– Yo diría que es sondo y mudo -susurró el subjefe Savage a Rey, después de que varios meditados gestos con la mano resultaran infructuosos-. Y pon el olor, todo un personaje. Le traeré un poco de pan y queso. No le quise ojo a ese Burndy, Rey.
Savage movió la cabeza en dirección al perturbador que se había destacado de los demás y que ahora se frotaba los ojos rosados con sus manos esposadas, fascinado pon las grotescas descripciones de Kurtz.
El subjefe separó con suavidad al hombre tembloroso de la custodia del patrullero Rey, y lo condujo a través de la estancia. pero el hombre se agitó, prorrumpió en llanto y luego, con lo que pareció un esfuerzo impremeditado, apartó a gritos al subjefe de policía, enviándolo de cabeza contra un banco.
Entonces el hombre saltó detrás de Rey, le echó el brazo izquierdo alrededor del cuello, con los dedos engarfiados bajo el codo derecho del patrullero, apartó con la otra mano su sombrero y se inmovilizó ante sus ojos. Torció la cabeza de Rey hacia él, para que la oreja del oficial quedara atrapada frente al aliento que salía de sus labios. El susurro del hombre era san bajo, san desesperado y gutural, san parecido a una confesión, que sólo Rey pudo captan las palabras que pronunció.
Entre los hampones estalló un divertido caos.
De repente, el desconocido soltó a Rey y se agarró a una columna estriada. Se lanzó con fuerza, girando en torno a ella, catapultándose hacia delante. Las incomprensibles palabras que pronunciaba entre silbidos atrajeron la atención de Rey: era un código de sonidos sin sentido, san estridente y enérgico como para sugerir un significado más allá de lo que Rey podía imaginar. Dinanzi. Rey luchó por recordar, pon oír de nuevo el susurro, al tiempo que se esforzaba (etterne etterno, etterne etterno) a fin de no pender el equilibrio mientras jadeaba para atrapar al fugitivo. pero éste se había lanzado con sal impulso, que no hubiera podido detenerse de haberlo querido en aquel último instante de su vida.
Se estrelló contra el grueso cristal de una de las amplias ventanas. Un fragmento desprendido de cristal, con una perfecta forma de guadaña, giró en un movimiento de danza casi gracioso, alcanzando la bufanda negra y penetrando limpiamente en la tráquea. 1 golpe hizo que el hombre inclinara hacia delante su lacia cabeza Luego se lanzó con fuerza a través del cristal hecho añicos y cayó patio.
Todo quedó en silencio. Los trozos de cristal, delicados como copos de nieve, cayeron bajo los zapatos de punteras desgastadas de Re', mientras se aproximaba al manco de la ventana y miraba abajo. E hombre estaba tendido sobre un grueso colchón de hojas otoñales, los cristales rotos de la ventana fragmentaban el cuerpo y su lecho en un caleidoscopio de amarillo, negro y rojo pálido. Los golfillos harapientos, que fueron los primeros en bajan al patio, señalaban y vociferaban, danzando en torno al cadáver. Mientras descendía, Rey no podía olvidan las torpes palabras que el hombre había escogido, pon alguna razón, para legárselas a él como el último acto de su vida. Voi Ch'intrate. Voi Ch'intrate. Vosotros, los que entráis. Vosotros, los que entráis.
James Russell Lowell se sentía como sir Launfal, el héroe en busca del Grial de su poema más popular, mientras atravesaba al galope la cancela de hierro del patio de Harvard. Pon supuesto, el poeta hubiera podido considerar que representaba el papel de caballero galante cuando entró aquel día, alto en su blanco corcel, perfilado pon los vivos colones del otoño, de no haber sido por sus peculiares preferencias en materia de imagen: su barba estaba cortada en forme cuadrada, dos o tres pulgadas por debajo del mentón, pero su bigote crecía más largo, dejándolo colgar. Algunos de sus detractores, y muchos amigos, señalaban en privado que ésa no era quizá la elección más adecuada para su rostro, pon lo demás gallardo. La opinión de Lowell era que debía llevarse barba, puesto que Dios la había dado aunque no especificaba si aquel peculiar estilo era lo requerido teológicamente.
