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– Las dificultades del texto de Dante son tan grandes que dos o tres versiones independientes serían más aceptables para los lectores interesados, mi querido signore.

La expresión de dureza en el rostro de Bachi se deshizo.

– Compréndanlo. Siempre tuve' en gran estima la confianza que ustedes me demostraron contratándome para la universidad, y yo no pongo en tela de juicio el valor de su poesía. Si he hecho algo de lo que deba avergonzarme debido a mi situación… -De repente se detuvo. Tras una pausa, continuó-: El exilio sólo deja la esperanza más leve. Quizá, sólo quizá, pensaba que para mí hacer vivir a Dante en el Nuevo Mundo, con mi traducción, era una forma de abrir mis horizontes. ¡De qué manera tan diferente me considerarían en Italia!

– ¡Usted -lo acusó de pronto Lowell-, usted grabó aquella amenaza en la ventana de Longfellow para asustarnos y que Longfellow detuviera su traducción!

Bachi vaciló, pretendiendo no haber comprendido. Sacó una botella negra del abrigo y se la llevó a los labios, como si su garganta fuera un embudo que condujera a algún lugar lejano. Cuando acabó, temblaba.

– No me tomen por un borrachín, professori. Nunca bebo más de lo que me conviene, al menos no cuando estoy en buena compañía. El mal consiste en esto: ¿qué puede hacer un hombre solo en las pesadas horas del invierno de Nueva Inglaterra? -Su ceño hizo un gesto sombrío-. Y ahora ¿hemos terminado aquí? ¿O desean ustedes seguir ensañándose con mis frustraciones?

– Signore -dijo Longfellow-. Debemos saber qué le enseñó al señor Galvin. ¿Habla y lee italiano ahora?

Bachi echó la cabeza atrás y rompió a reír.

– ¡Ese hombre no podría leer inglés aunque tuviera a su lado a Noah Webster! Vestía siempre su uniforme militar azul, raído, con botones dorados. Quería Dante, Dante, Dante. No se le ocurrió que debía empezar por aprender el idioma. Che stranezza!

– ¿Le prestó usted su traducción? -preguntó Longfellow.

Bachi negó con la cabeza.

– Yo esperaba mantener esa empresa enteramente en secreto. Estoy seguro de que todos sabemos cómo reacciona su señor Fields frente a alguien que trate de rivalizar con sus autores. De todas maneras, procuré complacer los extraños deseos del signor Galvin. Le sugerí que las lecciones introductorias de italiano las lleváramos a cabo leyendo juntos la Commedia, línea por línea. Pero era como leer junto a un animal mudo. Entonces quiso darme un sermón sobre el infierno de Dante, pero yo me negué por principio: si quería contratarme como profesor particular, debía aprender italiano.

– ¿Le dijo usted que no continuara las lecciones? -preguntó Lowell.

– Eso me hubiera proporcionado gran placer, professore. Pero un día dejó de llamarme. Desde entonces no he sido capaz de encontrarlo… y aún no me ha pagado.

– Signore -dijo Longfellow-, esto es muy importante. ¿Habló alguna vez el señor Galvin de individuos de nuestro tiempo, de nuestra ciudad, que él relacionara con sus ideas sobre Dante? Debe usted considerar si alguna vez mencionó a alguno. Quizá personas vinculadas a la universidad, interesadas en desacreditar a Dante. Bachi sacudió la cabeza.

– Apenas hablaba. Signor Longfellow, era como un buey mudo. ¿Tiene algo que ver con la campaña actual de la universidad contra su trabajo?

Lowell prestó especial atención.

– ¿Qué sabe usted de eso?

– Lo advertí cuando fue a verme, signore. Le dije que tuviera cuidado con su curso sobre Dante, ¿no es así? ¿Recuerda cuando me vio en el campus unas semanas antes de aquel encuentro? Yo había recibido un mensaje para reunirme con un caballero y sostener con él una entrevista confidencial… ¡Oh, yo estaba convencido de que los miembros de la corporación de Harvard iban a restituirme en mi puesto! ¡Imagine mi estupidez! La verdad es que aquel tipejo tenía el encargo de demostrar los perniciosos efectos de Dante sobre los estudiantes y quería que yo lo ayudara.

– Simon Camp -dijo Lowell apretando los dientes.

