Выбрать главу

– Entonces nos quedan los falsarios y los traidores contra la propia nación -concluyó Longfellow.

– En realidad, Manning no se comprometió en ningún fraude -intervino Lowell-. Es cierto que nos ocultó sus actividades, pero ése no fue su principal modo de agresión. Muchas de las sombras del infierno de Dante habían sido culpables de carretadas de pecados, pero el pecado que define sus acciones es el que determina su destino en el infierno. Los falsarios deben cambiar de una forma a otra para cumplir su contrapasso, como Sinón, el griego, que engañó a los troyanos para que dieran la bienvenida al caballo de madera.

– Los traidores contra la nación socavan el bienestar del propio pueblo -dijo Longfellow-. Los encontramos en el noveno círculo, el más bajo.

– Combatiendo nuestros proyectos sobre Dante, en este caso -añadió Fields.

Holmes consideró esto último.

– Así es, ¿verdad? Hemos sabido que Teal se viste de uniforme cuando actúa a su manera dantesca, tanto si estudia a Dante como si prepara sus crímenes. Esto arroja luz sobre su paisaje mentaclass="underline" en su insania, intercambia la salvaguardia de la Unión y la de Dante.

– Y Teal sería testigo de los planes de Manning -dijo Longfellow-gracias a su puesto de conserje en el edificio principal de la universidad. Para Teal, Manning se cuenta entre los peores traidores a la causa para cuya protección se ha puesto en pie de guerra. Teal se ha reservado a Manning para el final.

– ¿Cuál sería el castigo que deberíamos buscar? -se interesó Nicholas Rey.

Todos aguardaron a que Longfellow respondiera.

– Los traidores son introducidos completamente en hielo, del cuello abajo, en un lago que a causa del hielo parecería de cristal y no de agua.

– Todas las charcas de Nueva Inglaterra se han helado en las dos últimas semanas -gruñó Holmes-. Manning podría estar en cualquier lugar, ¡y nosotros no contamos más que con un caballo cansado para ir en su busca!

Rey sacudió la cabeza.

– Ustedes, caballeros, quédense aquí, en Cambridge, y busquen a Teal y a Manning. Yo iré a Boston en busca de ayuda.

– ¿Y qué hacemos si vemos a Teal? -preguntó Holmes.

– Usen esto -y Rey les alargó su porra de policía.

Los cuatro eruditos iniciaron su patrulla por las desiertas orillas del río Charles, de Beaver Creek, cerca de Elmwood, y de Fresh Pond. Alumbrándose con los débiles halos de sus linternas de gas, se hallaban en tal estado de alerta mental, que apenas se daban cuenta de la indiferencia con que transcurría la noche sin aportarles el mínimo avance. Se envolvieron en múltiples abrigos, que no evitaban que el hielo se acumulara en sus barbas (en el caso del doctor Holmes, en sus pobladas cejas y patillas). El mundo parecía extraño y silencioso sin el ocasional ruido de los cascos de los caballos al trote. Reinaba un silencio que parecía extenderse por todo el camino al Norte, interrumpido sólo por los bruscos resoplidos de las locomotoras en la distancia, transportando constantemente mercancías de un punto a otro.

Cada uno de los dantistas imaginaba con gran detalle cómo, en aquel preciso momento, el patrullero Rey perseguía a Dan Teal por Boston, deteniéndolo y esposándolo en nombre de la comunidad; cómo Teal se explicaría, rabioso, justificándose, pero se rendiría a la justicia, y como Yago nunca volvería a hablar de sus acciones. Varias veces se animaron unos a otros,. Longfellow, Holmes, Lowell y Fields, mientras daban vueltas en torno a las heladas vías de agua.

Empezaron a conversar, el doctor Holmes el primero, por supuesto. Pero los demás también se confortaban con un intercambio de susurros. Hablaron sobre escribir versos conmemorativos, sobre nuevos libros, sobre actividades políticas con las que no habían sintonizado hasta poco antes; Holmes volvió a contar la historia de sus primeros años de práctica médica, cuando colgó un carteclass="underline"

LAS MAS INSIGNIFICANTES FIEBRES SON GRATAMENTE RECIBIDAS

Hasta que su ventana fue rota por unos borrachos.