Su caballerosidad imaginada era sentida con una pasión más; fuerte aquellos días, cuando la universidad se presentaba como una ciudadela crecientemente hostil. Unas pocas semanas antes, la corporación intentó convencer al profesor Lowell para que adoptara una propuesta de reformas que eliminaría muchos de los obstáculos a los que su departamento se enfrentaba (por ejemplo, que los estudiantes recibieran la mitad de créditos por matricularse en una lengua extranjera moderna en lugar de hacerlo en una clásica). En contrapartida, la corporación garantizaría la aprobación final de todas las clases de Lowell, el cual rechazó de plano la oferta. Si querían imponer su propuesta, deberían seguir el largo procedimiento de someterla a la Mesa de Supervisores de Harvard, la hidra de veinte cabezas.
Una tarde, el presidente le dio a Lowell un consejo que le hizo comprender que recurrir a la Mesa para la aprobación de todas sus clases era un despropósito.
– Lowell, al menos cancele ese seminario suyo sobre Dante, y Manning puede mejorarle a usted las cosas -le dijo el presidente, tomándolo del codo confidencialmente.
Lowell entornó los ojos.
¿De eso se trata? ¡Andan detrás de eso! -Se volvió, indignado-. ¡A mí no me engatusarán para que me incline ante ellos! Se libraron de Ticknor y vive Dios que dieron motivos a Longfellow para que se sintiera ofendido. Creo que todo hombre que se tenga por un caballero debe estar en contra de ellos; todo hombre, claro, que no haya obtenido su doctorado mediante apaños.
– Usted me considera un cero a la izquierda, profesor Lowell, porque no controlo la corporación más que usted mismo, y las más de las veces dirigirse a sus miembros es como hablar a la pared. Ah, y eso a pesar de que yo presido esta universidad -añadió, riendo entre dientes. En efecto, Thomas Hill era el presidente de Harvard, y nuevo en el cargo, el tercero en una década, una muestra de que los miembros de la corporación acumulaban mucho más poder del que él poseía-. Ellos creen que Dante es un tema inadecuado dentro de las actividades de su departamento, eso está claro. Le darán un escarmiento, Lowell. ¡Manning convertirá eso en un escarmiento! -advirtió, y agarró de nuevo el brazo de Lowell, como si en determinado momento hubiera que apartar al poeta de algún peligro.
Lowell manifestó que no toleraría que los miembros de la corporación sometieran a juicio una literatura sobre la que no sabían nada. Y Hill ni siquiera trató de discutir este punto. Era una cuestión de principios para el claustro de Harvard ignorarlo todo en materia de lenguas vivas.
La siguiente ocasión en que Lowell vio a Hill, el presidente iba; provisto de un trozo de papel azul con una anotación manuscrita de un poeta británico recientemente fallecido, acerca de algún aspecto (del poema de Dante. «¡Qué odio hacia la entera raza humana! ¡Qué exaltación y qué gozo ante los sufrimientos eternos cuyo rigor no disminuye! Contenemos el aliento mientras leemos y nos tapamos lo oídos. ¿Alguien reunió con anterioridad tan ofensivos olores, suciedades, excrementos, sangre, cuerpos mutilados, alaridos y monstruo míticos como castigo? A la vista de ello, no puedo dejar de considerar este libro como el más inmoral e impío jamás escrito.» Sonrió satisfecho, como si aquello lo hubiera escrito él mismo. Lowell se echó a reír.
– ¿Mandan los ingleses en lo que tenemos en nuestros anaqueles? ¿Por qué no entregamos Lexington a los casacas rojas y ahorramos al general Washington el inconveniente de la guerra? -Lowell advirtió algo en la mirada de Hill, algo que vio a veces en la expresión inexperta de un estudiante, que lo indujo a pensar que el presidente podría llegar a comprender-. Mientras Estados Unidos no aprenda a amar la literatura no como una diversión, no como una, simples coplillas para aprendérselas de memoria en un aula universitaria, sino para alimentar su energía humanizadora y ennoblecedora mi querido y reverendo presidente, no habrá alcanzado ese alto designio que consiste en hacer de un pueblo una nación. Y eso se logra, transformando un nombre muerto en una fuerza viva.