– Estuve a punto de darle un puñetazo, se lo aseguro.

– Ojalá se lo hubiera dado, signor Bachi. -Y Lowell compartió una sonrisa con su interlocutor-. Con todo esto ya puede acreditar la ruina de Dante. ¿Y qué le contestó usted?

– ¿Y qué iba a contestarle? Todo lo que se me ocurrió decirle es «váyase al diablo». Aquí estoy, sin apenas poderme ganar el pan después de tantos años en la universidad, ¿y quién, en la administración, contrata a ese imbécil?

Lowell emitió una risita.

– ¿Quién podría ser? El doctor Mana… -Se interrumpió bruscamente y giró sobre sí mismo para dirigir una significativa mirada a Longfellow-. El doctor Manning.

Caroline Manning barrió los cristales rotos.

– Jane, la mopa!

Llamó a la criada por segunda vez, malhumorada por el charco de jerez que se secaba sobre la alfombra de la biblioteca de su marido.

Mientras la señora Manning abandonaba la habitación, sonó la campanilla de la puerta. Apartó la cortina apenas una pulgada, suficiente para ver a Henry Wadsworth Longfellow. ¿Por qué se presentaba a aquellas horas? Casi no había visto en los últimos años a aquel pobre hombre, salvo unas pocas ocasiones en torno a Cambridge. No comprendía cómo alguien podía sobrevivir a tantas cosas; cómo parecía invencible. Y allí estaba ella, con un recogedor de basura, con un innegable aspecto de ama de casa.

La señora Manning se excusó: el doctor Manning no se encontraba en casa. Explicó que había estado esperando una visita y había reclamado privacidad. Él y su huésped debían haber salido a dar una vuelta, aunque le parecía algo raro con aquel tiempo horrible. Y habían dejado algún vaso roto en la biblioteca.

– Pero usted ya sabe cómo beben a veces los hombres -añadió.

– ¿Pudieron haber tomado un carruaje?

La señora Manning dijo que la epidemia que afectaba a las caballerías lo hubiera impedido: el doctor Manning había prohibido terminantemente que se movieran lo más mínimo sus caballos. Aun así, accedió a acompañar a Longfellow a la cuadra.

– ¡Santo Dios! -exclamó cuando no encontraron rastro del coche ni de los caballos del doctor Manning-. Algo sucede, ¿no es así, señor Longfellow? ¡Santo Dios! -repitió.

Longfellow no respondió.

– ¿Le ha ocurrido algo? ¡Debe decírmelo en seguida!

Longfellow habló despacio:

– Debe usted permanecer en casa esperando. Él regresará sin novedad, señora Manning; se lo prometo.

Había aumentado el fragor de los vientos que soplaban sobre Cambridge, y dolían en la piel.

– El doctor Manning -dijo Fields, con los ojos fijos en la alfombra de Longfellow veinte minutos más tarde. Tras abandonar la casa de Galvin, se encontraron con Nicholas Rey, quien se proveyó de un carruaje policial y de un caballo sano, que utilizó para llevarlos a la casa Craigie-. Ha sido nuestro peor adversario desde el comienzo. ¿Por qué Teal no fue a por él antes?

Holmes permanecía de pie, inclinado sobre el escritorio de Longfellow.

– Porque es el peor, querido Fields. A medida que el infierno se hace más profundo, se estrecha y los pecadores se vuelven más flagrantes, más culpables, menos arrepentidos de lo que han hecho. Hasta llegar a Lucifer, que inició todo el mal en el mundo. Healey, como el primero en ser castigado, difícilmente ha sido consciente de su rechazo; ésa es la naturaleza de su «pecado», que permanece como un acto indiferente.

El patrullero Rey se quedó de pie, en toda su estatura, en el centro del estudio.

– Caballeros, deben ustedes revisar los sermones pronunciados por el señor Greene la semana pasada, para que podamos deducir dónde se ha llevado Teal a Manning.

– Greene empezó su serie de sermones con los hipócritas -explicó Lowell-. Luego continuó con los falsarios, incluyendo a los monederos falsos, y finalmente, en el sermón del que fuimos testigos Fields y yo, trató de los traidores.

– Manning no era un hipócrita -dijo Holmes-. Iba tras Dante desde dentro y hacia fuera. Y los traidores contra la familia no se comportan así.