– He hablado demasiado, ¿verdad? -Holmes meneó la cabeza como censurándose-. Longfellow, me gustaría hacerle hablar más de usted mismo.

– No -replicó Longfellow pensativamente-. Creo que nunca lo hago.

– ¡Ya sé que nunca lo hace! Pero una vez usted se me confesó. -Holmes lo consideró dos veces antes de seguir-. Cuando conoció a Fanny.

– No, creo que nunca lo hice.

Cambiaron varias veces de parejas, como si estuvieran bailando; y también cambiaron de conversaciones. A veces caminaban los cuatro juntos, y parecía que su peso iba a romper la costra helada bajo sus pies. Siempre iban tomados del brazo.

Al menos la noche era clara. Las estrellas estaban fijadas en perfecto orden. Oyeron los golpes de los cascos del caballo que traía a Nicholas Rey, quien iba envuelto en el vapor de la respiración del animal. A medida que se aproximaba, cada uno de ellos imaginaba en silencio el aspecto de incontenible triunfo en el llamativo semblante del joven, pero su rostro reflejaba gravedad. Informó de que ni Teal ni Augustus Manning habían sido vistos. Había reclutado a media docena de patrulleros para peinar el río Charles en toda su longitud, pero sólo cuatro caballos más pudieron quedar al margen de la cuarentena. Rey se alejó, no sin advertir cautela a los Poetas junto a la chimenea y prometiéndoles continuar la búsqueda por la mañana.

¿Quién sugirió, a las tres y media, descansar un rato en casa de Lowell? Una vez allí, dos se acomodaron en la sala de música y otros dos, en el estudio contiguo. Ambas estancias eran gemelas en su disposición, con las chimeneas dándose la espalda. Fanny Lowell se retiró arriba debido a los ansiosos ladridos de los cachorros. Les hizo té, pero Lowell no le explicó nada y se limitó a refunfuñar por la epidemia de las caballerías. Ella había enfermado de inquietud por la ausencia de su marido. Éste acabó por darse cuenta de lo tarde que era, y despachó a su criado William para que llevara mensajes a las casas de los demás. Permanecieron adormilados en Elmwood media hora -no más-, junto a las dos chimeneas.

A la hora en que el mundo permanecía inmóvil, el calor daba de lleno en un lado del rostro de Holmes. Todo su cuerpo estaba tan hondamente fatigado que apenas se dio cuenta cuando se vio de nuevo en pie y atravesando con paso quedo una estrecha cancela en el exterior. El hielo que cubría el suelo había empezado a derretirse rápidamente a causa de un brusco aumento de la temperatura, y el fango se aglomeraba en los regueros de agua. El suelo bajo sus botas se había vuelto desigual y formaba pendientes, y Holmes sentía que debía agacharse como si estuviera escalando una ladera. Dirigió una mirada a la comunidad de Cambridge, donde podía distinguir aquellos cañones de la guerra de la Independencia que habían escupido columnas de humo, y el corpulento Olmo de Washington que, con sus miles de ramas, semejantes a dedos, crecía en todas direcciones. Holmes miró atrás y pudo ver a Longfellow deslizarse lentamente hacia él. Holmes se apresuró a su encuentro. No le gustaba que Longfellow permaneciera solo demasiado tiempo, pero un estruendo atrajo entonces la atención del doctor.

Dos caballos con manchas de color fresa y cascos albinos avanzaban tempestuosamente hacia él, ambos arrastrando sendos carruajes destartalados. Holmes se encogió y cayó de rodillas. Se agarró los tobillos y levantó la vista a tiempo para ver a Fanny Longfellow -flores de fuego volaban de su cabello suelto y de su amplio pecho-llevando las riendas de uno de los caballos, y a Junior controlando con mano segura el otro, como si no hubiera hecho otra cosa desde el día en que nació. Cuando las dos figuras pasaron arrolladoramente a ambos lados del pequeño doctor, a éste no le pareció posible conservar el equilibrio y se deslizó hacia la oscuridad.

Holmes se levantó del sillón y permaneció de pie, con las rodillas a unas pulgadas de la chimenea donde crepitaba la leña. Levantó la mirada. Sobre su cabeza, chisporroteaba la lámpara.