puertas del armario de Selene, Anaíd palideció. Estaba medio vacío: de sus zapatos apenas quedaban un par de viejas katiuskas agujereadas y unos mocasines sin suelas, el lugar donde reposaba su maleta era ahora una balda vacía y de su mesilla de noche habían desaparecido su libro de lectura, sus gafas de sol y sus pasadores del pelo. Anaíd fue con precaución al baño. No podía creerlo: tampoco estaba el cepillo de dientes. Ni el champú, ni el guante de pita con el que frotaba su cuerpo cada mañana.